La cita

Hoy, a diferencia de otros días en que me dedico a las páginas de un libro o las remembranzas de mi mal de amor, mientras bebo café, entrevistaré a un gran maestro. El jefe indicó la semana pasada, lee Primero lo pobres y hablas con Ortiz, quiero la entrevista en mi escritorio el siete de mayo, a primera hora.

Estoy en Jekemir sobre la calle de Bolívar, es una cafetería encantadora, mí cafetería: sencilla, relativamente pequeña… despide un fuerte aroma, sirven buen café.

La charla se adornará con el atardecer, mientras el sol caiga del cielo y sus rayos cenitales nos inunden. Lugar imperfecto para una charla igual de imperfecta.

A pesar de tener presente la obra, no sé por dónde empezar la conversación. Me impone la idea de tenerle frente, todo culto, engreído; esa impresión me deja su escritura.

Lo espero… ¡Qué tipo irreverente!, igual le da escribir en primera, segunda o tercera persona…

Tal vez inicie hablando de la cruda descripción que hace del México actual, o, probablemente lo cuestione sobre el significado que le otorga a las fronteras. Aún no sé… con tan desmesurada muestra de erudición no hay por donde llegarle.

En la entrada de la cafetería, un pordiosero derrumbado pide limosnas, lleno de mugre, pestilente, con la mano extendida al cielo y la cabeza agachada, entre las piernas; viste de negro o esa impresión da… ¿No encontró mejor lugar?, pienso sin considerar mucho el mensaje justiciero de mi última lectura, aquella por la que estoy aquí…

Hecho un vistazo al derredor, mi mesa cojea, hay poca gente, Federico está sentado en la mesa de enfrente, espera… Una mueca inconforme se dibuja en mi rostro, ¿cuándo llego?, ¿ya estaba aquí? Qué importa… Me acerco. Llama mi atención otro detalle, un parpadeo me otorga el beneficio de la duda. Federico apareció y desapareció de la mesa, debo estar loco. El rubor en mis mejillas no esconde la vergüenza… llegó con tiempo suficiente para ordenar, acaricia el borde de una taza.

-Lamento la tardanza -me siento cuando Miguel, el mesero de siempre, pone sobre la mesa una taza de café americano, el de siempre… así inauguro normalmente la mesa. Agradezco y pregunto por qué trajo sólo una taza.

-Yo no tomaré café, por favor de pie a la entrevista  -Federico dice sereno, sin ánimos de ofender.

Miguel me mira un instante y sonríe extrañado, ¿le retiro el servicio, joven?, pregunta divertido. Lo miro con ojos de ¡no seas inoportuno!, se va.

Tal vez Federico esté molesto, no pretendo ahondar en ello, no sin antes poner su libro sobre la mesa, abierto por la mitad. Tal vez nuestras palabras funjan como mediadoras, intercalen nuestros humores, sus humores y, se disuelva el enojo. Empiezo:

-Una sola cita de su obra será insuficiente para desatar la conversación, con algunas de ellas abordaré aspectos en los que, sin duda alguna, sus lectores querrían profundizar más…

Empuño la pluma, saco un bloc de notas amarillo…

-No pienso profundizar, si te parece bien seré concreto y, por favor, dejemos los formalismos, háblame te tú.

Al parecer, Ortiz sólo cumple un compromiso, delinea una breve sonrisa y cede la palabra. Sin ánimos de insistir, continúo:

-Hablas en tu libro de la frontera entre México y Estados Unidos, la utilizas como pretexto para referirle sentidos más abstractos…

Interrumpe mis palabras:

-Es la frontera, filo de la navaja de nuestra existencia, el lugar en que debemos situarnos para elegir hacia dónde encaminarnos y qué sentido darle a nuestra vida, sin embargo, en el ejercicio de nuestras emociones no hay fronteras, pertenecemos a una misma patria. El texto de nuestras vidas es el mismo, lo que difiere es la lectura.

Acomoda su silla y mira directamente el libro en mis manos.

-¿Ayudará tu obra a encaminar el sentido de la vida de algún mexicano?

-La ausencia del libro es la causa del mal que invade y arruina a México…, la lectura es la mejor forma de combatir la soledad y la desesperación, porque se convierte en una conversación con uno mismo y con quienes conocen la vida: los muertos.

-Entonces, concibes al mexicano deprimido y desesperado, carente de sentido de sí mismo, ¿qué podemos hacer, nosotros los mexicanos mortales, para entender nuestra propia lógica? -giro el sentido de mis preguntas en vista de su respuesta ególatra.

-Me he dado cuenta que en México la salvación es individual, es decir, la conciencia personal es lo único que previene al mexicano de seguir cayendo en un mundo depravado, en el universo del mal… La gente cree en lo que quiere creer y ve lo que saber ver.

-¿Tu libro ayudaría o beneficiaría la conciencia del mexicano?

-Si algún bien he hecho en toda mi vida, me arrepiento desde lo más profundo de mi alma -termina la frase, sórdido y sarcástico, hace una breve pausa y sonríe.

-Miguelito Reyna, es uno de los personajes más representativos en la obra, parodia o reflejo de Andrés Manuel López Obrador, una figura política sobresaliente en nuestro país hasta no hace mucho…

-En un país paupérrimo, tener dinero significa la salvación del cuerpo y del alma, por ello todos luchan entre sí y se matan por tenerlo: la riqueza hace la diferencia. México es un país ayuno de justicia y cualquiera que la ofrezca tendrá éxito.

-Piensas que López Obrador actúa desde su plataforma política de la misma manera?

-La mentira más frecuente y aceptable es la que nos repetimos a nosotros mismos, y es aquí donde se inserta el poder de las ideologías.

Sin lugar a réplicas, más bien por su actitud fúnebre y concluyente, paso a otra pregunta. Miro sorprendido alrededor, algunos observan la escena con detenimiento; en sus rostros, una extraña expresión me pone nervioso.

-¿En qué medida consideras tu obra un trabajo autobiográfico?

-Quien escribe se escribe, no sólo enviándose misivas, producto de su reflexión, sino delineando, con cada letra, su alma. En la obra está escrita la historia de cada hombre, puesto que se escribe a sí misma y quien la lee, se lee.

Intento descifrar la causa de aquellas miradas inquisidoras y no puedo. Insolente y, trastabillando por la entrevista inconstante, pido disculpas y me retiro al sanitario. Todas las miradas siguen mi andar, como preguntándose algo retórico. En el espejo del baño mi rostro está pálido, deslumbrado por el atardecer, supongo. Permanezco un segundo de pie frente al lavabo, respiro profundo para calmar una estúpida sensación de incertidumbre. De vuelta a la mesa, las miradas de los comensales todavía me siguen. Procuro ignorarlas y volteo en dirección a donde habría de estar mi interlocutor, veo… abro bien los ojos, no está. ¿Se fue? ¡No debí pararme al baño! Insolente, caprichoso, divo. ¿Quién se cree? Cambia mi semblante a un rojo enfurecido, ya no sé si es por las miradas inquisidoras.

Tomo asiento y llamo a Miguel, él sabrá decirme lo que ha sido de Federico.

-Dígame, joven. ¿Otro cafecito? -pregunta el mesero.

-No, dime a dónde se fue el hombre con quien estaba.

Miguel me mira desconcertado, intenta articular palabra…

-Joven, mmm, con todo respeto, usted no estaba con nadie, ha estado hablando solo, ¿se siente bien, no quiere un vasito de agua?

Sonrió burlón el estúpido.

-¿Cómo? ¿Qué no me viste? Hace unos instantes lo dejé mientras iba al baño y…

-No, usted llegó solo, pensé que vendría por el americano de siempre, por eso lo serví sin una orden. Si eso le molestó, ruego me discul…

-Déjalo ya, no me molesta, ¿cómo crees? Seguro ni viste a Federico, tráeme la cuenta por favor.

Doy un golpe de coraje sobre la mesa y una cucharita vibra temerosa. Miro sobre el libro abierto una cita subrayada, acompañada de una nota al margen. La cita dice “Estar enamorado es un caer en el otro o en la otra y, por lo tanto, es un olvido de Dios; por eso el demonio se vale del deseo para apoderarse de hombres y mujeres, pues el bien y el mal están dentro de la persona, no fuera de ella”. Y la nota al margen, firmada por Ortiz anuncia: “No olvides a Dios y mira lo bueno de tu propia persona para hacer el bien”.

Salgo inundado de coraje después de pagar la cuenta y, el soberbio sol me guiña un ojo. En ese preciso instante escucho una voz que me grita, “¡Pinche Dios, te olvidaste de nosotros, parece como si el diablo nos hubiera manoseado!Reconozco el tono, casi la página de la novela en dónde hallaría tal texto; tropiezo con un breve desnivel en el suelo, me obliga a ver hacia abajo. En lugar del pordiosero está Federico, con la misma apariencia, pestilencia y vestimenta; con otro rostro, el rostro de Ortiz Quezada.

Camino unos pasos en dirección a ninguna parte, muerto de miedo, con la mirada perdida. Veo luego la portada del libro que llevo entre las manos, el libro de quien juro estaba conmigo: Primero los pobres, firmado por otro, ¿o el mismo?

23Jun07