Rupcko

Rupcko

Por David Salas

Salí de la cochera sin desatender la conversación por teléfono con mi secretaria. Rupcko había visto la oportunidad de fugarse al primero de mis descuidos, ya se encontraba una cuadra lejos. Su potente ladrido había alterado la paz de una camada de gatitos en un tejado y a una anciana que alzó el bastón a la espera de un ataque.

—¡Engendro! —dije apretando los dientes.

—¿Disculpe? —preguntó Jenny al otro lado de la línea.

—Nada —intenté controlar el desconcierto y di las últimas indicaciones sobre cómo se debía tratar a los jefes que llegarían al auditorio—. Son japoneses Jenny, no tolerarán imperfecciones. Debo atender un asunto, llegaré apenas acabe.

Quise perseguir a Rupcko, pero enseguida caí en la cuenta de que el saco que me había puesto podría ensuciarse. Volví a la cochera para dejarlo en el espaldar del asiento del auto. Frente a la puerta del piloto, las llaves se me resbalaron debajo del Volkswagen. De rodillas, metí la mano haciendo un esfuerzo por continuar con la llamada telefónica y me encontré palpando por accidente las grandes cacas de Rupcko que me dieron arcadas.           

Había calculado todo. Treinta minutos destinados a levantarme, desayunar y ponerme la camisa bien planchada. Diez para trasladar al perro al veterinario. Y veinticinco para que lo sacrificaran y deshacerme del cuerpo. Solo entonces, podría asistir a la reunión. 

—¿No sería mejor que venga directamente a la oficina? —sugirió Jenny.

—Llegaré a tiempo, tranquila —colgué. Recogí las llaves, dejé el saco en el espaldar y regresé a casa para buscar la correa en el perchero. De haber sabido el trayecto que el animal me haría recorrer lo hubiese perseguido abordo del auto. 

Hallé a Rupcko en un parque, olfateaba unos arbustos sobre los que luego orinó. El parque estaba desierto y me aproximé agrandando la abertura de la correa. Pensé atraparlo de improvisto, pero una pareja de colegiales apareció saliendo de un pórtico y caminó sobre la acera que bordeaba el parque.

—¡Dios! —me oculté tras un árbol.

La pareja pasó distraída y el can, por su parte, continuó su marcha dando vuelta en una calle principal. ¡Qué alivio! ¡El temperamento del perro explotaba contra los desconocidos! Esa misma furia nos llevó a juicio hace tres días. Rupcko había mordido sin piedad la pierna del vecino. Yo fui a buscarlo luego de uno de sus escapes y él, al verme a unos metros de la persona decidió morderla. 

Mi abogado propuso al juez sacrificar a la mascota en vez de pagar una indemnización altísima. Además, bajo la condición de que el perro no debía estar suelto en el vecindario hasta el momento en que lo ejecutaran. Lo que estaba incumpliendo en ese preciso momento.

Antes de poder acercarme lo suficiente al animal, el sonido de una bocina imponente lo alteró y se fue disparado hacia la avenida e interponiéndose al tráfico. Un motorizado perdió el equilibrio y su cuerpo rodó por la carretera. El conductor del mismo carril dio un frenazo que le costó un triple choque estruendoso. 

—Ese perro salió de la nada— se quejaron unos transeúntes que no tardaron en arrimarse a la escena. El motorizado se puso de pie gimiendo de dolor mientras lanzaba insultos. Enrollé la correa y traté de disimularla en el bolsillo. Entre el puñado de gente una señora pareció darse cuenta y por eso me uní a la campaña de echarle pestes al dueño del perro. 

Los choferes de los automóviles se gritaron entre ellos y la carambola de autos acabó en una pelea a trompadas. Al poco tiempo el número de espectadores se incrementó; algunos registraban la lucha en sus celulares y otros les suplicaban a los boxeadores improvisados que se detuvieran. No pude evitar sentir toda la culpa sobre los hombros.

Llegué a salir del vecindario sin percatarme. ¿Habría vuelto el perro a casa? Mis nervios aumentaron exponencialmente. De pronto, sonó el celular.

—Ahora no, Fredy— cruzando la calzada, un sórdido claxon, me provocó un susto de muerte. 

—¡Mira la luz, bestia! —recriminó el conductor, subí rápidamente a la acera.

—Te llamo por las estadísticas que enviaste ayer. No cuadran— insistió.

—Si varían los porcentajes, es por poco, ¡un mínimo! ¿Cuántas veces necesitas escucharlo? Debo colgar —Por fin alcancé a ver a Rupcko atravesando el límite entré el asfalto y unos campos de cultivo. Las piedras que componían el sendero hacían dificultoso el camino. En seguida los zapatos se me empolvaron—. Estarás en camino ¿verdad?, los jefes estarán aquí pronto.

—La reunión es a las o-cho,  O-CHO —le recordé.

—Estaré perdido sin ti, Walt. ¡Estos tipos son joyitas!

—Usa tu doctorado y gánate el sueldo —consideré dejar al veterinario la tarea de deshacerse del cadáver, eso daría tiempo.

      El camino me llevó a un arroyo poco profundo. Rupcko, del otro lado, se sacudió el cuerpo, volteó a verme, reclinó las patas delanteras y se dio a la fuga otra vez.  

—¡Vuelve aquí! ¡No es un juego! —Calculé la distancia de salto. Será sencillo, concluí. Tomé vuelo, di un brinco y aterricé en un charco de lodo. Este me empapó hasta la mitad de la pantorrilla.

—¡Demonios! —vibró otra vez mi celular.

—Señor Walter, ¿los asientos asignados son los de la fila derecha o la izquierda?

—¡Lo único que importa es que estén adelante!

—Es que, el último año hubo un mal entendido…

—¡Estoy ocupado, Jenny! No me llamen hasta un cuarto antes de las ocho.

—O sea, ¿en veinte minutos?

—¿Cómo? —miré el reloj y quise matar a Rupcko con mis propias manos. Colgué la llamada.

Recorrí un sendero kilométrico de follajes verdes detrás del perro, hasta que Rupcko aletargó el paso. Debía aprovechar la oportunidad. Me aproximé lo suficiente y creí que lo conseguiría, pero me distrajo un agricultor que salió de entre unos matorrales. Le indiqué con los brazos que se detuviera, inevitablemente el perro se abalanzó sobre él. Por fortuna un pastor alemán salió en defensa del hombre. Inesperadamente, el enfrentamiento asustó a Rupcko y terminó con su huida. Nunca le había visto acobardado.

—Amarra a tu demonio —, ordenó el agricultor y escupió al suelo sin quitarme la mirada de encima. En otras circunstancias me hubiese disculpado.  

Rupcko me llevó a la cima de una ladera enana y al pie de un árbol moribundo. Jadeante, se rindió sobre el suelo terroso. Escalar esa pendiente hizo que tropezara y la camisa se me ensució hasta el cuello. Al estar por fin frente a él recogí un palo para castigarlo, estuve a punto de soltar mi furia sobre el lomo del perro, pero el sonido del celular me contuvo.

—Walter, dime que estás cerca.

—No, Freddy, llegaré tarde.

—Estas jugando, ¿no? 

—¡Cálmate!

—No me digas eso. Planeamos la junta durante meses. 

—Ya sé. En cuanto termine con el perro estoy allí.

—¿Otra vez ese animal tuyo? ¿Faltarás a la presentación por tu mascota? 

—¿Dónde has dejado las agallas que tenías cuando te contraté?

—Por lo menos te desharás de ese estúpido perro. 

Rupcko no me quitó la mirada de encima. Necesitaba agua.

—Por qué no me haces un favor, Fredy, y te vas al demonio —colgué. 

Suspiré profundamente, tiré el trozo de madera con el que iba a golpear al perro y me senté sobre una roca. Más allá de la ladera no se veía la ciudad, solo el campo: arboledas y cultivos. Rupcko se acomodó debajo del arco de mis piernas. Ladró entusiasta un segundo y luego reposó el hocico sobre uno de mis zapatos llenos de lodo. Temeroso de que escapara le tiré del pellejo de la nuca con fuerza y determinación, pero se entusiasmó en lugar de someterse y me mordisqueo la mano, juguetón.

  —¡Qué mañana! ¿Eh, amigo?

Llamé a Jenny y pospuse la junta. Pasé unos minutos; quizá una hora, viendo el paisaje en compañía de mi perro. Después, le puse la correa y caminamos sincronizados hasta volver al barrio. Durante el paseo, ni las personas ni los vehículos alteraron a Rupcko. Llegamos al frente de la veterinaria, descansé un instante sobre un escaño de fierro mientras mi amigo se rascaba el lomo. Sólo debía cruzar la calzada, pero me faltaron fuerzas.

Rupcko no parecía intuir lo que le esperaba. Verlo allí, indefenso e indiferente me recordó cuando lo adopté. Salió de una caja de cartón tirada, era un cachorro desnutrido y tembloroso que perseguía a los transeúntes hasta cierto punto de la acera y luego regresaba a su cajita. Se moría de hambre. Lo llevé a casa, mojé con agua caliente unos paños y se los pasé por el cuerpo. Salí a comprar comida. Me arrellané un par de horas con él en el sillón de la sala. No me importó cancelar todas mis citas. Al caer la noche, el pequeño saco de huesos que se arrastraba débilmente por la mañana, ahora movía la cola con efusividad y apoyaba sus patas en mis rodillas. 

Imaginé al veterinario saliendo de su establecimiento y mirando hacia ambos lados de la calle, confundido. Llamé por teléfono a mi abogado.

davidsbrousset

davidsbrousset

Nací y crecí en Arequipa, una provincia al sur del Perú. Me gusta la fotografía, la edición de películas; pero sobre todo, escribir ficción. Espero que te entretengas porque este sitio web (davidsalascuentos.wordpress.com) fue creado para ti, querido lector.

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8 Comentarios

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  1. Pude sentir la impotencia de no poder agarrar al perro, pude sentir los sentimientos encontrados de Walter, que gran historia!!

  2. Hola David, un relato trepidante. Me puse nervioso yo mismo pensando que no llegaba a la junta con los japoneses. Un gran ritmo, enhorabuena.

  3. A mí lo que me gustó de este texto es la capacidad que tiene la historia para llevarnos a la ternura desde la violencia cómica. Me encanta lo que es capaz de contar a través de la transformación en el comportamiento de los personajes. Uno es testigo de la historia que está detrás de la persecución mientras acompaña al protagonista en su aventura por atrapar al perro. Cuando una historia es profunda en su sencillez, en mi opinión, es una historia que merece mucho la pena.

  4. A veces, cuando la vida se descontrola, que bueno es tomarse un respiro y disfrutar el momento.
    Disfruté de leer este realista y duro relato.