La burbuja

La burbuja

Por Leandro Puntin

Yo creía querer una relación perfecta. Creía en el amor eterno. Como quien fue bombardeado desde la infancia por el cine romántico y las telenovelas de cable en los noventa. Antes de saber cómo afeitarme, ya anhelaba una morocha perfecta de cutis impecable y ojos seductores, una madre bien peinada para mis hijos. A eso, sumemos que mis padres, ambos catequistas, seguían casados después de treinta años juntos (y lo siguen al día de hoy). La mayoría de los padres de mis compañeros de curso estaban divorciados. Ambas cosas tendrían que haberme dicho algo sobre las bajas probabilidades de un matrimonio perdurable, pero yo estaba sordo y ciego en mi burbuja. Si mis padres y las parejas de la tele podían, yo también podía. Era lo único que necesitaba saber.

Porque soy un romántico con suerte y tengo la genética de mi lado, tuve mi primera vez a los catorce. Ese fue mi primer intento de una relación perfecta. Imaginate: ¿envejecer junto a tu primer amor, con quien además compartiste tu primera experiencia sexual? Es el entrar en los Guinness de las relaciones románticas. Pero por fortuna para esta primera noviecita, ella sí tuvo dos dedos de frente y me abandonó un mes después, durante el último día de clases, luego de que yo le propusiera compromiso.

Aquella ruptura me llevó a redefinir mi concepto de alma gemela. Pasé todo el verano obsesionado, escribiendo en un cuaderno las cualidades y los aspectos físicos que debía tener mi próxima mujer; como si se tratara del avatar de un videojuego. Luego del resultado —un compendio basado en vedettes famosas y actrices porno, con el cabello negro como denominador común—, decidí que seguía deseando a alguien como mi ex. Pero mejorada. En idioma pendejo, que aún no distingue amor de calentura: lo mismo, pero con un cuerpo más pulposo.

Entonces, imaginate cuando vi en un chat la fotito de alguien que se veía como esa chica que yo había maquinado.

Hice clic en «conversación privada» con la desesperación única de un adolescente que ya ha tenido sexo y busca novia para tenerlo otra vez (en mi caso, sin ser aún consciente de ello mientras lo hacía) y empezamos a hablar. Habiendo aprendido de mi error anterior, no me precipité al asunto del amor eterno. Intenté ser lo más discreto posible. Y sin darnos cuenta, pasó un año. Un año en el que hablamos por chat todos los días sobre nuestras parejas ideales, nuestros sueños, nuestro amor poco comprendido por el hip hop. Terminamos enviándonos fotos por correo tradicional y cartas perfumadas con canciones de rap compuestas por nosotros. Algo, o quizá todo aquello, llevó a que ella tipeara al instante «¡Síii!» cuando le pedí ser mi novia.

Ahora, no fue todo color de rosa: vivíamos separados por más de mil y pico de kilómetros. Ella decía quererme muchísimo, pero odiaba las relaciones a distancia; aceptaba la idea de su romanticismo, pero ya había sufrido en varias ocasiones por ellas, e intentó convencerme de que siempre terminaban mal. Me confesó incluso, en una redacción repleta de puntos suspensivos y ningún emoticón, que todos los hombres con los que había salido, la habían usado. Claramente, con mi nula experiencia en relaciones, yo no tuve ni la más pálida idea de a qué se refería. Mi problema más grande en aquel momento era que mi madre no hallara los naipes eróticos detrás del lavarropas. Por lo que, flotando en mi burbuja de delirios románticos, hice caso omiso a todos sus traumas emocionales y le juré que nuestra relación sería diferente; que yo desviaría ríos, movería montañas.

¿Cómo no prometerlo? Sin todos esos problemas que obvié sin saber, era la historia de amor perfecta.

Así que imaginate, me amanecí investigando en Internet. Su ciudad era uno de los puntos turísticos más visitados del país, pero necesitaba empaparme de sus detalles para poder venderle el cuento a mis papás. A la mañana siguiente, propuse Salta La Linda como próxima vacación familiar de invierno. Mi madre se desperezó y mientras tomaba su rosario de la mesita de luz para comenzar su día, me preguntó entre bostezos por qué Salta. Entonces, la deslumbré con mi cátedra sobre el clima seco, los vinos y los cerros de colores. Como si me hubiera leído la mente, mi padre añadió, desde el baño mientras se afeitaba con la puerta abierta, que aún no conocíamos el norte del país; y yo aproveché para culminar con un pensamiento compartido por todos: estábamos hartos de pasar los inviernos en Bariloche. Por supuesto, nunca les mencioné una palabra sobre la verdadera razón del viaje (me habrían mandado castrar con un exorcista). Como me vieron tan entusiasmado con el proyecto, me encomendaron toda su diligencia. Les agradecí su voto de confianza, disimulando mi euforia, y dos semanas después, ya tenía los pasajes, las reservas del hotel y el diagrama de las actividades a realizar.

Ahora, recordá: yo buscaba ser romántico, y hombre de palabra, por lo tanto no le comenté nada a *insertá ese nombre que aún te atormenta* hasta no tener todo asegurado. Cada vez que ella preguntaba cuándo nos veríamos, yo evadía el tema como un campeón. Esperé hasta el día de su cumpleaños, dos meses antes de las vacaciones de invierno, para enviarle una copia escaneada de mi pasaje como regalo sorpresa.

Ese día, me quedé durante horas frente al monitor esperando su respuesta maravillada. Pero no hubo señales de vida. Preocupadísimo —¡quizá había tenido un accidente camino a su trabajo en el cibercafé!—, le envié mails, la llamé reiteradas veces a lo largo de la tarde; incluso llegué a comunicarme con todas las salas médicas de su zona. Ya sin saber qué más hacer, entré al chat donde nos conocimos y le pregunté a todo el mundo si la habían visto conectada en algún momento. Nada. Me fui a acostar con una sensación horrible esa noche, como si algo en mí se hubiera podrido; me resultaba asqueroso eso que quedaba expuesto cuando el amor se ausentaba sin avisar. Cuando al fin pude pegar un ojo, a eso de las tres, el teléfono fijo sonó en el comedor. Salté de la cama y no le permití sonar una segunda vez. Por dentro rogaba que ese único timbrazo no hubiera despertado a mis padres. Cosa que dejó de preocuparme cuando la oí a ella llorando del otro lado. Balbuceaba, y al principio no comprendí nada de lo que decía. De fondo se oían voces y la vibración de la música, como si golpearan con un mazo la pared. Al fin se compuso un poco, y con una voz trémula que jamás le había oído, me preguntó si estaba jugando con ella. No sé si fue debido al día de mierda que yo había pasado, pero me molestó la pregunta. Es decir… ¡Yo la amaba! ¿Cómo podía preguntarme eso? ¿Acaso estaba ebria? Arrastraba las palabras. ¿Estaba ebria? El cansancio mental me derribó y me limité a susurrarle que jamás le haría algo así. Y si ella aún lo deseaba, nos veríamos en dos meses.

Al final aceptó, aunque no la percibí del todo convencida. Sin embargo, luego de esa noche rara, las conversaciones escritas volvieron a la normalidad. E incluso subieron de tono. El hecho de saber que nos veríamos en carne y hueso, exacerbó esa líbido ferviente que no habíamos llegado a explotar hasta su morbo más oculto.

Entonces, tras la acumulación constante de promesas de amor y sexo apasionado, llegaron las vacaciones de invierno; y un viernes a la medianoche, partí hacia Salta con mis padres. Quisiera recordar ese recorrido como el comienzo de algo mágico, pero viajar doce horas en una butaca con el respaldo flojo, ocultándole tu verdadera agenda a tu familia, enviando mensajes escondido en el baño con el Nokia 1100 que le intercambiaste a tu mejor amigo por una consola, y siendo incapaz de comer por la ansiedad creciente, no fue placentero. Mis viejos durmieron como reyes. Y aún creen que sufrí diarrea durante la mayoría del trayecto.

El sábado al mediodía, arribamos a la terminal de Salta Capital. Con las piernas entumecidas, bajé corriendo del micro y vomité aire en un tacho de basura. Cuando oí el murmullo foráneo del gentío a mi alrededor, aspiré el aire pesado de montaña y noté cómo los cerros amurallaban la ciudad, algo oprimió mi pecho. Todo se hizo tan real. Había prometido tanto por Internet… ¿sería capaz de cumplirlo en la realidad? Ya no podía subirme al colectivo y pegar la vuelta, mucho menos arruinarles las vacaciones a mis viejos; así que intentando controlar mis temblores, le pedí a mi madre que me comprara un agua mineral y continué con mi mejor cara hacia lo que venía. Como un hombre —concepto que me faltaban años luz para comprender—.

De camino al hotel, mis padres admiraban embelesados el paisaje. Yo aproveché para hacerme chiquito contra la puerta del taxi y enviarle un texto a mi amada: «A punto de llegar, bebé. No aguanto más las ganas de romperte toda». Ya lo habíamos pactado: al recibir ese mensaje, ella debía partir hacia nuestro encuentro. Luego de desempacar, mis viejos se irían inmediatamente a recorrer la ciudad en un tour que yo les tenía reservado y eso nos liberaría el cuarto para nosotros. Al fin nos tocaríamos las caras, le daríamos rienda suelta a nuestro amor apasionado, nos…

«¿A dónde nos trajiste, boludo?».

Ante la entrada del hotel, mi viejo me miró con rechazo mientras le pasaba un dedo a la pared descascarada y pateaba un cantero sin flores, lleno de colas de cigarrillo. Al mismo tiempo, mi madre releía el mapa una y otra vez, tratando de convencerse de que estábamos en el lugar equivocado. La fachada no daba buena espina, les admití, pero la ubicación era genial porque La Catedral Basílica de Salta no distaba mucho. La verdad era que había elegido ese hotel sin siquiera mirar las fotos en la página; lo elegí porque era el más conveniente para ella: el transporte que tomaba para llegar desde su monobloque en los suburbios hasta el trabajo, la dejaba en esta esquina. Mi padre quiso buscar otro lugar de inmediato pero le rogué que nos quedáramos, fingiendo un dolor agudísimo en el estómago. Un retorcijón con sonido burbujeante, bastante real, de hecho, lo convenció de desistir. Al menos de momento.

Nuestro cuarto estaba en el primer y único piso: una habitación sin ventanas más que un ventiluz en el techo. Junto a la cama matrimonial, sin separación alguna, estaba la mía; una estructura apenas lo suficientemente grande para acostar a un niño de siete años. Ni bien verla, mi padre dejó caer sus bolsos al piso y atinó a salir del cuarto, pero yo me interpuse en su camino: solo sería por un día, pá, le repetí. Ahora fue mi madre quien me miró consternada. Si mi dolor era tan grave como para querer dormir en eso, entonces debían llevarme al hospital.

Los convencí de que me encargaría del reemplazo de la cama y les remarqué lo tarde que se les hacía para el tour. Con ojos lastimeros e inflando ligeramente los cachetes, como los lucía cuando niño, admití sentirme muy mal para acompañarlos, pero no quería que se perdieran el recorrido por mí. Mi padre me miró a los ojos y creo, recién ahora, en este preciso segundo, que intuyó que algo sucedía; porque si bien le disgustaba la idea de seguir desperdiciando plata, aceptó demasiado rápido. De mi bolso, saqué una pastilla para el dolor de panza y la tomé frente a ellos. Eso zanjó el asunto con mi madre.

Minutos después, se cambiaron de ropa y se fueron.

Al fin solo, quise tomarme un segundo al pie de la cama grande para reordenar mis emociones. Pero ni tiempo para eso tuve. Apenas apoyé el traste en la sábana, la prejuiciosa de mi vieja volvió a asomarse en el cuarto. Con su voz mansa y aleccionadora de catequista me advirtió de un joven con capucha deambulando por el recibidor vacío. Me acerqué y le dije que se fuera, que echaría llave. La despedí con un beso en la frente y así lo hice. Desde el otro lado de la puerta me dijo que me amaba como José amó a María. Luego la escuché alejarse. ¿A qué había venido eso? ¿Y por qué su voz sonó tan afligida?

En fin, negando por completo mi vacío en el estómago, tomé el teléfono y envié: «estoy listo, mi vida». ¿Lo estaba?

Pasé cinco minutos fijado al brillo de la pantalla, golpeando los talones contra el alfombrado. ¿Qué carajo estaba haciendo? ¿Por qué no me sentía seguro y feliz como me sentía en mi casa cuando hablaba con ella a través de la computadora?

Escuché pasos en el pasillo y me arrimé a la puerta. Cualquier cosa que me distrajera de mis pensamientos. A través de la mirilla gastada, vi al sujeto que había mencionado mi madre caminando nervioso por el corredor. Era bajito y pasó tres veces frente a mi puerta con la cabeza gacha. Llevaba una mano en el bolsillo canguro del buzo. En la otra, temblaba un cigarrillo.

Su inquietud aguzó la mía y me acosté a contar las manchas en el techo para distraerme. El sujeto no estaba molestando a nadie, pensé, seguro solo era un huésped preocupado por alguna contrariedad en su vida. Como todos nosotros. Sí, me gustaba regodearme ante el hecho de no haber adquirido el gen prejuicioso de mamá.

De repente, tocaron a la puerta. Y con el mismo envión del sobresalto, me senté en el borde de la cama. Desde allí, pregunté quién era, y para mi asombro, se identificó una voz familiar, dulce, con un dejo norteño que muchas veces se diluía en la línea telefónica.

Mi corazón se desbocó. Todas las dudas que había tenido minutos atrás, se disolvieron. Ilusionado, di dos zancadas hasta la puerta, y quise arrojarme a ella, abrazarla, oler su pelo, decirle cuánto la amaba y cuántas noches me mantuve en vilo deseando este comienzo de una vida juntos.

Pero cuando la recibí, quedé petrificado por su aspecto. Luego, esquivándome, ella entró a la habitación; la cabeza inclinada al piso.

Cerré la puerta azorado y me volví hacia ella: la capucha enorme le oscurecía el rostro y vestía unos pantalones cargo muy anchos, tres o cuatro tallas más grande.

Sin mirarme, me saludó a la distancia, pronunciando mi nombre, sin sacar las manos del bolsillo canguro. Después de año y medio escuchando sobrenombres cariñosos, el oír mi nombre sin adornos ni abreviaturas, me descolocó.

Lo siguiente que hizo, por completo imprevisto, fue bajarse los pantalones, quedándose en tanga frente a mí.

No niego que sus piernas fueran una escultura como el de las modelos que yo glorificaba, ¿pero a qué venía eso? La situación me superaba. Una carga negativa flotaba en el ambiente —de pronto con olor a humo mentolado—, de la cual no lograba descifrar la fuente.

Yo seguía adherido al picaporte. Ahora un temblor en las piernas me urgía a salir de la habitación. Un cosquilleo en los testículos, a quedarme. Ella se apretujó las nalgas y me preguntó por qué no la tocaba, si eso era lo que yo tanto quería. ¿Lo era? Sí, pero sus palabras sonaron más a reproche que a una invitación de enamorados.

Todas las dudas anteriores volvieron en una ráfaga de aire sofocante y sentí que perdía el equilibrio. Preguntas nuevas hincharon mi confusión.

¿Podía tocarla? Sí. ¿Se sentía correcto? No.

Se bajó la tanga hasta los tobillos y me miró por primera vez, desafiante. Sus ojos estaban rojos y exaltados. Siendo el único discurso que había preparado para el encuentro, me atreví a decirle que la amaba con toda mi alma. Pero sonó tan anticlimático e irreal que ya nada de lo que pasó después pudo devolverme a la seguridad de mi burbuja.

21 de noviembre 2020
Rosario, Santa Fe, Argentina
Sábado 06:00 p.m.

13 Comentarios

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  1. ¡Felicidades Leandro! Es todo un ejemplo de lo que es un esquema actancial llevado a la práctica. Un relato de corte clásico. A partir del final, si lo hubieras continuado, podrías estar hablando de una historia oculta. Da para eso y más.La historia atrapa. Desde la primera frase me gustó cómo has ido desgranando la trama, mantener el suspense durante todo el texto, el ir haciéndonos preguntas como lector sobre esto u lo otro. El final es “a gusto o disgusto del consumidor” Viví experiencias parecidas, hace muchos años. Y es tal como lo narras. Por teléfono es una realidad y en la realidad es otro mundo. Aquí te pillo, aquí te mato. Y lo que muestras de la chica es, según mi conclusión, que está más que acostumbrada a esos encuentros sexuales tras mucho platicar por el celular, como dirían ustedes. Hace mucho tiempo que salió de la burbuja. Enhorabuena, reitero.

    • ¡Muchas gracias, Golondrina!
      Ni más ni menos: ella ya había salido de la burbuja hacía tiempo. Y cada uno tenía su propia realidad mapeada en la cabeza, más allá de lo que se decían por Internet. También, algo que no creo que logré plasmar o dar a interpretación, es que ella, drogada, lo quería poner a prueba. Ver si realmente, ante una situación así, él reaccionaría de modo apuesto a esos hombres anteriores que solo la habían usado.

  2. Muy bien!,….que tensión se palpa…sabes crear en el lector un deseo de saber cómo llegas al final, y qué experiencia vives.
    Ánimo!….

  3. Sinceramente, me gustó tu redacción. También me gustó el final. Queda el sinsabor de querer seguir la historia, pero es obvio que nos queda a nosotros. Felicitaciones, ojalá algún día logre escribir de esa manera, me gusta.

    • ¡Hola, Diosa María!
      Me encanta que te haya gustado. Pues bueno, para lograr escribir bien, no tienes más que retomar o comenzar unas cuantas clases con el querido Israel. Él me enseñó a hilar con coherencia.

      ¡Abrazos!

  4. ¡Hola, Mauro!
    Ante todo, muchísimas gracias por tus palabras. Acariciaste mi ego hasta que ronroneó.
    En cuanto al final: fue a propósito. El conflicto del personaje se resuelve, la gran pregunta argumental se responde, y ya el desenlace queda sujeto a la imaginación de cada lector. Si te fijas, los invito a ponerle el nombre que ellos quieran a la chica. El nombre de alguien que aún los atormente en la cabeza. Y por lo tanto, a que se imaginen su propio cierre en base a sus experiencias pasadas con esa persona.

    ¡Abrazos!

  5. ¡Felicidades! Gran historia. Tu redacción es fantástica y atrapa al lector haciendo que este pueda visualizar cada la escena como si estuviera presente, tanto del punto de vista de la acción como de los sentimientos del protagonista. Excelente trabajo.

  6. Hola. No tenía idea de que podía leer cuentos por acá, me gustó tu cuento, estaré más atento.
    Quizás me haya parecido un poco predecible la historia, en especifico el final, eso no significa que sea malo, aunque haya sido así, se sigue disfrutando. En fin, no soy crítico, sólo un lector, ¡felicidades y enhorabuena! :)

  7. El cuento me parece bueno, la historia atrapa. Percibo que estás a punto de alcanzar -por momentos lo haces- una peculiar manera para expresarte con palabras: tu propio estilo. Vas por buen camino -por el único camino que hay-, escribir hasta que sangren los dedos… y las ideas. Gracias por compartir. Saludos.

  8. Ok, seré breve y conciso: Redacción 10/10. Descripciones 10/10. Habilidad para mantener al lector atrapado 10/10. Una obra fabulosa y que volvería a leer cualquier día por mero placer (cosa que es muy difícil en mí). Pero… ¡PERO!… ¿Qué fue ese final? Es imposible que la historia termine así. En serio, no puede ser. De verdad NO PUEDE SER. Final 0/10. Siento como si me hubiesen arrebatado el libro a mitad de la lectura, pero quien me la arrebató fue el autor con ese final. En serio, por favor, dale un mejor final a esta historia.

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