Esa mañana que no pude nadar 🏳️‍🌈

Esa mañana que no pude nadar

Por Israel Pintor

Estudié en una escuela primaria pública que era ligeramente distinta al del resto, pero nada fuera de lo normal. Mi madre fue funcionaria durante veinte años, trabajó para una institución dedicada al cuidado y desarrollo de la familia. Dicha institución creó un programa de educación básica y preescolar exclusiva para los hijos de sus trabajadores, lo que aliviaba en gran medida las cargas de mis padres. Tenía una guardería y una primaria, cuyos horarios parecían más los de un medio internado. Entrábamos a las ocho de la mañana y salíamos a las tres de la tarde. Había tiempo de sobra para realizar actividades extra escolares, todas en el entorno escolar y y dentro de ese horario. Cada día de la semana había una actividad distinta: kárate, natación, música, danza, educación física, artes plásticas, etc.

Con tantas actividades era fácil confundirse u olvidarse de algo, pues con cada una de ellas había que llevar distintos materiales o indumentaria escolar, añadidos al típico mochilón de diez kilos que llevábamos siempre. De modo que uno de esos días olvidé en casa la maleta con el traje de baño y la toalla para hacer natación.

Ahora recuerdo todo esto porque a mí nadar me gusta mucho y nadando un día empecé a tirar del hilo. Pero tardé mucho en recordar. Lo recuerdo sobre todo por lo que pasó a causa de olvidar la toalla y el traje de baño aquel día, lo que pasó esa mañana que no pude nadar. La escuela me gustaba menos que nadar, como prácticamente a cualquier chico con dos dedos de frente y televisión en casa. El recreo o las actividades extra escolares siempre me gustaban, incluso el kárate, aunque normalmente mis compañeros utilizaban el contexto para golpearme sin remordimiento o sin tener que reconocer que detrás de esos golpes había pura violencia. 

No me di cuenta de que había olvido la indumentaria de natación, sino hasta que llegamos a la escuela y entrábamos al deportivo donde estaba la piscina. Nos formaban a todos en una hilera, mochila al hombro, para llegar andando al deportivo. Pasaban lista a la velocidad de la luz y nos dejaban entrar a los vestidores para cambiarnos. Como no debíamos dejar la escuela al medio día, como el resto de los niños del país, muchos de los días en semana realizábamos las actividades extra escolares a primera hora de la mañana. Entré a los vestidores, como todos. Y cuando abrí la mochila me encontré sólo con el sándwich de jamón que mi madre me preparaba para comer en el recreo y los libros y libretas que iba a utilizar ese día. Me encogí de hombros, salí del vestidor para encontrarme con mi profesora y esperar una regañina. La encontré y recibí la regañina, para acto seguido sentarme en uno de los asientos de las gradas, desde donde podía contemplar la actividad de la piscina. Calculé que mi mañana iba a ser aburrida. Calculé mal.

Uno o dos minutos después de ocupar mi puesto llegó él. No sé cómo se llama. Sé que tiene un nombre, pero no consigo recordarlo. Era el chico más viejo de la clase, estaba repitiendo curso, lo que lo convertía en el perezoso que estaba allí por tonto. Era alto, casi calvo (le cortaban el cabello como a un militar), de piel muy blanca, ojos rasgados y semblante serio. Su cuerpo estaba cercano a la pubertad, o al menos se estiraba desesperadamente hacia ella. Era un chico solitario y sensible como yo, pero tenía fama de raro y eso bastaba, como en cualquier escuela, para rechazarlo. Casi nunca hablaba, cuando se sentó a mi lado supuse que tampoco hablaría esa mañana.

La clase de natación duraba dos horas, durante las que el grupo de niños obedecía la instrucción de un señor con cuerpo de haber ido a las olimpiadas, y nuestra profesora salía a fumar o charlar con las chicas que hacían la limpieza. Como era de esperar, no habían transcurrido ni quince minutos cuando él y yo ya corríamos libremente sobre las colchonetas del deportivo o brincábamos sobre los asientos de las gradas, sin temor a desbarrancharnos. A los veinte minutos se nos había terminado el deportivo y necesitábamos territorios nuevos para explorar, así que decidimos investigar cómo eran los vestidores cuando el grupo entero nadaba en la piscina. 

Entramos y comprobamos que el vestidor era igual de aburrido que siempre. Al fondo había unas duchas que a mí me daban miedo porque todos podían verte cuando te enjabonabas el cuerpo. Es curioso cómo algo que te daba miedo en la infancia, en la adultez puede parecerte idílico. No había manera de impedir que otros te vieran. Yo siempre volvía a casa oliendo a clarasol porque no me atrevía a ducharme allí. Los chicos siempre aprovechaban cuando yo tenía jabón en la cabeza para darme una nalgada, ponerme la zancadilla o pellizcarme los pezones.

Junto a las duchas había tres o cuatro escusados, éstos sí divididos por paredes falsas. Era todo muy aburrido. Entonces me di la vuelta y me dirigí a la salida, pero él me sujetó por un brazo y me dijo: «¿Jugamos?» Esa fue la primera vez que supe que una misma palabra podía tener significados  diametralmente distintos. 

Estábamos buscando el modo de hacer que aquellas horas fueran entretenidas, así que me pareció lógico aceptar su propuesta. Después de todo, aquel niño raro ya no parecía tan raro ahora que jugaba conmigo. Me dijo que saldría del vestidor, me pidió que yo me escondiera. Eso hicimos. Un instante después de que él se salió yo busqué absurdamente un sitio dónde esconderme, porque en esos vestidores no había manera, a no ser que me escondiera en uno de los retretes que tenían paredes falsas. Lógico, ¿no? A mí nada me pareció extraño hasta ese momento porque era un niño y estaba jugando en el sentido más literal de la palabra. Lo único que me pareció extraño fue que él tardara tanto en encontrarme cuando sólo había un sitio posible para esconderse en los vestidores. Ahora pienso que tal vez se sentía inseguro y se lo estaba pensando…

Mi ingenuidad me llevó a esperar allí, aunque no más de dos minutos. Lo escuché entrar y me subí sobre el retrete para que no pudiera verme los pies, realmente no sé qué esperaba que sucediera, porque el chiste de todo aquello estaba en que abriría la puerta y me encontraría montado en el retrete. Y eso pasó. Y reímos como tontos hasta que él entró a ese espacio reducido del retrete y me miró quieto y risueño, desde el suelo. Me sujetó por las piernas como si quisiera tirarme y yo quise hacer equilibro sujetándole los hombros. 

A diferencia del modo en que otros niños se comportaban conmigo, él no quería hacerme daño, él estaba jugando. Era brusco, pero no quería hacerme daño. Me hizo perder el equilibrio y no tuve más remedio que estirarme y ponerme tieso como una vara, hasta que terminé cayendo al suelo, de pie, aún entre sus brazos. Nos quedamos viendo cara a cara durante un instante y, sin más, me besó. Fue un beso breve y seco. Y al beso le continuó una carcajada.

Supongo que nos pusimos nerviosos porque instintivamente miramos el rededor, como si alguien pudiera vernos y nos acabáramos de dar cuenta de que no se lo habíamos impedido. Pero estábamos solos, completamente solos. Esto dio pie a que el juego se prolongara y de pronto los vestidores dejaron de ser aburridos. Mi recuerdo me trae a la cabeza una sensación parecida a la que tiene una persona cuando fuma por primera vez, o cuando ve porno por primera vez, sin importar la edad que tenga. Es placentero y culpíjueno.

Sabíamos que estaríamos solos un buen rato y con esa confianza permanecimos entre las paredes falsas del retrete. Ya no dijimos más, no hacía falta. Nos mirábamos y nos agarrábamos las manos con total naturalidad. Yo me sentía contento a pesar del miedo y él parecía compartir la emoción. Antes de que la clase de natación terminara averigüé lo que sentía la gente que se besaba en televisión. Me pareció muy lógico que besarse fuera una actividad que todo el mundo deseaba y con la que todo el mundo parecía sentir vergüenza.

Fueron tan graves las sensaciones que produjeron esos besos a lo largo de la mañana, que él y yo permanecimos borrachos de dopamina hasta antes del recreo. No estoy seguro de lo que sucedió entre tanto, lo que habremos hecho o dicho durante las clases, una vez que el grupo salió de la piscina y entramos al aula. Quizá la maestra nos aturdió con sumas y restas, quizá hicimos algunas planas de oraciones simples o compuestas. Puede que alguien se hiciera el gracioso y pusiera una tachuela en mi banca. No sé. Lo que sé es que ambos queríamos repetir. Y nos aseguramos de que así sucediera.

Durante el recreo descubrimos un recoveco al final de un pasillo-terraza, en la primera planta de uno de los edificios de la escuela. Estaba lleno de escritorios y sillas viejas, resguardados bajo la ramas del ficus gigante que invadía el patio de juegos. Era un sitio relativamente solo y lo suficientemente escondido como para servirnos. No me cuestioné por qué los demás podían darse besos a vista de todo el mundo. Y no es que mi escuela reventara de niños y niñas besucones, pero de haberlos, los había. Y yo me acababa de reconocer como uno de ellos, pero no me sentía libre de besarme con él detrás del ficus gigante, como todo el mundo, en una zona discreta pero al alcance de cualquiera. Allí, debajo de un montón de muebles viejos y llenos de polillas, él y yo volvimos a besarnos.

A cualquiera que le haya salido bien un plan dos veces, querrá hacerlo una tercera. Y por eso al llegar la tarde, durante esas horas previas a la comida y posteriores al estudio, él y yo escapamos del salón, como lo hacían muchos para ir al baño, tomar agua o ir a la enfermería. Nos encontramos en la puerta del baño de niños, donde sólo se respiraba aire de orín. Nos bastó una ráfaga para claudicar y nos quedamos allí de pie, como quien no sabe qué hacer aún sabiendo lo que quiere. Entonces él, que era quien llevaba la voz cantante, porque yo era solo una ola empujada por la mar de la sorpresa y el deseo, me señaló un escritorio que estaba en el mismo balcón-terraza de la primera planta en el que nos besamos durante el recreo. Y probablemente él sintió lo que Rodrigo de Triana al señalar las Indias desde el mástil. Era como si el descubrimiento de aquel escritorio nos hubiera salvado la vida. Sin pensar fuimos allí, a escondernos debajo.

Lo que no he contado es que en esa escuela había tres edificios: el antes mencionado y otros dos, de casi idéntico tamaño y forma en torno a un gran patio. Entre dos de aquellos edificios estaba el ficus gigante, en el tercer edificio yo tomaba clases junto a muchos otros grupos. Mi edificio estaba justo enfrente de aquel que tenía el escritorio bajo el que él y yo fuimos a escondernos para dar rienda suelta al deseo de besarnos. Porque esa era nuestra necesidad: dejar que nuestros labios se jugaran torpemente, nada más. Estuvimos bajo ese escritorio quizá durante un par de minutos, besándonos como si no hubiera un mañana. Esos minutos a mí me parecieron horas, un tiempo durante el que todo se suspendió. Tengo el recuerdo de aquellos besos como un instante insonoro y bien iluminado. Un instante que se encapsuló en mi cabeza como esas pequeñas ciudades o monumentos que viven dentro de burbujas de agua con brillantina. Un recuerdo que me empeñé en recuperar pues, contrario a lo que ahora parece, olvidé durante muchos años de mi vida; exactamente desde esa tarde y hasta que cumplí diecinueve o veinte años, una tarde en que nadaba en una piscina que habían abierto en mi barrio, pensando en lo que un colega de universidad me preguntó al medio día: «¿Cuándo te echaste el primer caldo?». A partir de ese medio día, víspera al día del orgullo gay, me propuse volver a los años de infancia que se habían borrado de mi mente, para extraer de mi memoria unos hechos de los que apenas quedaban emociones. ¿Cómo puede ser que un recuerdo, ahora tan intenso y claro, pudiera borrarse de mi mente durante tantos años?, podría preguntarse alguien. Pues bien, la causa está en lo que pasó después de esos besos, quiero concluir, pues no encuentro motivos distintos… Nos estábamos besando cuando unos gritos infantiles, incrédulos y desesperados rompieron mi burbuja de agua con brillantina.

La dopamina y la estupidez nos hicieron olvidar que no éramos invisibles, que del otro lado del patio estaba el edificio donde tomábamos clases, con sus salones de amplios ventanales rellenos de inquina infantil y juvenil. De un momento a otro esos gritos me sacaron de allí, tan rápido y con tanta fuerza que no pude volver durante años. A pesar de mi sorpresa y del pánico que le acompañaba miré hacia aquel edificio contiguo, vi las caras de mis compañeros y compañeras de clase, literalmente pegadas al cristal, unas contra otras. Y en la puerta del salón: la señorita Gaby, una dulce joven a la que le hacían falta unos años para ser adulta, pero que estaba perfectamente cualificada para ser la niñera de cuarenta niños durante cuatro horas diarias. Todos nos miraban desde allí con el mismo estupor que nosotros les mirábamos a ellos.

Él y yo abandonamos el escritorio, corrimos como si tuviéramos la certeza de que al bajar las escaleras que dirigían al patio se abriría un hueco en alguna pared para escapar hacia Dios sabe dónde. No sé lo que pasó con él. Quiero decir, no sé lo que le habrán dicho o a dónde se lo llevaron, pero a la señorita Gaby no le faltó tiempo para arrastrarlo por un brazo hasta desaparecerlo, dejándome solo en medio del patio, bajo las burlas de mis compañeros que ahora no se amontonaban detrás de las ventanas, sino me señalaban desde las alturas, detenidos apenas por  un brandal, con ganas de alargar sus brazos y sus dedos hasta la punta de mi nariz. Me quedé allí paralizado hasta que la señorita Gaby volvió y me llevó a un aula vacía, donde comenzó el proceso de borrado.

Me he esforzado en recordar alguna cosa más sobre él, porque después de esa tarde seguimos estudiando en la misma escuela, incluso en el mismo salón. Pero es que todo fue tan extraordinariamente normal después de esa tarde, que volvió a ser un chico raro al que nadie dirigía la palabra. Lo raro habría sido que yo rompiera esa normalidad. Y así lo hice. Supongo que mi indiferencia no hizo más que confirmar lo seguro que me había quedado, después de la conversación que tuvo conmigo la señorita Gaby aquella tarde.

No sé lo que me preguntó, no sé cuánto hablamos sobre el tema. Sólo recuerdo que la charla estuvo cubierta por la incertidumbre. No me estaba regañando, pero tampoco parecía estar conforme. Era como un regaño normal. Yo, al margen, sabía que algo no estaba bien. Él y yo lo sabíamos, de lo contrario no nos hubiéramos ocultado. El caso es que me tuvo allí, bajo interrogatorio hasta que mi madre fue a recogerme a la escuela, cerca de las cuatro de la tarde. Era bastante normal que aún saliendo a las tres, mi mamá no pudiera recogernos antes. Y también era normal que las señoritas, las profesoras, incluso la directora o la psicóloga del colegio hablaran durante horas con un solo alumno. Mi escuela era ese tipo de escuela en la que parece que el personal se interesa por los alumnos y hace bien su trabajo… También es verdad que eran otros tiempos.

Vi a mi madre entrar a la escuela desde el aula en la que yo me encontraba con la señorita Gaby, entonces ella salió del aula y me pidió que me quedara allí hasta que mi madre entrara a recogerme. No tardó nada en volver, no tengo la menor idea de lo que hizo durante esos minutos: no más de dos. Y volvió a donde yo me encontraba, invadida por una especie de paz que se contradecía, porque su estado de ánimo había sido parecido al de una mosca atolondrada. Y me dijo, y esto es lo único que conseguí recordar de nuestra conversación con más o menos fortuna: «Esto es importante. Tú y yo sabemos lo que ha sucedido. No estuvo bien. Pero no pasa nada, ¿verdad? Te propongo una cosa. Tu mamá está viniendo hacia aquí. Podría decírselo todo, pero tú no quieres eso. Si tú me prometes no decir nada de esto a nadie, yo te prometo no decirlo tampoco. ¿Qué te parece?» Y acepté.

No sé lo que hice el resto de la tarde en casa, probablemente alguna tarea, ver un capítulo nuevo de los Power Rangers o María la del barrio. El día siguiente era viernes y teníamos clase de artes plásticas, así que preparé la maleta con los materiales que íbamos a necesitar, cené junto a mi hermano y me fui a dormir. Volví a casa convencido de que nada malo pasaría, tenía la palabra de la señorita Gaby, que se había tomado la molestia de hablar conmigo y finalmente concluir que nada pasaba, que nada había sucedido ni tenía que suceder. Y así fue.

Mi madre nunca tocó el tema conmigo. Y aunque podría hacerlo no sé si querría reconocer algo de esto. Tampoco hace falta ya. Y al día siguiente ninguno de mis compañeros dijo una sola palabra sobre lo que había sucedido el día anterior, aunque a partir de entonces me miraron de otra forma. La única diferencia era que las tachuelas se convirtieron en agujas y los pellizcos en empujones directos que me hicieron estrellar contra el suelo a menudo, nada que no pudiera soportar, nada que fuera extraño en las circunstancias de alguien como yo, en una escuela como esa. 

Volví a sentarme junto a la niñas con las que generalmente me llevaba bien y no me sentía un tan diferente, procuré sentirme tan normal como pude y no di más importancia a los hechos. Seguí sin jugar al fútbol y no volví a faltar a una clase de natación. Él siguió siendo raro y silencioso, alto y casi calvo. No recuerdo haber vuelto a hablar con él, sólo recuerdo que alguna vez mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí al circo y allí estaba él, sentado junto a su familia, dispuesto a ver la función del circo en total normalidad. El ambiente, en general, fue tranquilo y complaciente, a tal grado que no volví a sentir lo que sentí ese día bajo el escritorio, durante al menos nueve años.

Con este nuevo cuento autobiográfico conmemoro el Día del Orgullo LGBTI de 2018. 🏳️‍🌈
Me gustaría anotar que empecé a escribir este cuento después de haber escrito dos más, en torno a mi infancia y el descubrimiento de mi homosexualidad.
Sin tener relación alguna con la obra de Jane Austen, desde que empecé a escribir pensé que todos estos textos podían agruparse bajo el título Orgullo y prejuicios, porque de algún modo a través de ellos pongo de manifiesto que detrás de mi actual orgullo gay hubo un sinfín de prejuicios que, de un modo inconsciente (como posiblemente sucedió a otros como yo), legitimaban la homofobia y el comportamiento heteronormativo y heteropatriarcal que me hacía daño. Intento decir que, sin darme cuenta, yo legitimaba la homofobia de los demás, algo que parece increíble, pero que aún hoy sigue haciendo mucha gente sin darse cuenta, y contra lo que hay que luchar a través de la toma de consciencia.
He aquí este primer ejercicio de memoria que, quien sabe, quizá termine formando parte de un proyecto más amplio.

2 Comentarios

·

Deja un comentario

    • Gracias, tía. Confío en que mi ejemplo ayudará a otras personas a quererse y respetarse, para que también puedan querer y respetar a otros. Saludos.

Deja un comentario