El sitio de mis debrayes

En ningún otro sitio me siento más en confianza. Aquí estoy ahora, escribo: hoy por ella, mi habitación. Azul y blanco son los colores de sus paredes. La blanca, conserva el color original del yeso, tiene pequeñas grietas a raíz de los temblores recientes. Las azules: dos bien pintadas, la sobrante parece, de tan poca pintura, mojada con acuarelas. En todas descansan imágenes: postales, carteles, fotografías, calcomanías, pinturas y hasta un diploma de cuando estudiaba la preparatoria. Esperen, ya no está. ¿Dónde está el diploma? Escribí del diploma por memoria, pero ahora lo busco sin encontrarlo. Desapareció. ¡Maravilloso! Ahora nadie reflexionará sobre mi «buena conducta».

Mamá dice sentirse orgullosa de ese, mi único diploma. Ojalá no se de cuenta de su ausencia. Imagino se cayó detrás de la cajonera. Deseo esté completamente roto. Volviendo al cuarto, el único objeto situado al centro es una lámpara colgada del techo. Adoro esa lámpara, pertenecía a los abuelos. Recuerdo el día de la subasta, discutí con tía Ali por ella. Trini, el abuelo, se dejó vencer por los encantadores gestos de su nieto favorito (yo), y sin pensarlo mucho la vendió al mejor postor por un beso. -Llévatela, al fin iba ya pa´la basura-, dijo antes de darle un sorbo a su vaso con agua de frutas. Luego está e librero azul, atascado de libros, discos y películas, uno que otro juguete de la infancia estorba. Pienso quitarle cosas. Palacio de mis letras, deberá permanecer cual inmaculada concepción. Pasaré los discos y las películas a otro mueble.

A primera vista, el escritorio aprisionado entre el archivero y la cajonera generacional, luce viejo y gastado. A diferencia de mis otros muebles, del escritorio no se historia. Únicamente sé, perteneció a alguno de mis padres. Imagino fue utilizado durante la soltería de papá en su apartamento de Portales. Tal vez escribió sobre él cartas de enamorado. Desde hace años, ese escritorio de corte barroco con molduras en los cajones, mangos de cobre pintado y patas tembeleques, es objeto de mi desfogue. Contradiciendo su imagen, encima está el súper moderno ordenador «Gety», amigo inigualable aventuras padrísimas. El archivero guardián, conserva celoso kilos y kilos de fotocopias, resultado de la culta costumbre uamera de no leer libros, sino manchas horrendas en hojas recicladas. En la pared donde están estos muebles, cuelga un espejo justo al centro. Está roto. Lo rompí hace muchísimos años jugueteando. Tiene escrito un número telefónico desde entonces, ha pasado tiempo, no recuerdo por qué lo anoté. Decidí no quitarlo hasta recordar.

Bien pues, luego está la cajonera generacional. Se ganó lo de generacional porque perteneció a unos primos, de mi y otras generaciones. Pintada de verde tierra no recuerda su color original. Tiene cuatro cajones cuando eran cinco, el hoyo vacío sirve ahora para disimular una bolsa con medicamentos. A los lados, tiene dos puertecillas que hacen de mini clósets. Es imposible acomodar mis sudaderas en esos espacios. La única ventaja de las puertecillas es poder cerrarlas a llave. ¿Cuánto no han escondido? Chiquita pero me gusta por áspera, rústica y gastada. Ningún cajón tiene manijas, hay que abrirlos por los lados. Geométricamente es un chiste, descuajaringada, esa es la palabra que la describe. Le pagué una cajetilla de cigarrillos mentolados a tía Ali para traer este chocho viejo a mi cuarto. No me acordaba, la base superior de la cajonera es pavorosa, no tiene pintura, seguramente se rompió y la reemplazaron con triplay, la disfraza un zarape típico mexicanos de todos colores. Encima de la cajonera hay una tele incontrolable y una video casetera sin botón de power.

Sobre la tele puse una foto un día después del cumpleaños número cuarenta y seis de mamá, salimos los cuatro, abrazados junto a un delicioso pastel de fresas. También hay una figurilla sucia, un ángel dormido que vigila mis sueños; le acompaña una horrible alcancía de yeso pintado, habré de tirarla cuanto antes -regalo de tía Lupe en mi cumpleaños número veintiuno-. Colmando la superficie de la tele, una jarra de porcelana sirve ahora de florero, contiene rosas muertas de colores cálidos. Algunas tienen historia, por ejemplo, un par me las regaló uno de mis ex. Perdieron su aroma, solo guardan polvo y recuerdos.

En la pared de enfrente, retadora está la cama tamaño matrimonial en contra esquina al librero azul rey. Esa también tiene historias, pero no para este texto. A un lado posa un buró de madera que hace juego con el escritorio. En el otro extremo de la pared está el «roperito». Así lo nombra mamá porque perteneció a «la habitación de los niños». Lo compartí con mi hermano muchos años. Sobre él está un modular de primera generación, viejísimo. Apenas llegaron a México los reproductores de discos compactos, mamá corrió a comprar uno para la casa, el primer disco escuchado de Daniela Romo. Por eso ahora canto tan gustoso De mi enamórate, Yo no te pido la luna y Quiero amanecer con alguien.

Quedan dos paredes, una de ellas no la pinté por güey. Calculé mal la cantidad de pintura que necesitaba para cubrir el cuarto completo. Juré ir por más. Hace tres años de eso. En esa pared está la puerta. Es de esas puertas de barata en Home Depot, casi todas las de interiores en casa son iguales: texturizadas para hacerlas parecer madera real, rellenas de espuma para impedir el paso de los sonidos, pesada. Papá le colocó el marco. Le gusta mucho la carpintería, de no haberse dedicado a la fotografía, habría sido carpintero. En la parte superior el marco tiene un pequeño espacio a modo de mini repisa. Esa parte permanece del color natural de la madera, me pasó igual que con el cuarto, la pintura para la puerta no alcanzó y así quedó.

Al costado izquierdo de la puerta hay un espejo de cuerpo entero. Sostiene con las pestañas de aluminio un par de postales y fotografías. Suelo mirarme varias veces en él cuando me visto para las citas importantes. Suele mirarme y espantarse por las mañanas, cuando despierto para ir a la escuela. La pared que falta tiene una ventana de metales corroídos. La pinté de azul rey porque el negro original era aterrador. Se ve menos fea. La cambiaré en tanto tenga dinero para hacerlo. De cortina tengo un tejido de bambú, frágil como el papel cebolla y oscurecido por el tiempo y el polvo. La desidia no me deja quitarla y ponerle una de tela. Es funcional en primavera y verano pues refresca la habitación, pero en otoño e inverno deja entrar mucho viento. Por esa ventana entra en las mañanas una luz tibia, conforme avanza el tiempo hasta medio día, invade completamente la cama y la calienta. Antes, mamá visitaba mi habitación para darse baños de sol. Se mandó hacer una ventana justo detrás de su cama para dejar de invadir mis terrenos. Asoma por mi ventana un pino, en la cima anidan pajarillos.

Desde hace años los escucho cantar cuando amanece, siempre había gustado sentirlos cerca, todo cambió hace poco. Una mañana desperté sobresaltado y sudoroso, golpes desesperados en el vidrio llamaron mi atención. Eran los pájaros vueltos locos. A picotazos arremetían mi tranquilidad. Era como si intentaran darme aviso de algo, estaban desesperados. Los ignoré y volví a dormir. Incluso sonreí, me sentí cuidado. Pensé traer la mejor de las vibras, sólo así los pájaros se me acercarían, no encontré otra razón. La mañana siguiente desperté de la misma manera, sonreí y traté de nuevo conciliar el sueño. No pude. Los pájaros no dejaron de tocar la ventana con sus picos. Hoy me sé hasta sus horarios.

Empiezan por allí de las siete y media de la mañana para dejar de hacerlo hasta levantarme. Cuando ven movimiento dentro del cuarto dejan de tocar. Los odio, no me dejan dormir desde entonces. Falta nada más el techo y el suelo. Parte del techo está pintado como una de mis paredes, tan fachosamente como luzco ahora, tiene apenas unos brochazos nefastos, la intensidad del color es mínima. Además conserva manchas de un rojo oscurecido. Son mosquitos embarrados, los estampé con una toalla durante una madrugada que sufrí el ataque de zancudos más intenso de mi vida. Donde el foco y la lámpara, salen unos cables rojos, verdes y blancos. La lámina que debía ocultarlos se cayó.

El suelo es de loseta ancha. Forma cuadrados y rombos en tonos ambles de color café. Las únicas habitaciones de mi casa con ese tipo de loseta son la de mi hermano y la mía. Todo huele a mí, a Lacoste Red de Fraiche y loción Herbíssimo olor manzana. Si tuviera que decir algo sobre mi habitación no tendría mayor problema, diría que es espantosa por desordenada, blanquiazul, inacabada, barroca, común, descuidada en diseño de interiores pero maravillosa por pertenecerme. Cuatro paredes acogen el sitio de mis debrayes, mil historias la estancia de mis años.

Jun07