A primera vista

A Luis Zapata, si de eso se trata.

Se ve que Ángel toma a Sebastián por el cuello, acaricia su nuca y se acerca hasta darle un largo y apasionado beso; pregunta luego de sentirse ligeramente vigilado:

—-¿Crees en el amor a primera vista?

No se escucha más mientras sus cuerpos desnudos se funden con la noche.

Una lámpara medio ilumina sus rostros. En la habitación hay dos mesas de noche, una ventana y una silla con ropa, oscura y arrugada, por cierto. Te digo, lector, aunque niegues tu morbo natural.

***

De pie a un lado de la cama, con el cigarrillo en mano, Sebastián mira al que está entre sus almohadas.

—-¿Entonces fuiste tú? —cuestiona a gritos el pobre; no comparte con Ángel la sensación de pena, tal vez de arrepentimiento.

Ángel lo mira avergonzado. Un recuerdo tormentoso transforma su semblante y asiente lentamente a la pregunta. La culpa, a primera vista, se le ve en las rodillas deformes, en los brazos cruzados y en los labios tembeleques. Lleno de ira, Sebastián le avienta un zapato; lo esquiva y el zapato se estrella en la lámpara que ilumina la habitación. Un destello. Oscuridad.

Cobijas revueltas, almohadas tiradas, cama chueca y, después de unos minutos, lámpara encendida: parece que en el suelo, no sé, no se ve… qué más da. Ángel, sentado con las piernas entre los brazos y la cabeza gacha, existe a un costado de la silla.

—-No puedo vivir así —sentencia Sebastián, como si aquellas inútiles palabras le devolvieran la fuerza, las ganas.

—-Hablemos —recibe Sebastián en respuesta, ríe sarcástico.

—-No mames… ¿Quién te crees? Debo estar loco para haberte traído. Las cosas no son ni serán así… ¿Hablemos?, como si te conociera…

—-¿Y qué vas hacer? —pregunta Ángel retador, levanta la cabeza.

Sebastián saca de entre su ropa oscura, sobre la silla, una pistola, le apunta. El coraje se apodera de él. Podría ser confusión y no coraje, o tal vez la simple reacción de la impotencia…

Ángel suplica, pero no evita identificarse, proyectarse en Sebastián. Lo mira directo a los ojos y se pregunta cantidad de cosas; la vida le pasa toda frente a los ojos, confirma eso que dicen sobre el momento antes de morir. Al menos eso parece que le pasa a Ángel, cuando sus ojos tiemblan ante el cañón de la pistola.

Y Sebastián en verdad desea matarlo, se le nota en la firmeza de los brazos, en lo adusto del rostro. No piensa en otra cosa, se lo impide el dolor. Ángel se levanta del suelo como queriendo escapar, golpea otra vez la lámpara. Penumbra. Un disparo.

***

Se ven como cualquier otra pareja recién establecida: alegres, condescendientes, quizá emocionados. Y, nota lector el quizá. Desde que terminó la película andan extraños, silenciosos. Caminan risueños sobre la acera. Ángel pasa un brazo sobre los hombros de Sebastián, éste se detiene serio y se lo quita de encima; agacha la cabeza apenado, triste o tal vez culpable.

Ángel agarra una mano de Sebastián, le levanta el rostro. Hacen gestos apacibles. Sostienen las miradas y se acercan lentamente hasta besarse. Cuando Sebastián cierra los ojos siente rozar los labios de Ángel… un recuerdo, otro, otro más. ¡Ay!, lector, no sabes cuan distante está ahora Sebastián; contesta el beso, sí. Pero más por inercia que por ganas.

***

La recepción del cine está llenísima: la gente espera formada el inicio de las películas. Parejas visiblemente enamoradas comparten sus refrescos; niños eufóricos corren por los pasillos, padres neuróticos persiguen a sus hijos.

Sebastián lo busca inútilmente. Todo es igual y a la vez tan diferente, piensa mientras ubica la sala donde proyectan su película. Mira una línea de gente esperando entrar; al final está un muchacho comiendo sin pudor un combo gigante de palomitas.

Desde el arribo de Sebastián a la fila, Ángel no cambia un segundo la dirección de su mirada: el recién formado le parece totalmente apuesto. Es todo un caso ese Ángel, a todos les ve, a primera vista, un algo encantador. Pero a Sebastián además lo ve vulnerable: el objetivo perfecto para la noche, piensa.

Y si esperas, lector, leer ahora cómo Ángel aborda a Sebastián, tienes razón:

—-Llevas un rato solito, ¿esperas a alguien? —no recibe respuesta. Sebastián lo mira reticente. Intenta otra vez:

—-¿Vienes seguido?

—-Aja…

—-Cinéfilo, ¿eh?

—-Algo así.

Ángel extiende a Sebastián el bote de palomitas.

—-No, gracias —contesta avergonzado Sebastián.

—-Son sólo palomitas, anda… —Sebastián toma un puñado y se lo mete a la boca, sonríe tímido mientras mastica. Más bien incómodo, tal vez ligeramente complacido. Continúa Ángel:

—-Yo también vengo seguido.

—-A mí me trae recuerdos el lugar… –dice Sebastián, aún con el bocado de palomitas en la boca, como por no dejar.

—-¿Amor? —Sebastián mira, un tanto paranoico a Ángel.

—-¡Tranquilo!, es que tienes la pinta de enamoradizo, nada más…

Y sí, Sebastián, a primera vista, tiene corazón de pollo. Aunque justo en este momento luzca más bien derrotado, agobiado y no tan enamorado. Su ropa oscura lo delata.

Ángel ríe alegre, convencido de haber logrado su cometido: ligarse a Sebastián.

—-Yo estoy aquí por lo mismo… este cine me guarda muchos recuerdos, ¡mira!, ya tenemos algo en común —suelta Ángel, coqueto y explicativo.

La gente avanza, entran juntos a la sala de cine.

***

Llegaré tarde a la función, piensa Ángel mientras camina a prisa por la banqueta, rumbo al cine. Le encabrona no ver completa una película, se le nota porque aprieta el mentón y se le marca una línea que le atraviesa los cachetes.

Entra al cine con el boleto en mano. Formado, entre la multitud, ve un hombre divino que come palomitas. Olvida un instante su prisa y dirige la marcha hacia él. El hombre divino mira su reloj con impaciencia. Tiene un rostro hermoso. Sólo un loco no voltearía a verlo, concluye mentalmente mientras la distancia entre ambos se acorta. Pone cara de Casanova: cueste lo que cueste, ese hombre será mío, se dice. Y es que en verdad es guapo el hombre: es de comisura breve en los labios, hondos hoyuelos en las mejillas, barbita de candado (varonil es la palabra con que podría sustituirse “hombre divino”, pero así escogió ponerle el personaje, ni hablar); es modelo de televisión, o artista, como dicen. No te hagas, lector, alguna vez lo has dicho también.

Ángel siente acelerado el pulso.

—-¿Esta es la fila para Mambo Italiano?

—-Sí —contesta indiferente Octavio. Porque así se llamaba el hombre divino, Octavio.

Por muy golfo que pueda parecerte a estas alturas de la historia, Ángel tiene razón: sólo un loco (buga o gay) no voltearía a ver a Sebastián. Coincido con Ángel cuando miro los ojos de Octavio perfectamente delineados por grandes cejas, adornados por largas pestañas, y esa cintura entallada de triángulo invertido que forma su espalda. Dije guapo, pero más bien está riquísimo.

—-Gracias. Pensé que no llegaría a tiempo… ¿Estás solo? —escruta Ángel.

Octavio mira extrañado al joven que le habla, le dirige una sonrisa simplona. Vuelve a revisar la hora que marca su reloj y le da la espalda.

—-¡Uuuyy, perdón! No quise molestar —se disculpa Ángel. Octavio hace gestos de desdén y fastidio– pero si estás solo me encantaría acompañarte… —insiste, pues no cavilaba perder aquella oportunidad: maravillosa, única. Tal vez es el amor de mi vida, sueña.

Ángel ve en todos esa probabilidad, todos son potencialmente el amor de su vida. Y no es que me conste, pero se le nota a kilómetros en el respirar acelerado y el pecho extendido. Insiste:

—-Veo que ya comes palomitas… ¿pero no tomas nada? Te invito un refresco, ¿de qué sabor lo quieres? –ofreció presto, coqueto.

Un instante de silencio rectifica la indiferencia de Octavio, pero Ángel no quita el dedo del renglón:

—-Te invito una coca…

Octavio, desconfiado, lo mira ir a la dulcería.

Ángel está seguro: será una excelente noche. Toma el último turno en la fila de los dulces. Comenzaré un histórico romance, nada más y nada menos que con el más papi de papis… ¡Ah!, pero qué pendejo soy. Ya le ando comprando refresquito y ni su nombre pregunté… Que conste: fue Ángel quien se pendejeó, tú eres testigo, lector.

No acaba de pensar y Ángel siente un roce en la espalda que le hace despertar del ensueño, voltea en dirección a la fila donde dejó al divino. Y ni divino ni fila. La gente entró ya a la sala, está por comenzar la película y él sigue esperando su turno en la dulcería. Pero ahora no importa, porque está de por medio el nuevo “posible” amor de mi vida.

Apenas paga, se introduce, emocionado, en la oscura sala buscando al buen mozo.

El bullicio del lugar corresponde más a un domingo de tianguis que a una noche de cine, hay muchísima gente. Con tan poca luz, no encuentra a Octavio que, recuerda lector, no sabía se llamaba así. Para colmo el único lugar disponible está en primera fila, a un costado de la puerta de salida. Permanece un segundo de pié ante el asiento. Grítame, divino. Ya te traje tu coca. No escucha nada; sería demasiado inverosímil si lo hiciera, ¿no crees, lector? Además, y seguramente ya lo intuiste, Octavio esperaba a alguien.

Ángel se sienta resignado, guarda la esperanza de ver al divino luego de terminar la función. Los créditos del inicio aparecen en pantalla. Un hombre abandona la sala con prisa y testerea el bote de palomitas que Ángel sostiene torpemente. ¡Lo que faltaba!

En la calle, frente al cine, Ángel mira salir a la gente. Espera encontrar al divino. No lo vio salir de la sala. Por fin, lo encuentra a lo lejos. Camina veloz hasta quedarle detrás.

—-¿Te vas, Divino? —pregunta impaciente.

Octavio voltea sorprendido.

—-Soy Ángel, no pude evitar esperarte, te escabulliste entre la gente hace rato y…

Octavio sonríe cansado, extiende la mano y lo saluda como por obligación.

—-¿Te puedo ayudar en algo? —combate.

—-Sí. Busco invitarle un café a un hombre guapo y… —suspende cínico sus palabras, mira alrededor sin encontrar nada y encoge los hombros.

Ángel siempre anda buscando un hombre apuesto para invitarle un café. A ti no te consta, lector, pero a mí sí. No porque lo conozca, o porque sepa exactamente cómo es él. No, digo esto nada más porque desde que esperaba encontrar a Octavio entre la gente que salía del cine, lo vi escanear el panorama y su vista siempre se detuvo en los hombres apuestos. Y ahora hace como si el único realmente apuesto fuera Octavio.

Luego de medio reconocer la aparente simpatía de Ángel, Octavio dice en son de despedida:

—-Qué lindo. Gracias por la invitación, pero paso. Tengo pareja, disculpa –queriéndose zafar, da media vuelta y se aleja.

Casi afligido, Ángel se queda de pie con la boca abierta a media oración. Octavio no escucha, ni yo, porque pasa por ahí pedorreándose un bochito destartalado.

No creas, lector, que Octavio es grosero. Me cae bien Octavio. ¿A ti no? Y si no, debería. Es muy educado, tolerante.  Es atento, infinitamente atento… Y lo que sea de cada quien (perdona que recurra al lugar común en repetidas ocasiones) el muchacho es abrumadoramente atractivo. Y por si eso fuera poco para convencerte: me cae bien porque despreció a Ángel. ¿Qué hace de Octavio, a primera vista —y nótese el a primera vista—, mi personaje favorito?

Octavio espera el transporte público. A unos metros de ahí, Ángel lo observa escondido. Un microbús se detiene, Octavio lo aborda, el vehículo arranca. Corre entonces Ángel hacia la avenida, detiene un taxi, lo aborda.

Cuando Octavio desciende del microbús chamarra y llaves en manos, el taxi se

detiene a una distancia pertinente. Ángel se esconde presuroso entre unos arbustos. Desde ahí, mira a Octavio acercarse a la puerta de su casa.

Octavio escucha que Ángel grita su nombre, busca al rededor sorprendido. Se aturde

cuando lo mira acercársele.

—-¿Qué haces aquí?

—-Vine por ti.

—-¿Por qué me seguiste? ¿Estás loco?

¿Que si Ángel está loco? ¡Disparate!

—-No importa, Octavio. Estamos hablando de nuevo.

—-Ya te dije, no quiero nada contigo, por favor vete. Ahórrame problemas…

—-Me gustas, Octavio.

Octavio le echa una mirada punzante, dudosa.

—-No sé qué decir. Me siento halagado, pero ya te dije que…

—-Sí, sí. Tienes pareja. Pero no es ningún obstáculo. Tomemos un café, platicamos y…

—-¡Estás enfermo! Adiós –Octavio entra a su casa. Un movimiento brusco y atolondrado sacude su chamarra, cae su cartera al suelo. No se percata de ello. Fueron los nervios. No creas, lector, que Octavio es torpe.

Un segundo antes de cerrar, mira a Ángel y le pide perdón, como arrepentido por haberle herido el corazón. ¿Ves, lector, por qué me cae bien Octavio? Ángel baja la cabeza en señal de derrota.

Cualquiera pensaría que la aventura de Ángel termina aquí, pero no, porque cuando miró tirada la cartera de Octavio. La recogió y sonrió malicioso.

—-¿Perdón? Si no es conmigo no será con nadie… —viró y se perdió en la noche.

***

Manigüis, contesta papacito chulo, manigüis… ¿Escuchaste, manigüis, tu teléfono…? Manigüis, contesta… Manigüis… ¡Ay!, majadera hedionda, contesta ya el teléfono, caramba contigo… Hay pobrecita de ti si no conte…

—-¿Bueno?… sí, él habla… ¿Quién?… ¿Ángel?, ¿qué Ángel?… ¿Tú tienes mi cartera?… ¡Déjame en paz, loco de mierda! Si vuelves a llamar le hablo a la policía.

Angustiado, Octavio termina la llamada y se sienta despacio en la cama. Deja el celular a un costado, asoma por la ventana y ve la calle solitaria: nada extraño…

Ángel, oculto entre unos autos estacionados frente a la casa de Octavio, dice:

—-Mío, de nadie más.

***

El volumen de la televisión apenas es perceptible. De madrugada, acostado sobre la cama y en pijama, Octavio escucha correr el agua por el drenaje del inodoro.

—-¿Cómo te fue en el trabajo? —sin quitar la vista del televisor, espera respuesta:

—-Bien, amor. Atareado como siempre: redacción estuvo de locos. ¡Detesto a mi editor, nada le parece!

—-¿Ya cenaste?

—-No. ¿Preparaste algo?

—-Cené en la calle. ¿Te traigo unas quesadillas?

—-No salgas, ya es tarde. Buscaré algo en la cocina.

Octavio se levanta de la cama, se pone tenis y abrigo.

—-No te preocupes, vuelvo enseguida. Además ya no hay cigarros.

—-Con cuidado. Gracias, nene.

Sale Octavio de la casa y justo cuando agarra camino escucha:

—-¡Espérate, Octavio! —Octavio voltea asustado en dirección a la voz que le llama, ve acercarse a Ángel. Molesto increpa:

—-¿Otra vez tú? ¡Ya estuvo bueno! —esquiva al muchacho.

Ángel, persuasivo, contesta:

—-¡Vamos!, te invito un café, o mejor invítamelo tú… entremos a tu casa y… —Octavio voltea de súbito, lo sujeta de la camisa, desafiante:

—-Si no me dejas de chingar, putito. Voy a…

—-¿Vas a qué? —Ángel interrumpe la amenaza, provocador. Toma tiernamente sus manos y trata de relajarlo, pero Octavio es víctima de un ataque de ira y lo empuja por el pecho, Octavio cae sobre el pavimento.

—-Ya bájale… Nada más quiero conocerte. ¿Crees en el amor a primera vista? —pregunta Ángel, descarado y locuaz.

—-¿Qué dices? —Octavio se jala el cabello, confundido.

—-Estoy enamorado de ti, en serio…

—-¿Cómo puedes estar enamorado de mí si ni me conoces?

Ángel cambia su semblante: ¿Quién es Octavio para definir mis sentimientos?

—-Te conozco desde siempre, has vivido en mis sueños. Lo supe cuando te vi la otra noche en el cine.

Octavio desgañota una carcajada ante semejante declaración, luego sentencia terminantemente:

—-No sé que cosas traes en la cabeza, niño… déjame tranquilo. Regrésate por donde viniste, ¿vale?… —da media vuelta y se aleja unos pasos.

Atrás, Ángel cae sobre sus rodillas, agacha la cabeza.

—-¡No me dejes así!… –lloriquea.

Sin voltear un segundo Octavio, contesta alzando la voz, aleccionador:

—-Eres tú quien se tiene así…

Desesperado, impotente al verlo alejarse, Ángel saca una pistola de la bolsa de su chamarra y apunta.

—-¡Detente o disparo!

Octavio se detiene en seco, voltea lento y mira, incrédulo, a Ángel obsesionado, desquiciado, encañonando un arma en dirección a su pecho. Voltea a todos lados. Nadie a la redonda.

—-No hagas tonterías, niño. Baja esa pistola…

—-Me llamo Ángel, ¡Ángel!

—-Si, Ángel, perdón, perdón… —grita Octavio atormentado, torpe.

—-¿Crees en el amor a primera vista? ­—repite Ángel.

—-No ¡Ya baja esa pistola!, no juegues… ¡Por favor, bájala!

—-Yo si creo en el amor a primera vista, lo supe cuando te vi. Te amo. Te amo como nunca he amado antes.

—-¡Sale! Ya, gracias… baja la pistola y nos vamos a tomar el café…

—-¿Te burlas de mí?­ –pregunta Ángel.

—-No, claro que no… Es solo que… Si bajas la pistola te juro que nos vamos por el café y platicamos.

Desesperado, aterrorizado, incluso arrepentido, Octavio desciende hasta topar las rodillas con el suelo, llora.

—-¡Baja la pistola! –Ángel se pone de pie, sin dejar de apuntar interroga:

—-¿Lo amas?­

—-¿Qué?

—-Que si amas a tu novio…

—-Sí.

Ángel dice para si mismo, agachando la mirada: Entonces no puedes amarme. Te quiero para mí. Si no es conmigo no es con nadie. Sube la cabeza y mira de nuevo a Octavio  que suplica piedad.

—-A mí me duele más porque te amo.

Quita el seguro del arma.

—-Perdón —un disparo agita la tranquilidad de la noche.

Apenas la bala sale por la boca del cañón, el aire se perfora; un hombre dentro de la casa de Octavio reacciona al estruendo. Poco, pero muy poco después, sale de la casa y lo ubica tirado sobre la acera…

***

La luz que sale del televisor ilumina el borde de los muebles en la sala-comedor. Desde el sofá, Octavio mira desinteresado las imágenes aceleradas de un programa noticioso. Un bote con helado enfría su entrepierna. Una cucharita entra y sale de su boca.

Su pareja, que está por llegar, trae ganas… Ganas de besarle, de acariciarle, de hablarle bajo al oído. Al adentrarse en casa el ganoso, después de una larga jornada laboral, entre la oscuridad y los destellos de luz que irradia la tele, encuentra a Octavio consumiendo de a poco el helado que guardó en el refrigerador una noche antes, para embarrárselo y lamerlo todo, al regresar del cine, como lo había planeado.

Cierra la puerta y se dirige a él, afloja ligeramente el nudo de su corbata, con una mano deja el portafolio en el suelo y con la otra acaricia tiernamente el cabello de Octavio. Éste, ajeno, mantiene la mirada en el televisor.

Aquel enamorado desliza, con un movimiento rápido y cauteloso, sus dedos hasta tocarle el pecho tibio y suave. Octavio conciente, pero sólo adora la pantalla; voltea de flash y besa una mejilla tibia cuando aquél agacha el cuerpo hasta quedar rostro con rostro. Y Octavio no vira, no mira los ojos seductores, no atiende el gesto dócil del hombre.

Molesto por la indiferencia de Octavio, camina decidido hasta posarse frente a la pantalla, sonríe cuando al fin consigue arrancarle una mirada cariñosa. Mata el aparato con un dedo y pega dos brincos alegres, enciende el reproductor de discos. ¡Bailemos!, invita con la mirada y una mano extendida. Descalzo y en pijama, Octavio acepta, deja el helado sobre el sillón y recarga lentamente su cabeza sobre el hombro del aquél hombre. Seguro ya sabes, lector, de quién es aquél hombro.

Pícaro, le dice al oído:

—-Hoy toca, amor.

Se miran a los ojos. Se dibuja una sonrisa en el rostro de Octavio.

—-Que rápido, ¿no? Se fueron dos años de volada —dice, nostálgico, Octavio.

—-Anda, ve a cambiarte, nos espera la película —retoma el lugar de Octavio en el sillón y engulle diestro una cucharada fría, Octavio sube a la habitación, y desde allá grita:

—-¡No te acabes mi helado, Sebastián!

—-¡Yo también te amo, corazón! —le contesta.

***

—-Aún tengo unos minutos, voy corriendo al baño.

—-No te tardes, está por empezar la película. Ten tu boleto —Sebastián agarra el ticket y se aleja.

La puerta del sanitario se abre hacia el interior, entra Sebastián desabrochando cinturón y bajando bragueta. De frente al mingitorio, justo a mitad de la micción, suena su celular, contesta…

—-Hoy no, es mi aniversario… pero te avisé ayer… No, José, quedaste de entregar ese reportaje y… ¿Eso dijo? Vale. Voy para allá. Me las vas a pagar… Llego en media hora.

Termina llamada y micción, se va sin lavarse las manos.

Al salir, ve desde lejos la inexistencia de la fila donde Octavio lo esperaba, se enojará, piensa al tiempo que urge el paso y esquiva-roza a Ángel que está formado en la hilera de la dulcería.

Sebastián entra a la sala y busca con la mirada a Octavio entre una multitud desorganizada que aún elije sus lugares. La película comienza, aparece el título en pantalla. Grita: ¡Octavio!, lo identifica en los lugares más altos. Un inevitable ¡Shshshsh! le acompaña hasta sentarse junto a él.

—-Llamó Juan del trabajo —avisa Sebastián a Octavio con voz baja–, hay problemas con un reportaje de entrega urgente, el editor se pondrá peor que de costumbre y…­

—-Sí, ya sé, te tienes que ir…

—-Discúlpame. Te recompensaré más tarde —sonríe pícaro—, quédate a ver la película y nos vemos en casa al rato. El helado nos espera…

Sebastián se despide de Octavio con un beso en la frente y baja a brincos la escalera. Acelerado como va, testerea las palomitas de Ángel, que está sentado en primera fila.

¿Ahora entiendes, lector, por qué Sebastián iba diario al cine?

***

Recostado sobre el pecho de Sebastián, Ángel disfruta con los ojos cerrados las caricias de una mano gentil. Están tumbados en la cama. Prevalece un silencio ruidoso y reina la oscuridad en el cuarto, está iluminado a medias por una lámpara. Ángel:

—-No me contestaste…

—-¿Qué cosa? –cuestiona Sebastián.

—-¿Crees en el amor a primera vista? —Sebastián se recarga en la cabecera de la cama, Ángel se acomoda para seguir en su pecho. Guardan silencio unos segundos, luego Sebastián se anima a decir:

—-Octavio, mi ex pareja, murió hace poco… No te lo dije antes.

Ángel balbucea, tiembla ante las palabras de Sebastián. Sebastián reacciona intrigado. Lo mira a los ojos. Ángel esconde la mirada. Sebastián continúa:

—-No creo en el amor a primera vista. Viví dos años con mi pareja y para que funcionara, antes salimos otro más… Lo perdí la noche de nuestro segundo aniversario.

Las palabras de Sebastián resultan latigazos para Ángel. Su reacción es de súbita sorpresa y temor. Guarda silencio y permanece escuchando a Sebastián.

—-Creo en la honestidad y el compromiso. No te ofendas, por favor. Estoy aquí porque me gustas, nada más.

Temeroso de escuchar lo indeseable, Ángel pregunta como queriendo convencerse de que se trata de un caso ajeno:

—-¿Cómo lo perdiste?

Sebastián le mira tristemente, tarda en contestar…

—-A Octavio lo mataron hace dos meses, todavía no encuentran al asesino. ¡Juro por Dios que si lo encuentro lo mato!

Asustado, Ángel se aleja de Sebastián rápidamente, permanece en el extremo de la cama, serio, absorto.

—-¿Qué te pasa? —pregunta Sebastián, obviamente.

—-Yo sí creo en el amor a primera vista.

Sebastián lo observa con detenimiento. Ángel parece arrepentido, dispuesto a saldar cuentas…

Permanecen en silencio. Sebastián saca del buró un cigarrillo, lo enciende, da una bocanada y exhala.

2 Comentarios

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  1. Hola, Israel: ¿por dónde andas? Ya leí el cuento, que me encantó; sería bueno que lo hicieran (o lo hicieras) película, ¿no? Un abrazo y la mejor de las suertes por aquellos castizos lares.

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