

Mamá:
Mañana doce de diciembre (escribo esto antes de que llegue la media noche) hará una semana que ya no estás. Sigo sin saber cómo soy capaz de mantenerme en pie, despertar día tras día, comer, dormir, respirar. Los primeros días, la sola idea de mirarte en alguna foto, ver nuestro chat en WhatsApp o encontrarme con alguno de tus retratos en las librerías del piso, me producía rechazo. Ahora estoy obsesionado con guardar todo lo que me queda de ti. He dedicado gran parte de la tarde a copiar en la nube todos los audios que me has enviado durante los últimos años. Llegué a marzo del 2019; quizá lo que me he propuesto hacer me va a llevar tiempo, pero no importa.
Hace más de doce años que dejé México, desde entonces, a excepción de los meses del 2012 y del 2014 que estuve allí, y de aquel noviembre mágico de 2017 en que papá y tú vinieron por primera vez a visitarme, el resto del tiempo he mantenido contigo una relación exclusivamente digital. Mi historia contigo a lo largo de más de una década, no sabes cuánto me pesa reconocerlo, se ha tejido a la distancia… Pero necesito poder sentarme un día, ponerle play al teléfono y dejar que tus mensajes se reproduzcan de manera aleatoria, aunque siempre me digas lo mismo, aunque estén descontextualizados, aunque me los hayas enviado por error. Creo que si puedo hacer eso encontraré algo de consuelo, te encontraré en la palma de la mano, tal y como ha sucedido durante los últimos doce años de mi vida.
Anoche estuve inquieto. No recuerdo haberme sentido así nunca. Me preocupé muchísimo por mi hermano, por mi papá. Te extrañan, obviamente. No saben vivir sin ti. Y no es que yo lo sepa. Nunca lo sabré, pero el cuerpo se me hizo a tenerte lejos y quizá eso me tenga, lo equivalente a una milésima parte de un átomo, menos agobiado que ellos. Ya conoces a papá. Se hace el fuerte. ¿No decías que se había vuelto chillón? ¿Que lloraba a la menor provocación? Pues resulta que le ha vuelto la vena de la roca indestructible, cuando en el fondo es quien más roto está de los tres, aunque le cueste reconocerlo.
Me inquieté porque estuve hablando con mi hermano. Y ya sabes que no se puede hablar con él sin inquietarse. No te puedo contar lo que hablamos, porque son cosas nuestras. Él sabe que puede confiar en mí, tal y como confió en ti, aunque nunca antes se hubiera apoyado en mí de ese modo. Creo que me ha puesto a prueba. Me ha prohibido categóricamente que hable con papá de lo que él necesite confiarme, como si fuera capaz de traicionar a mi propio hermano… Así estamos, mami, como erizos radioactivos, como gatos famélicos y amenazados ante las luces de un trailer de carga, en medio de una carretera oscura.
Nos hemos dado cuenta, muy muy pronto, de que eres absolutamente irremplazable. De que el papel que desempeñabas en nuestra familia nuclear, no lo ha desempeñado ninguno de los tres en la puta vida. Hemos sido absolutamente dependientes de tu amor, de tu empatía, de tu capacidad infinita para ocuparte de nosotros, a pesar de que eso implicara que te desatendieras a ti. ¡Qué injustos hemos sido! Pudiendo contar más entre todos, nos hemos acomodado entre tus pechugas y allí nos quedamos. ¿Para qué cambiar? ¿Qué necesidad había de que las cosas entre papá, Nano y yo fueran diferentes? Para eso estabas tú, que con una mirada, con una mueca, con una carcajada, una retahíla de quejas, sermones o consejos, ponías remedio a todo y a todos nos situabas en un pestañeo.
No dormí tranquilo. No sólo porque te haya perdido hace una semana, también porque de pronto me sentí en la necesidad, ¿en la obligación? De encontrar solución a las dificultades de comunicación que hemos empezado a tener desde tu partida. Quiero decir, que mi papá y Nano han empezado a tener… No meto las manos al fuego por mí, pero creo que de momento me salvo por los pelos y sigo teniendo, no sé cómo, la capacidad para expresarme sin dejar de lado los sentimientos de los demás, así como los míos.
Sé que es demasiado pronto, no te hemos llorado lo suficiente, cualquier tontería que se diga en estos momentos hay que dejarla correr, como el agua de un grifo averiado. Pero a pesar de que lo sé, hice algo que habrías hecho tú: buscar solución a los problemas de la familia, ignorando los míos. ¡Como si yo pudiera resolverlos! Y ahí me tienes, hablando con mengana, leyendo y subrayando papeles, asegurándome de proporcionar, con lujo de detalle, datos que luego se quedan perdidos entre un cúmulo de mensajes en el grupo de WhatsApp que inauguré, uno en el que ya no estás. Y no es que pasen de mí. No. Papá y Nano me lo agradecen porque realmente hemos perdido la cabeza, tenemos el juicio nublado; no sabemos ni a dónde mirar. El caso es que, haciendo todo esto descubrí, sin querer, que estaba intentando realizar tus funciones. ¿Llenar el hueco enorme que has dejado vacío? Hacer lo imposible: apaciguar a los Pintor. Qué ingenuo, ¿verdad? ¡Si no soy capaz de sosegarme a mí!
Me he sorprendido comportándome de la misma forma en que tú lo hacías conmigo: «¿Dónde andas? ¿Qué haces? ¿Por qué no me contestas? Te echo de menos. Dime al menos que estás bien. No te quiero importunar, pero soy tu madre y necesito saber que todo está bien.» «¿Ya leyeron mis mensajes? ¿Ya vieron a qué oficina hay que ir, con quién deben hablar? ¿Ya comieron? ¿Ya cenaron?» Sólo me falta preguntar si también cagan, ya nomás por curiosidad, porque yo ni de eso soy capaz.
Así me dieron casi las seis de la mañana, dándole vueltas a la cabeza, preguntándome qué fragmentos del manual para superar el duelo que me regaló Jesús podrían ayudar a esos dos neuróticos a serenarse y a dejarse sentir el dolor de tu ausencia, sin límites ni cortafuegos. Figúrate, madre, en lugar de ocuparme de mi propio duelo, pretendía ayudar a mi papá y a mi hermano a que se ocupen del suyo, como si eso fuera posible.
Quizá por eso hoy fui categórico con Jesús, después del almuerzo: «No, cariño. Yo no quiero salir a andar, ni que me de el sol, ni encargarme de hacer trámites, ni hacer la compra o cualquiera de esas cosas. Aunque debo hacerlas en algún momento, lo único que quiero, lo único que realmente me importa hacer ahora es sentarme en uno de los orejeros del salón y llorar, leer, escuchar la voz grabada de mi madre, ver sus fotos y lamerme las heridas». Soy la Ciudad de México después del terremoto de 1985, soy Nueva York después del 11S, soy Hiroshima y Nagasaki, Chernóbil, Las Palmas de Gran Canaria bajo el magma ardiente, soy el Golfo de México antes de haberse llenado con el agua del mar, justo en el momento en el que un asteroide le cayó encima y extinguió a los dinosaurios, soy Fukushima post tsunami, Europa tras la peste negra, la Cathédrale Notre-Dame carbonizada, la isla que el Krakatoa derritió, el Titanic partido en dos, toda la tierra pisada por Hittler y el resto de las catástrofes mundiales y galácticas que aún no acontecen.
Como recordarás, si es que en tu estado aún se puede recordar algo de esta vida terrena, voy al psicólogo desde hace meses. Durante la última sesión descubrí que me cuesta soltar la rabia que llevo dentro, el profundo encabronamiento que siento porque te has esfumado como el humo de un cigarrillo. Raúl, como se llama mi psicólogo, (¿te llegué a decir en vida cuán irónico me resulta que mi psicólogo se llame como mi exmarido?) me puso un cojín enorme entre las piernas y me recordó que la terapia es un lugar seguro y que si quería, podía taparme la cara con el cojín y explotar. «Es necesario que la saques, porque si no saldrá tarde o temprano produciéndote otro tipo de daño fisiológico.» No sé si usó esas palabras o me las estoy inventando… él es más bien cercano, tierno y sencillo en su forma de abordar cada cuestión… Fui incapaz de hacer lo que me pedía. Así que me ayudó a entender qué necesitaba para conseguirlo: estar solo. Por eso, después de haber sido tan descaradamente categórico con Jesús esta tarde (y luego sentirme culpable por ello), él, que ya conocía mi necesidad (ahora tenemos una comunicación bien bonita), salió a darse un largo paseo, de esos que tanto le gustan.
Me quedé solito, pues. Agarré el libro de Joan Didion (El año del pensamiento mágico, LRH, 2019) que me acaba de llegar por Amazon, me eché la mantita azul que mi papá se quedó de su vuelo a Israel y, que según el mensaje que tiene bordado, aún es PROPERTY OF KLM ROYAL DUTCH AIRLINES y me dispuse a lamerme las heridas. ¡Ah! Pero no te he contado lo que pasó anoche, mientras intentaba encontrar la solución a los problemas de comunicación entre papá y el enano; en una interesante combinación de causalidades, después de lo que descubrí en terapia y queriendo hacer lo que sólo tú podías, entendí por dónde he de andar para acercarme a ti, para no sentir que te alejas, para no sentirme absurdo y torpe repitiendo los mismos errores que llevo cometiendo a lo largo de mi vida, supe qué podría hacer por mi propio duelo, en lugar de intentar ocuparme del dolor de mi dos entrañables neuras. El tanatólogo al que leo, dice:
«Por desgracia el número de muertes durante la pandemia ha sido brutal [yo añadiría que lo sigue siendo] y las despedidas a nuestros seres queridos han quedado en pausa social. El proceso de duelo requiere del apoyo y sostén de la tribu. Dicho arrope ha quedado dificultado de forma presencial, y nos hemos adaptado a la tecnología para transmitir nuestro pésame. Además, en ocasiones parece que la estadística del virus ha eclipsado el nombre concreto de la persona fallecida. No ayuda el meter a todos los muertos por el virus en el mismo saco. Las familias necesitan dolerse dignamente y, para reconocer a su familiar, es necesario hacer su relato y no contabilizarlo como una víctima más de la pandemia. Es tiempo de hacer narrativas y relatos de las vidas de nuestros seres queridos que fallecen. Necesitamos crear una visión humana de la muerte personal en cada uno de los casos. Contarnos la historia que hemos tenido con nuestro difunto, porque así resucitamos la relación vivida juntos. […] La muerte no puede negarnos la capacidad simbólica de despedir dignamente a nuestro ser querido.»
Cómo superar el duelo. Hablar de la muerte nos acerca a la vida
Patxi Izaguirre (Almuzara, 2021)
¡Paréntesis! Acabo de darme cuenta de una cosa: la primera jodida edición de este libro que ha llegado a mis manos es de noviembre de este mismo año. Cualquiera diría que es todo parte de EL PLAN, ya sabes a lo que me refiero. O ¿es sólo otra línea causal que se entronca de un modo curioso?, sabrá Dios…

Allí, sentado en el orejero, viendo de reojo el altarcito que Jesús te montó en la mesita del salón y que no ha dejado de arder desde que supimos que tu oxigenación se desplomaba, apenas iluminado por los últimos rayos del sol de la tarde, abrazado al libro de Didion y con el móvil entre las manos, como a la espera de que en cualquier momento saltara uno de tus mensajes de mamá preocupona, me eché a llorar muy a gusto.
El llano fluyó primero de manera suave. Las lágrimas se deslizaron lentamente por mis mejillas y humedecieron el cuello de mi camisa. Después pensé: venga, esto es lo que necesitabas, rómpete, tírate al abismo, patalea, destrúyelo todo si hace falta. Tienes el móvil entre las manos: ¡estréllalo contra el suelo! A tu derecha está la botella del agua que no te decides a beber, aviéntala contra la pantalla del televisor. Levántate y de un manotazo tira al suelo las veladoras, la Biblia, la representación fotográfica de tu madre que no es ni será nunca tu madre. ¡Salta sobre todo aquello hasta hacerlo añicos, que el fuego de las velas te alcance y te hiera; arráncate un trozo de cachete con las uñas! ¡Algo, coño!
Pero ya sabes qué fue lo que pasó. Saqué otro pañuelo desechable, me limpié la nariz y contuve las lágrimas… ¡Otra vez!
De pronto me escribió Daniela por WhatsApp preguntándome por uno de tus anillos. No sé cuándo se hizo una foto con uno de tus anillos puesto. ¡Señora de los anillos! Se lo quiere tatuar y me preguntó si tenía alguna foto en la que pudiera apreciarse mejor la forma de aquella bisutería que tanto te gustaba. Le contesté que no, le aseguré que le enviaría algunas fotos en cuanto tuviera acceso a tu joyero y le compartí la idea que empecé a rumiar hace dos días: «Yo también me quiero tatuar —le dije—, pero el nombre de mi madre. He mirado tipografías —expliqué—; hace años me planteo tatuarme pero siempre pienso: ¿de verdad querré tener eso marcado sobre mi piel para siempre? Ahora lo tengo clarísimo.»
Y me pregunta: “¿Tienes alguna carta escrita a mano por tu mamá? ¿Su firma?” Se me vino a la cabeza el postit verde que adheriste a una botella de tu perfume y guardaste en el armario de mi cuarto de baño, a primeros de diciembre del 2017, justo antes de volver a México junto a papá.
Me levanté del orejero, solté el libro, se me resbaló la manta de los hombros y me apresuré hasta el baño, abrí la puerta del armario donde atesoro ese perfume, le hice una foto y se la envié. Dejé de mirar el teléfono unos segundos mientras volvía hacia el salón, dispuesto a sentarme de nuevo, pero antes de terminar de atravesar el pasillo leí la respuesta de Daniela:
«Es perfecto —se alegró—. Podrías tatuarte eso, con la misma letra.» Y me rompí. Grité de un modo en el que no había gritado nunca, algo en mi interior se desgarró (¿mi corazón?) y me partí en dos. Sentí una grieta ardiente atravesándome el cuerpo entero, mis gritos fueron tan fuertes que los cristales del salón retumbaron. Me doblé, dejé de ver la pantalla del teléfono e intenté sostenerme en pie, pero no pude. Me arrastré a gritos hasta la cama y allí, ya entregado al dolor y al grito desgarrado que probablemente alertó a los vecinos, te recordé cantar y mordí las mantas de la cama, hasta que el llanto adelgazó lentamente.
Escribir te puede salvar, pensé.
Quizá hay un modo en el que puedo atravesar todo esto, aunque tengo serias dudas, no conozco otra vía, otro camino u otra alternativa. No puedo aliviar el dolor de papá ni el dolor de mi hermano. No sé siquiera si podré aliviar el mío. Quizá no lo consiga, pero lo intentaré. Y quién sabe, tal vez así me adentre, sin querer, en los corazones neuróticos de mi padre y de mi hermano. No lo pretendo, pero quién quita, ¿verdad?, quizá si me ayudo también los ayudo a ellos, ¿no? ¿Cómo la ves?
Tu pollito.
Pd. Me caga Zoom. Trabajo con este programa desde hace años, incluso antes de que llegara la pandemia. Antes de tu partida lo amaba, ahora lo odio. Hoy, mientras rezábamos el rosario de tu novenario, me quedé hipnotizado por los destellos de las veladoras que rodean la cruz de cal y flores que yace a los pies de tus cenizas. No sé si podré reconciliarme con Zoom o con las pantallas alguna vez, cosa que me resulta dificilísima si consideramos que el mundo, desde marzo del 2019, se vive esencialmente a través de una pantalla.
❤️❤️❤️
Te amo, mi amorcito. ♥️ ❤️❤️