
PRIMER DÍA
A Magdalena le asaltó un olor metálico, como a azufre. Supo entonces que su marido moriría en tres días. Tres días no eran nada. No había tiempo para ponerse triste, había mucho que hacer. Pensó primero en sus hijas. Había criado mujeres fuertes, además, los hijos están preparados para ver morir a sus padres.
El marido de Magdalena y ella habían emigrado a Francia recién casados. Regentaban allí un cortijo. Su marido se ocupaba del ganado y de las tierras. No tuvo que aprender el idioma. Magdalena hablaba no más de cincuenta palabras del francés, suficientes para cuidar de los hijos de los señores y de la señora, una mujer enfermiza, que pasaba la mayor parte del tiempo encamada. Murió de pena, al año y poco de llegar ellos. Para entonces, sus hijos se habían hecho a la idea y no vistieron el luto ni siquiera en el entierro. Magdalena se escandalizó. Pensó que los franceses eran personas frías, insensibles hasta con la madre de uno. Al poco, descubrió que estaba embarazada y regresaron a España, por el miedo que le entró de que sus hijos se criaran igual que los franceses.
Magdalena educó como Dios manda a sus hijas. Mostrarían respeto a un padre que había sido cariñoso y bueno con ellas y, por supuesto, vestirían el luto. No había ninguna duda. Durante un año no se encendería en su casa la radio. ¿Qué pensarían las vecinas si escucharan la música? Como si no hubiera pasado nada. No había nada más triste que esa alegría. En su casa todavía quedaba decencia.
Ese olor. Ese asqueroso olor que se le había pegado a la nariz y no la dejaba respirar. Ese olor a podrido, a azufre. Tenía que deshacerse de ese olor. Magdalena vació el arsenal de limpieza de los armarios de la despensa. Barrió y limpió el polvo de todas las estancias. Descolgó las cortinas y las puso a lavar. Anudó un paño húmedo con lejía a una escoba y desinfectó todas las paredes de la casa. Se deshizo de todas las alfombras. Hacia mediodía se dejó caer en una de las butacas del comedor, exhausta. Olisqueó. El olor no había desaparecido.
Se detuvo a pensar de qué moriría su marido, su pobre Miguel, quien entró en ese momento a la salita. No se había quitado las botas del campo, dejando un surco de barro desde la puerta del zaguán hasta la sala. Traía un lazo anudado en una de las trabillas del cinturón.
—¿Tú sabes por qué me até esto aquí? —preguntó.
—¡Yo qué voy a saber, Miguel! Siempre te pasa igual, te atas un lazo para acordarte de algo y luego no te acuerdas por qué te lo ataste. ¿Te has traído los huevos? ¿Han puesto las gallinas? —respondió Magdalena, y para cuando terminó de hablar, Miguel ya se había dado la vuelta a por los huevos.
Lo supo entonces. Moriría por despistado. Metería el pie en una zanja volviendo de la huerta de noche. Se chocaría conduciendo por prestar atención a otra cosa. Ni mosca le hacía falta para distraerse. Cualquiera sabe qué lo mataría. Tres días no eran nada. No había tiempo que perder.
A Magdalena no le preocupaba el legado de su marido. Hacía ya tiempo que ambos habían arreglado el testamento y las herencias. El que muriera primero dejaría todo al otro, y éste último a las hijas, dividido a partes iguales. No darían la herencia en vida. Así lo sabían sus hijas. Bien sabía Magdalena que algunos hijos cogían las herencias y luego ni se preocupaban de cuidar de sus padres cuando enfermaban de viejos. A todos les estorban los viejos.
Después de almorzar, Magdalena siguió con los preparativos. Comenzó a calcular los gastos del funeral. Abrió una pequeña libreta con anillas que guardaba en el cajón de la cocina para cuando tenía que hacer cuentas. Habría que pagar los servicios de la funeraria. Ellos se encargaban de todo. Preparaban los cuerpos estupendamente, se daban tanto arte que algunos les quedaban mejor que vivos. A su marido lo iban a velar en el tanatorio una noche y un día. Había familias en el pueblo que dejaban a los muertos solos durante la noche. A Magdalena le horrorizaba la idea de que su marido pasara su última noche de cuerpo presente en la tierra solo, metido en una caja, en un lugar extraño. Sus hijas y ella lo acompañarían. No le gustaba que la gente se asomara a ver el muerto. Cerrarían el ataúd. Y no llevaría zapatos. Magdalena no soportaba a los muertos con zapatos. A ver para qué va a necesitar el difunto los zapatos del domingo.
Después acompañarían al coche fúnebre hasta la iglesia. Tendría que hablar con el padre Dámaso para la misa, comprobar que no hubiera bodas pendientes en tres días. La nieta de la Ignacia se casaba pronto, pero era el sábado. Su marido moriría el domingo.
A la misa iría mucha gente. Su marido estaba a bien con todo el mundo. Y ella se había encargado durante años de cumplir con el protocolo y asistir a los velorios de todas las familias del pueblo.
Después de la misa lo llevarían a incinerar, no sería su marido pasto de gusanos. Ni ella misma. No se le ocurría a Magdalena otra cosa más asquerosa. Lo cremarían y las cenizas irían al cementerio. Nada de tenerlo por casa en un jarrón que se rompiera. Hasta después de muerto le ensuciaría el suelo de la entradita. Había que elegir una lápida y un epitafio. Se ajustó unas gafas redondas que guardaba en uno de los bolsillos de su delantal. Lo anotó en su libreta y, para comprobar que estaba bien escrito, buscó palabra por palabra en un diccionario viejo que la hija pequeña le había dejado en la casa cuando se casó.
MIGUEL MORENO RUIZ
1925-2001
“Amado padre y esposo. Tus hijas y tu mujer te recordarán siempre.”
A sus hijas dejaría el papeleo de después. Magdalena no se entendía bien con las letras, aunque nadie nunca la había conseguido engañar. Sabía que debía firmar certificados de defunción, autorizaciones y otros permisos, pero ellas los leerían. Con tantos números, Magdalena se detuvo un segundo pensando que su marido y ella toda la vida habían trabajado en el campo, apenas le quedaría pensión por viuda. Se sacudió esa idea de la cabeza. Nada más que las pelandruscas pensaban en cuánto iban a cobrar por el marido muerto.
Siguió metódicamente con las cuentas. Había que encargar las coronas de flores y otros arreglos. María Mercedes era la florista que hacía los mejores ramos en el pueblo. Una vez hubo calculado el dinero que necesitaría, pidió a su marido el número de la tarjeta del banco. Él siempre se encargaba de sacar o ingresar el dinero. Más bien, de sacarlo y llevárselo directo a Magdalena. Ella administraba el dinero en la casa, pero no se sabía el número de la tarjeta. Lo necesitaría de ahora en adelante.
—¿Para qué quieres saber eso, mujer? —preguntó su marido.
—¡Qué sé yo! A lo mejor tengo que ir alguna vez —exclamó ella.
—Cuatro veces cero —soltó Miguel.
—¿Cuatro veces cero es nuestro número secreto? —repitió ella.
—Sí, me dijo la señorita del banco que si quería cambiar el que me venía y pensé que ese no se me olvidaría.
—¡Válgame Dios, Miguel! ¡Si pierdes la tarjeta cualquiera puede adivinar ese número!
—¿Quién va a quitarme la tarjeta, mujer? No seas malpensada… —dijo él, arrugando la nariz.
Magdalena se encogió de hombros, apuntó cuatro ceros en su libreta y la cerró sin dejar que el marido viera la cuenta que tenía hecha. Volvió a la cocina, moviendo la cabeza hacia los lados, maldiciendo, mientras se anudaba el delantal. Pensó en cómo se las arreglaría su marido si la que se muriera primero fuera ella. Ella le ponía todos los días la ropa limpia. Él no sabía distinguir las camisas de trabajar de las del domingo. No sabía cuándo una camisa olía y había que lavarla. No sabía cada cuánto se cambiaban las sábanas. No sabía cuánto dinero se gastaba, ni cuánto ahorraban a final de cada mes. Él solo sabía de tierras. De tierras y de animales. Aunque de eso también sabía Magdalena. Pero se moriría él primero, hasta para eso iba a tener suerte.
SEGUNDO DÍA
Magdalena esperó al segundo día para telefonear a sus hijas e insistió que merendaran esa tarde con ella. La mayor llegó primero. Encontró a su madre en la cocina, arremangada y manchada de harina. Estiraba sobre la encimera bolas de masa con un rodillo de madera.
—¿Vas a hacer sopaipas? ¿De quién es el cumpleaños…? —preguntó la hija.
Magdalena la miró de reojo y, sin decir nada, descolgó uno de sus delantales y se lo tendió a su hija, que se lo ató a la cintura.
—Anda, ayúdame, a tu hermana no le salen finas. Que ella haga el café.
La hermana pequeña llegó cuando ya tenían las sopaipas fritas, el café había subido y estaba todo dispuesto sobre la mesa del comedor.
A las hijas de Magdalena les extrañó que ésta no hiciera las preguntas rutinarias sobre sus nietos. En lugar de eso, se sentó frente a ellas con decisión, carraspeó.
—El domingo no podemos reunirnos para almorzar —comenzó.
Las dos hijas achicaron los ojos y arrugaron la frente, esperando a que su madre se explicara. Jamás, desde que ellas se habían casado y se habían ido de la casa familiar, había ella cancelado la comida del domingo.
—Vuestro padre se va a morir el domingo —dijo al fin.
Las hijas se miraron entre sí y volvieron a mirar a su madre. Magdalena repitió la frase, sin que las hijas tuvieran tiempo de pedírselo.
—¿Qué dices, mamá? ¿Le ha pasado algo a papá? —reaccionó la mayor.
—No, bueno, todavía no. Espero que no sufra. Ha sido un buen hombre, un buen padre.
—Mamá, estás perdiendo la cabeza —dijo la pequeña.
—Sé que es duro, pero tenéis que estar juntas, tenéis que ser fuertes. Lo estoy organizando todo.
Las hijas de Magdalena hablaron en la puerta de la casa familiar antes de marcharse. Coincidieron en que alguna vieja del pueblo habría metido esas historias a su madre en la cabeza, que ya se estaba haciendo mayor y se había vuelto supersticiosa. Acordaron que la mayor llamaría al médico la semana próxima y concertaría una cita con salud mental. Pensaron que eran manías de vieja y se quedaron tranquilas.
TERCER DÍA
Magdalena se despertó sorprendida de haberse dormido, sabiendo que su marido moriría ese día o, mucho peor, que ya podría haber muerto. No había muerto durmiendo, al menos, no estaba en la cama. Magdalena sabía por historias de algunos viejos en el pueblo que se habían ido a dormir y la parca los había encontrado en sueños. De esa no se escapa nadie, pensó Magdalena resignada, y se levantó.
Como todas las mañanas, fue hasta la cocina a preparar el café mientras su marido iba a por pan. Mientras esperaba a que subiera el café, se detuvo a pensar que pudiera ser que su marido no llegara con el pan ese día. La cafetera empezó a chisporrotear, crujió y el café empezó a brotar por la boca del cacharro. Magdalena la retiró del hornillo y empezó a servirlo en una tacita cuando su marido la sobresaltó entrando a la cocina. Derramó el café sobre la encimera.
—¡Por Dios, qué susto me has dado! —gritó Magdalena, dando un salto hacia atrás.
—Mujer, estás de los nervios. Toma el pan.
Magdalena enmudeció y siguió a su marido hacia la salita, analizando sus movimientos. No parecía cansado, ni tenía mal color. No le pareció a Magdalena que esa fuera la cara de alguien a quien le quedaran horas de vida. Miguel se sentó en su sillón y encendió la radio. Magdalena le llevó dos hoyos de pan, aceite y café, queso y una tabla para cortarlo. Se sentó en una silla frente a él y alisó su delantal.
—Miguel, yo… —comenzó ella.
—¿Qué te pasa, mujer? —respondió Miguel.
—Hemos sido felices, ¿no? ¿Crees que hemos sido felices?
—Claro…¿Qué bicho te ha picado hoy?
—Nada, voy a ir contigo al campo. Quiero coger tomates para hacer sofrito.
Su marido asintió. Desayunaron en silencio y después se marcharon. Magdalena pasó la mañana recogiendo tomates del huerto mientras su marido echaba de comer a los animales y ponía el riego de los cultivos. Magdalena se tenía que sentar cada cincuenta metros. Estaba ya vieja para el campo. Se quedó descansando a la sombra, mientras su marido terminaba la faena. Hacia mediodía regresaron. Magdalena observó las manos callosas de su marido al volante, de camino a casa.
—¿Tú sabes por qué está ese lazo anudado ahí? —preguntó su marido, señalando un lacito que había colocado en la rejilla de ventilación del coche para acordarse de algo.
—¿Cómo lo voy a saber yo, Miguel? ¿La cubeta de los huevos?
Miguel soltó una carcajada estruendosa.
—¿Qué haría yo sin tí?
Magdalena aguantó las lágrimas y miró por la ventana.
—No digas tonterías.
Magdalena comprobó que su marido no había sufrido un accidente doméstico en la ducha. Tampoco un atragantamiento en la cena. No quedaba tiempo. Besó a su marido en la mejilla. Le puso agua en su mesita de noche. A oscuras y sin apenas rozarle la frente, le dio la extremaunción, convencida de que moriría en sueños.
CUARTO DÍA
Miguel llegó con el pan y encontró a su mujer en la cocina. Olía a café y azufre. Llevaba puesta la camisa del día anterior. Sobre la encimera de la cocina estaba la libreta con anillas donde Magdalena apuntaba cosas importantes. Se sorprendió al ver a Magdalena mojando pan del día anterior en el café recién hecho, tenía un lazo anudado en el dedo, al que acariciaba con la mirada. En su rostro había una calma desconcertante.
—¿Por qué te comes el pan duro? —preguntó Miguel, pero no obtuvo respuesta.
Ana Belén Fernández escribió este cuento mientras tomaba mi Curso de iniciación. Una alumna destacada, sin duda. Ningún alumno había conseguido llegar a la publicación en mi web tan rápido. Lo que me hace pensar que, si se lo propone, Ana Belén Fernández podría llevar su prosa hasta las estrellas. Deja un comentario para la autora. 👇🏼


Maravillosos relato. Mostró la escena, la vi. Magnífica manos para la escritura.