Puedo equivocarme, y hacerlo gravemente. Pero poco suelo hacerlo en estos casos…

Gustavo:

Nuestros primeros dos encuentros me han resultado amenos, interesantes. Sin duda, quiero repetirlos al menos cien veces. Me agradan tus conversaciones, aunque debo decirte cuán hermético pareces de vez en vez: por momentos me siento detenido, cuestionado apenas por lo entre abierto de tus ojos y lo apretado de tus labios.

Escribo estas líneas para intentar consentirte, apapacharte aunque sea un poquito. Lo inconsistente de nuestros últimos mensajes telefónicos, probablemente nos haya dejado más dudas y resentimientos que alegrías y, esas ¿asperezas? no me gusta sentirlas.

Te imagino en casa, tendiendo la cama, robando espacio al aire frente a tu computadora. Me atormenta la idea de no estar ahí para ser un mueble más y contemplarte en silencio.

Pero no, no me complace la imaginación. Paso el día entero pensando en ti, aunque no agarre el teléfono y marque desesperado para escucharte. Tal vez porque intuyo lo poco que dirás, no sé. Más seguro, sí, de nuestros acuerdos previos, aquellos donde al intentar planear un nuevo encuentro, resaltan las imposibilidades, descarto la idea de llamarte y suelto el teléfono.

Y no quedo tranquilo, en verdad. Guardo una zozobra picosa en el pecho, porque quisiera verte todo el tiempo, escucharte, saborearte, olerte.

Sin embargo, atiendo los buenos entendidos, los dichos claros. Quedamos en ver luego una posibilidad para encontrarnos; me resigno entonces al «luego». Me desconcierta, por supuesto, un cambio abrupto en los entendidos.

Ayer, al llegar a casa y leer tu último mensaje en mi celular, aquél en el que decías imaginarme molesto por un reproche tuyo sobre mi incapacidad para buscarte a lo largo del día, más allá de cansarme, sentí emoción. Sí, la sentí en todo el cuerpo. ¿Puedes deducir por qué la he sentido? Tus mensajes casi crípticos en el celular me hacen pensar muchas cosas. Una de ellas, que tienes las mismas ganas que yo por tirarnos en la cama y perdernos en la tibieza de las sábanas toda una tarde lluviosa, como la de ayer. Puedo equivocarme, y hacerlo gravemente. Pero poco suelo hacerlo en estos casos.

La otra noche, cuando me pedías al teléfono retomar el tono erótico de mis palabras, resentí lo pedante que fui al cortarte los efectos secundarios; quise ser tu colchón y sentirte boca a bajo crecer descontroladamente. Me halagó tu erección.

¡Temo el destino irremediable del sexo sin amor!

En todo caso, temo mucho más perdernos en el gusto de arrojarnos a la cama y dejar atrás nuestras magníficas cartas, nuestros encuentros fascinadores.

Pienso en ti, irremediablemente.

Israel.

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