✊🏼 El compromiso del escritor

¿Debe un escritor comprometerse con causas sociales y políticas? Si los escritores que admiro son comprometidos con una causa, ¿significa que yo también debería comprometerme con alguna? ¿Y siempre tiene que ser un compromiso social y político? ¿No puede ser un compromiso de otra naturaleza? ¿Cuál es la diferencia entre el compromiso y la responsabilidad artística? Espera un momento, ¿de qué hablamos cuando hablamos del compromiso del escritor?

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Mi ceguera ideológica

Cuando aún estudiaba en la universidad, mi Maestro René Avilés Fabila, que en paz descanse, nos encargó leer un libro delgadísimo y aburrido que reciclaba ideas del marxismo. Mi formación universitaria estuvo impregnada por el marxismo, ideología filosófica, política y económica con la que mantengo un amor apache desde entonces. 

Pero esa no fue la razón por la que aquel librito, un ensayo quizá, me resultó tan aburrido. Creo que trataba sobre la literatura posrevolucionaria de México, no lo sé, han pasado ya demasiados años. Tengo memoria de pez, así que no recuerdo el título ni el autor y como el libro me interesó poco lo dejé en México y no lo tengo conmigo. 

René quería ponerme a pensar sobre el compromiso que asumía como escritor, no solo ante el ejercicio de crear literatura, sino ante el ejercicio ciudadano de quien ha cultivado el don de la palabra. 

Ahora que lo pienso, quizá el libro no me interesó porque yo entonces andaba bien clavado con el Movimiento por la Diversidad Sexual que coordinaba junto a otros colegas. Aunque nuestras actividades y objetivos tenían un marcado carácter social y político, yo no encontré en aquel libro la inspiración necesaria para reflexionar sobre los compromisos o responsabilidades ideológicas que empezaba a asumir, sin ser muy consciente de ello. Todo lo concerniente a la salud sexual y reproductiva, a la defensa de los derechos humanos de las personas LGBTI+, me tocaba personal, social y, políticamente hablando. Y no es que otro tipo de lucha me diera igual o me pareciera menos digna de atención, es, sencillamente, que esta ha sido siempre mi lucha, con la que he tenido que lidiar, aunque yo no quiera. Y allí he tenido la cabeza desde que salí del armario a los dieciocho años, quizá desde antes.

Descubrí el compromiso o la responsabilidad cívica en la universidad, ejerciendo el activismo LGBTI+ durante todos los años de mi carrera. Quienes me conocieron entonces saben que me entregué en cuerpo y alma. Lo llevaba todo hacia adelante: clases, deberes y coordinación. No tenía tiempo para nada más, ni siquiera para mí, pero no me importó. Debía hacerlo. Al ayudar a los demás, también me ayudaba a mí mismo. Esos cuatro años de activismo social, cultural y político me dejaron exhausto y los últimos meses de la carrera tuve que dar un paso atrás porque me dejé la salud. Me diagnosticaron un problema de tiroides derivado del estrés y tuve que centrarme en la tesis. 

Mientras estudié el Máster en Creación Literaria de la Barcelona School of Managment, más de una década después, en 2020, leí El punto ciego, de Javier Cercas, cuyo capítulo titulado “El hombre que dice que no” me llevó nuevamente a pensar en lo que René Avilés Fabila quiso que me planteara años atrás.

El ensayo de Cercas me hizo recordar que, durante mi último año de licenciatura en México, también leí Así se escribe un cuento del argentino Mempo Giardinelli, en el que se expone este viejo asunto, en el capítulo “Los caminos de la Literatura Latinoamericana y el compromiso del escritor”. 

Voy a usar algunas ideas y citas encontradas en dichas fuentes, para hacer hoy contigo, que te encuentras en un periodo formativo y conviene que empieces a darle una vuelta a este asunto, lo que René hizo conmigo. Espero que mis palabras ahora tengan algo más de efectividad que aquel librillo delgado y somnífero a través del que debía cuestionarme acerca de la relación ideológica que empezaba a establecer con la vida y la literatura.

Ahora que me obligo a pensar en ello, la razón por la que aquel ensayo medio marxista no me estimuló, fue que me sonaba todo muy antiguo y ajeno. Y quizá lo era, pero solo parcialmente. Entonces no lo supe ver. La lucha del pueblo, del oprimido, del proletario, no se diferencia mucho de la lucha del discriminado y del rechazado, ¿verdad? Todos luchan por la igualdad.

Mi ceguera de entonces me granjeó una pésima nota en el trabajo de reflexión que se nos había encomendado y me pregunté: ¿a caso no tengo el suficiente interés en los asuntos sociales como para ser un escritor comprometido? La falta de compromiso con las causas que defiende este ensayo tan adormecedor y que siento tan ajeno a mi propia realidad, literaria y social, ¿me impedirá ser escritor? ¿Estoy obligado, a caso, a adquirir compromisos que no quiero adquirir? ¿Ese es el precio de ser escritor? ¡Tenía la cabeza hecha un lío!

Un poco de historia sobre el compromiso del escritor

Por supuesto, René Avilés no tuvo la culpa de nada. Fue un gran maestro para mí y para todos mis compañeros y compañeras de generación. La forma en que se relacionó con la literatura y la vida social y política de México son ejemplo suficiente para entender lo que es un escritor comprometido. El problema, en mi opinión, estuvo en aquel ensayo, que pudo haber sido muy útil e inspirador para los jóvenes mexicanos de finales de los años setenta, que aún respiraban los aires del priísmo represor, pero ya no era igual de efectivo para todos los jóvenes de mi generación. Las inquietudes, intereses y batallas de los jóvenes de finales de siglo XX no eran exactamente las mismas que teníamos los jóvenes de principios de siglo XXI.

En mis años universitarios, México se creía realmente capaz de la autogestión social y política, la llegada de Vicente Fox a la presidencia nos hizo pensar que vivíamos en un país realmente democrático en el que la libertad de expresión era posible; aunque siguiera gobernado por la derecha, ya no era la misma derecha de siempre. 

Era todo una ilusión, por supuesto, pero no se respiraban ni se respiran los mismos aires que se debieron respirar en el México de Gustavo Díaz Ordaz. Aunque… si nos ponemos a rascar detalles a la historia, podríamos empezar a sacar un montón de mierda, pero no es lo que pretendo hacer ahora. 

La cuestión es que aquel ensayo, del que solo recuerdo el sopor que me produjo, no habló en mi idioma y no me llevó a pensar en lo que supuestamente debía. Y peor aún, me llevó a enfrentarme a una crisis artística, porque, aunque no me atrevía a decirlo en voz alta, era un artista en formación que no daba la talla, o eso creía, según los estándares de un compromiso o responsabilidad ideológica que mi incipiente literatura debía adquirir.

Mempo Giardinelli cuenta que durante la segunda mitad del siglo XX, los escritores latinoamericanos más relevantes discutieron este tema siguiendo las ideas de Juan-Paul Sartre, el pensador que impulsó el debate y que en palabras de Javier Cercas es quizá la encarnación perfecta del escritor comprometido. 

Según Giardinelli, muchos escritores usaron el debate como excusa para discutir el protagonismo social y las perspectivas de una revolución que entonces parecía posible, recordemos que se refiere, sobre todo, a las décadas convulsas de los años sesenta y setenta. En aquellos tiempos, la discusión del tema era una necesidad en América Latina, más que una moda. 

Giardinelli también dice que es natural que ahora desechemos los productos de aquella corriente, porque al amparo de la llamada literatura comprometida surgió un producto deleznable: la escritura panfletaria. Se escribieron estupideces dogmáticas; se maltrató a la literatura con lecturas sectarias, se despreció a autores como Borges. 

Los escritores “comprometidos” hicieron de las suyas, protegidos y alentados por mafiosos y dogmáticos. Y así las ideas sobre el compromiso de los escritores y la llamada literatura comprometida, acabaron siendo reiterativas. A la luz de esta realidad, no resulta raro que me haya costado conectar con aquel ensayo, ¿verdad? Es bastante probable que tuviera algo de aquellas intenciones dogmáticas que rechacé en automático, inconscientemente.

¿Compromiso o responsabilidad? Una visión propia

Después de profundizar un poco en el asunto, he sacado alguna conclusión que te voy a compartir ahora, porque quiero que mi visión sea solo eso, una visión más entre las que habrás de navegar para sacar la tuya propia. Luego te presentaré las visiones que han tenido muchos otros escritores y escritoras al respecto. Así, al final podrás hacer una síntesis.

A mí, como a Giardinelli, más que hablar de compromiso, me gusta hablar de responsabilidad. De hecho, ya lo hice en algún otro vídeo en el que reflexiono sobre el ejercicio comunicativo a través de las historias. 

Si partimos de la noción de que toda obra literaria es un ejercicio esencialmente comunicativo, no es difícil comprender el concepto de responsabilidad ideológica o discursiva. O sea, uno puede decir lo que le dé la gana a través de sus obras literarias. LO QUE SEA. Pero, no porque uno tenga derecho a decir lo que le venga en gana, no ha de responsabilizarse de lo que dice. 

No se confunda el concepto contar con decir. No son lo mismo. Uno dice a través de lo que cuenta. El sentido del discurso se extrae de lo narrado.

Las palabras (las historias, las obras literarias) tienen poderosas implicaciones, de las que el autor no puede ni debe deslindarse. Y no me refiero aquí a la tontería esa de confundir lo que dice o piensa un personaje con lo que dice o piensa un autor. Me refiero al mensaje último que toda obra transmite, al tratamiento del tema que el autor hace, su visión artística, su posicionamiento frente al tema.

Piensa un minuto: si al hablar te haces responsable de todas y cada una de tus palabras, que representan tu pensamiento y la visión que tienes de la vida, ¿por qué no ibas a hacerlo cuando escribes, aunque escribas ficción? 

En mi opinión, todo se reduce a esto: el escritor es comprometido en la medida en que se hace responsable de su discurso. El discurso del escritor no tiene por qué comprometerse explícitamente con intereses ajenos, es decir, más allá del círculo que delimita su personalidad creativa y circunstancias de vida. ¿Puede hacerlo? ¡Por supuesto! Falta que quiera, ¿no? A nadie le gusta que le fuercen a asumir compromisos. 

Toda historia tiene un discurso. El escritor que no llega a ser consciente de cuál es el discurso de su propia obra, no es digno de ser llamado autor en el más estricto sentido de la palabra. Detrás de toda obra hay un autor y detrás de toda historia un discurso ideológico. Quiera o no reconocerlo el que escribe, le guste o no. 

A la responsabilidad discursiva habría que añadir la responsabilidad estética: aquella que establece la visión formal que el autor tiene frente a su ejercicio literario. Tanto la postura discursiva como la visión estética de un autor, son producto del mundo que habita, de sus referentes, de su relación con el entorno, la cultura, la tecnología, la ciencia, la religión, etc. La forma y el fondo de nuestro mundo ahora, agosto 2021, no es la forma y el fondo de 2011 y mucho menos la de 2001. 

Ya que el escritor produce arte y no sermones cuya misión es inocular ideas en las mentes de los lectores, los compromisos estéticos que asume un escritor, en justa relación con su responsabilidad discursiva, conjugan la autoría.

Gracias a esta síntesis de ideas, hoy puedo entender lo que me sucedió hace aproximadamente una década, leyendo aquel ensayito soporífero al que tanto me he referido. Las causas que defendía (la pobreza de los campesinos), los compromisos de los que hablaba (la necesidad de alcanzar un desarrollo democrático después de un siglo de opresión política), tenían poco que ver con las circunstancias inmediatas de mi vida y con mi propia personalidad creativa en esos momentos de mi existencia. Esto no excluye, por supuesto, al resto de mis compañeros de generación. Quizá alguno consiguió conectar con el texto, pero no fue mi caso.

Otras visiones sobre el compromiso del escritor

Jean Paul Sartre pensaba que la literatura no es adorno ni entretenimiento, sino acción; que el resultado de esa acción es una revelación: la revelación de lo real; y el resultado de esa revelación es, a su vez, una revolución. 

Para Sartre la literatura sirve para transformar la realidad, es decir, para cambiar el mundo; también para cambiar a los hombres, llevándoles a asumir plenamente su responsabilidad… el hombre es por completo responsable de su destino.

Si me detengo hasta aquí, la visión de Sartre no es demasiado diferente a la que tengo yo o la que puedes tener tú mismo, ¿verdad? El problema es que su reflexión lo llevó a concluir con demasiada vehemencia que la literatura debía estar al servicio de la revolución proletaria, es decir, del comunismo. 

Esta conclusión, apunta Javier Cercas, olvida que en la literatura es imposible tener ambición política y moral sin tener ambición estética, o que es imposible cambiar la realidad sin cambiar antes la representación de la realidad. En cualquier caso, la visión de Sartre sobre el asunto abrió el debate.

Simone de Beauvoir, que fue pareja de Sartre, resume su pensamiento y expone que la literatura representa un desnudamieto de la realidad, pero también una refutación, y el escritor es, para la sociedad, una conciencia inquieta, un incordio, un insumiso, un respondón, un impugnador de los valores comúnmente aceptados, y sus obras el instrumento de tal impugnación. Esta es, según Javier Cercas, todavía hoy la idea de la literatura y del escritor comprometido que defiende Mario Vargas Llosa.

Vargas Llosa explicó a Cercas que la [literatura comprometida era para él] la literatura que no es un mero juego ni un simple pasatiempo, la literatura seria, la que rehúye la facilidad y se atreve a encarar, con la máxima ambición, grandes asuntos morales y políticos.

Julio Cortázar, por otro lado, creía que el escritor revolucionario era aquel en quien se fusionaba la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo, con esa otra libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese escritor, explica Cortázar, que es responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, psicológica, vuelta hacia el pasado o como fuere, su acto es un acto de libertad dentro de la revolución (entiéndase el contexto histórico y sociopolítico revolucionario), y por eso es también un acto revolucionario en sí mismo, aunque sus cuentos no se ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución.

Nótese como Cortázar, que llegó a establecer un gran compromiso estructural y estético, se asegura de equiparar el compromiso del escritor con el compromiso del revolucionario, aunque los campos de batalla de ambos sean completamente distintos.

Víktor Shklovski, que fue uno de los principales estructuralistas rusos del siglo XIX, defendió que la misión del arte consistía en desautomatizar la realidad, en convertir en extraño y singular lo que, a fuerza de tanto verlo, ha acabado pareciéndonos normal y corriente.

Lo que hacen el arte en general y la literatura en particular, o lo que deberían hacer, dice Shklovski, es permitirnos mirar la realidad física, moral y política como si la viésemos por vez primera, con todos sus perfiles, en toda su maravillosa plenitud y todo su espanto, arrebatándole la máscara automatizada de la costumbre.

A mí esta visión me gusta y hasta puedo llegar a adoptarla como propia porque no aboga, de manera manifiesta, por la defensa política como el principal compromiso del arte, pero no podemos olvidar que Víktor Shklovski fue un escritor al que se conoció esencialmente por su trabajo como panfletista en la antigua Unión Soviética.

Gabriel García Márquez escribió, en una carta a su amigo Plinio Mendoza: «Pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien (…) la literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno».

A lo largo del siglo XX, el pensamiento de grandes autores sobre el compromiso del escritor fue tomando distancia, gradualmente, de la visión que nació con Sartre, como ya hemos podido constatar con García Márquez y como podemos ver en las ideas de:

Augusto Monterroso: «Aparte de los compromisos que uno tiene como persona, el único gran compromiso que un escritor debe tener es el de no publicar cosas mal escritas. No hay otra posibilidad, porque toda responsabilidad en el acto de crear, durante la creación, lo maniata. La responsabilidad y el compromiso dificultan la creación. Hacen perder libertad. La condicionan. Y todos aquí sabemos que la escritura que nace condicionada es una mala escritura, una escritura pobre.»

Javier Cercas, el autor que me llevó a pensar de nuevo en el tema y que en gran medida es responsable de que hoy esté aquí discurriendo, tiene una visión que podría tener éxito en mi afán por llevarte a la reflexión y la síntesis. Cercas dice que «La literatura, y en particular la novela, no debe proponer nada, no debe transmitir certezas ni dar respuestas ni prescribir soluciones; al revés: lo que debe hacer es formular preguntas, transmitir dudas y presentar problemas y, cuanto más complejas sean las preguntas, más angustiosas las dudas y más arduos e irresolubles los problemas, mucho mejor.»

Para Cercas, la auténtica literatura no tranquiliza: inquieta; no simplifica la realidad: la complica. Las verdades de la literatura, pero sobre todo las de la novela, son esencialmente irónicas. La ironía cervantina, asegura Cercas, es una herramienta indispensable de conocimiento.

…toda literatura auténtica es literatura comprometida, al menos en la medida en que toda literatura auténtica aspira a cambiar el mundo cambiando la percepción del mundo que tiene el lector, que es la única forma en que la literatura puede cambiar el mundo…

…no significa que el novelista no pueda o incluso deba tener (o recuperar) pasiones ideológicas, creencias firmes y convicciones fuertes; significa que esas pasiones, creencias y convicciones no deben trasladarse tal cual, en crudo, a la novela, haciendo de ella un vehículo o una ilustración de las mismas: más bien, la novela (entiéndase, la literatura) debe ponerlas en cuestión, socavarlas, reelaborarlas y transformarlas en el carburante de su propia y contradictoria complejidad. […] quien puede y debe tener esas pasiones, creencias y convicciones no es la novela sino el novelista.

Merece la pena que nos detengamos un poco a pensar en esto, porque si hablamos del compromiso que un autor asume, necesariamente hay que disociar entre el compromiso, el comprometido y el medio a través del que este difunde sus ideas. Lo que nos lleva al reconocimiento de un concepto que para Cercas es imprescindible: el del intelectual.

Un Intelectual

Según Cercas es una persona que, además de dedicarse profesionalmente a una actividad intelectual por la que ha adquirido cierto grado de reconocimiento, interviene en el debate público. 

Para Mempo Giardinelli un intelectual es siempre la consciencia crítica de su sociedad. Le guste o no, y lo son también los que se ocupan solo de asuntos privados, los que se declaran “apolíticos” y los que “no se meten” con los dramas sociales. 

O sea que, sí, si consideramos tanto la perspectiva de Cercas como la de Giardinelli, serás un intelectual cuando alcances cierto grado de reconocimiento por tu actividad creadora e intervengas en el debate público, quieras o no. Y me temo que por intervención en el debate público hemos de entender cualquier tipo de participación cívica, ya sea manifiesta o no.

Un intelectual, según Giardinelli, ha masticado lo que va a decir. No improvisa, ni siquiera cuando se lanza a improvisar, cosa que puede hacer porque es un profesional de su actividad intelectual. Y es por eso que la conciencia colectiva respeta a los intelectuales, aunque los critique y muchas veces los menosprecie.

Los intelectuales, que trabajan con su pensamiento y cuyo pensamiento es su obra y es su vida, siempre están representando las partes inconscientes de una sociedad. 

El inconsciente colectivo se expresa en el arte, en las obras de creación. Y la aprobación o reprobación de esas obras es la respuesta de cada sociedad a lo que hacen sus intelectuales. Esa respuesta también indica el grado de civilización de la sociedad.

Toda sociedad, asegura Giardinelli, necesita que sus intelectuales hablen, digan cosas, pongan la cara y el cuerpo, aunque se equivoquen. Porque eso es lo que se espera de los que trabajan en la cultura; y porque desinteresarse de lo que pasa en la realidad cotidiana de nuestros pueblos es, hoy por lo menos, una insensibilidad.

En conclusión

Lo que importa es que uno, en tanto intelectual, se haga cargo de lo que escribe y también de cómo vive y cómo ve lo que pasa en su sociedad. Nunca dejará de existir un vínculo entre lo escrito y lo vivido.

El escritor es un ciudadano que vive en este mundo. Debe ser responsable ante los demás, como persona, como ciudadano, de lo que hace, lo que dice y de lo que escribe.

Nuestra narrativa está viva y por eso tiene variaciones tan fuertes a lo largo del tiempo. La literatura de hoy en día se escribe en democracia, pero en sociedades todavía autoritarias, enfermas de machismo y de racismo. De ahí que los escritores de hoy sigan estableciendo compromisos a través de la creación literaria. Pero ese compromiso o responsabilidad no debería ser nunca impuesto, sino una consecuencia natural del paso del autor en el mundo que habita.

Mi iluminación ideológica

Volviendo a mi drama universitario y a la falta de anclaje con aquel ensayito desafortunado que no supo hablarme sobre todo esto; tuve la fortuna, acercándome hacia el final de mi carrera, de conocer a Luis Perelman, un sexólogo, también activista LGBTI+ que se convirtió en un queridísimo amigo y que me ha acompañado en momentos importantes de la vida. Ha sido un gran referente. 

Como desaparecí del mapa un tiempo debido a la enfermedad, mi ausencia en el Movimiento por la Diversidad Sexual que coordinaba se hizo evidente. Algunas personas me lo reprocharon. Un día Luis me contactó y le conté lo que me sucedía. Me dijo algo que me cambió el paradigma y se convirtió en una luz que guio mi camino a partir de entonces. Él debió usar otras palabras, pero la idea es más o menos esta: el activismo no se ejerce de una sola manera, cada uno hace lo que puede desde su trinchera personal. Tu trinchera ha sido la universitaria hasta ahora, la coordinación de un grupo estudiantil, pero la forma en la que has ejercido el activismo no tiene por qué ser la misma toda la vida. ¿Cuál es tu siguiente trinchera?, me preguntó.

Esta breve conversación con Luis consiguió lo que no pudo aquel aburrido ensayo: llevarme a pensar en el compromiso que deseaba asumir como escritor. Durante el último año de mi carrera universitaria me decanté por la creación literaria, decidí que buscaría la manera de hacer de este oficio mi prioridad laboral. Llegué a la universidad con vocación literaria, pero allí se afianzó del todo la certeza de que había nacido para dedicarme a la literatura. Y si ya no podía seguir ejerciendo el activismo LGBTI+, un compromiso sociocultural y político que había asumido con naturalidad, alegría y entusiasmo, porque mi salud era endeble, aún tenía el territorio literario, mi nueva trinchera.

Hasta el momento he escrito cuatro libros: un libro de cuentos y tres novelas.  En todos los casos, mi narrativa aborda, desde diferentes ángulos y perspectivas, la realidad homosexual, una realidad que, muy a mi pesar, sigue siendo el blanco de una violencia descarnada que puede llevar a sus víctimas hasta la muerte, sin miramientos.

Pasiones simples (IE, 2015), mi libro de cuentos, explora la diversidad sexual humana y su relación con el amor y las emociones. Una rayadura de cabeza que tuve que escribir después de leerme todo lo que había escrito el Marqués de Sade.

Las puertas del paraíso (UAM, 2015), representa los conflictos propios del despertar sexual en la adolescencia de un muchacho, que sobrevive en medio de un campo de batalla emocional derivado de la homofobia interiorizada.

Curso de belleza, amor y sexo (Berenice, 2016), explora las heridas que produce el abandono y la pérdida en un hombre gay, cuando se enfrenta a la separación sentimental, un cúmulo de martirios derivados de la visión hegemónica que tiene la sociedad sobre el ejercicio del sexo, la expresión del amor y sus vínculos con los cánones de la belleza.

Me dicen La Sed, una cursificción maricatólica, es la última novela que escribí y que aún está inédita, aunque muero de ganas porque llegue hasta tus manos. Es un estudio y una crítica profunda del significado que se ha extraído canónicamente de las Sagradas Escrituras de la Biblia para construir la noción negativa de homosexualidad que hoy conocemos.

Por supuesto, todos mis libros cuentan historias. Y cuando los escribí no esperaba hacer panfletos que me ayudaran a inocular ideas en los lectores. Pero es evidente cuál ha sido el compromiso que yo he asumido como autor, una responsabilidad social, cultural y política que no solo me importa, me implica a tal grado que, si no hago algo al respecto, aunque sea a través de mi literatura, tanto mi vida como la vida de millones de personas en todo el mundo seguirá corriendo grave peligro.

Así he llegado yo a la comprensión de lo que es el compromiso del escritor.