Otra carta para nunca enviar

Gustavo:

Ahora que deja de dolerme tu silencio y aprendo a callar, te siento con mayor intensidad. Ayer, como nunca, me adentré en tu mundo, ¡qué felicidad! Volvimos a hacer el amor… te percibí más entregado, escondías menos lo brillante de tu alma: tus movimientos sublimes y deliciosos me dejaron, otra vez, satisfecho, pleno. ¡Ay, papi! Degusté embriagado el temblor de tu pelvis atrabancada.

“Quiero tomar el curso completo”, me dijiste, “pero quiero entenderlo, digerirlo, disfrutarlo”. Una sonrisa me llenó el rostro, mi corazón respiró, se infló contento, le salieron ojos y extremidades, raspó -lo sé porque lo sentí latir impertinente- las capas de mi pecho para intentar atravesarme, salir, mirarte y tal vez tocarte.

Siguió intolerable toda la noche: tum-tum, tum-tum… Por eso ahora fallezco de sueño. La noche de anoche, que debía ser entera, la más hermosa por primera, juntos y exhaustos en la misma cama, no fue sino el purgatorio de mi devoción por tí.

Me sentí como la Bridget Jones en la última de sus historias: realizada, felicísima, mirándote dormir, huérfana, hostigosa, sonriente. La certeza de tus ronquidos pausados calmó mi temor porque despertaras y ordenaras categóricamente, sin abrir los ojos, por pura intuición: ¡deja de mirarme dormir con esos ojos de perro abandonado!

Y yo con tantas ganas de soltarme al tiempo oscuro, con tanto cansancio, sólo dormité. Necesito practicar mi estabilidad emocional cuando te tenga cerca, me haces cachitos los nervios. Debo irme ahora, a trabajar un rato para olvidar el peso insoportable de mis párpados. ¿Habrás llegado a tiempo a tus labores en la biblioteca? ¿Te sentirás menos resfriado?

Israel.

Sep08