¿Recuerdas El club de los poetas muertos, la película de Peter Weir protagonizada por Robin Williams e Ethan Hawke? ¿Un poco ñoña y blandita? ¡Venga ya, colega! ¿No te hagas ahora el duro! Seguro que a ti también se te puso un nudo en la garganta y murmuraste en bajito: «¡Oh, capitán, mi capitán!»

En una de las escenas el profesor Keating (Robin Williams) propone a sus alumnos subirse encima de su mesa y observar el mundo de una manera diferente para ser conscientes por un instante de que las cosas se pueden ver de otro modo. Pues algo parecido sucede con respecto al punto de vista narrativo.

Una trama no puede ser más diferente que la vida real. Y sobre todo se diferencia por la manipulación del tiempo que ejercemos sobre ella. Una novela de más de 400 páginas puede relatarnos la vida de varias generaciones, como en La casa de los espíritus de Isabel Allende, o en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; o suceder en tan sólo un día, como en Ulises, de James Joyce. Es decir, el tiempo narrativo, también es relativo.

Si hay algo de lo que debieras ocuparte mientras te formas como escritor, es de tu personalidad creativa. Del reconocimiento de la misma. Parece una obviedad que el artista es quien crea la obra de arte, pero no es tan obvio que además de técnicas de realización y teoría compositiva, el artista necesita dominar una herramienta infinitamente más difícil de conocer y domar: él mismo.

No sé cuántos políticos, jueces, abogados, médicos, psicólogos o incluso, periodistas me están escuchando. Sean todos bien recibidos, por supuesto. Profesiones todas muy loables y necesarias para nuestro bienestar social y mental. Pero, sin embargo, han contribuido, en gran medida, junto con otras, y otros supuestos bien hablantes de prestigio social, a desprestigiar el idioma y confundir, pongamos por caso, a mi padre, haciéndole creer que escribir bien es justo lo contrario: es decir, escribir mal.

Algunas personas, entre las que no me incluyo (por supuesto), consideran que los escritores están dotados de una mayor inteligencia que la población media, o en su defecto de una mayor capacidad intelectual (entendiendo intelectual en su primera acepción de la RAE: relativo al entendimiento). Los escritores no somos más inteligentes, ni genios creativos con capacidades superiores, solamente somos personas que han aprendido a mirar.