Pocas cosas me sacaban de la mierda como pintar frente a la tele. Hasta me atrevería a decir que ninguna otra. Quizás, eso empezó a mis cinco años, ese gélido sábado de diciembre, cuando papá me regaló mis primeros lápices acuarelables, y unas cuantas horas después, fue asesinado en una redada a un aguantadero. Fuera como fuese, dos años más tarde, había dominado el arte de las témperas y el realismo de las frutas; y ahora, con diez, me dedicaba a los acrílicos: retrataba, casi a la perfección, a las víctimas de los programas sobre casos criminales que devoraba durante la tarde. […]

Yo creía querer una relación perfecta. Creía en el amor eterno. Como quien fue bombardeado desde la infancia por el cine romántico y las telenovelas de cable en los noventa. Antes de saber cómo afeitarme, ya anhelaba una morocha perfecta de cutis impecable y ojos seductores, una madre bien peinada para mis hijos. A eso, sumemos que mis padres, ambos catequistas, seguían casados después de treinta años juntos (y lo siguen al día de hoy). La mayoría de los padres de mis compañeros de curso estaban divorciados. Ambas cosas tendrían que haberme dicho algo sobre las bajas probabilidades de un matrimonio perdurable, pero yo estaba sordo y ciego en mi burbuja. Si mis padres y las parejas de la tele podían, yo también podía. Era lo único que necesitaba saber. […]