Umami

Umami

Por Ángel Villanueva Pérez

1

Llego al restaurante con los ojos hinchados y el pelo aún revuelto. El resto de los cocineros ya están preparando las salsas, los pinches llevan un rato cortando las verduras para las guarniciones mientras el chef Watanabe Osamu, el dueño del Ikigai, supervisa con mirada atenta.

Danielle está al fondo de la gran cocina trasteando con la centrifugadora de ADN. Es la encargada de procesar las muestras que envían los clientes para hacer la reserva junto con sus tests de antígenos. Mientras me cambio, le tomo un poco el pelo.

—¿Todo listo, doctora Frankenstein?

—No te rías —me dice, seria—, y no me distraigas, sabes que odio esta responsabilidad. Imagínate que rompo esto.

La centrifugadora zumba y gira antes de enviar la información a la nube para que la analice la biotech finlandesa con la que trabajamos, que le devolverá la secuencia de nucleótidos en los genes de cada cliente y las recomendaciones proteicas y de nutrientes para personalizar su menú.

—¿Ya le has pedido permiso al chef para lo de esta noche? —le pregunto.

—¿Y por qué no se lo pides tú? —me contesta concentrada, sin mirarme.

—Porque todos sabemos en la cocina quién es el ojito derecho del chef.

—¿Qué culpa tengo yo de tener más talento en la punta de mi cuchara que todos vosotros juntos? —sonríe orgullosa, pero es una sonrisa teñida de cansancio y tensión.

—No te des tantos aires, con-sen-ti-da —le digo con soniquete para animarla—. ¿Te ha dado permiso sí o no?

—Síííí, pesado, sí. Podemos cenar en la cocina cuando cerremos. Los dos solitos. A condición de que nebulicemos después, claro. Y ahora, ¿me dirás a qué se debe la ocasión?

—Ah, no, sorpresa. —Me alejo rápido de ella antes de que siga preguntando. Danielle no tiene un pelo de tonta. Seguro que sospecha, pero tendrá que esperar hasta la noche. El anillo y el arrodillamiento son una de las pocas tradiciones occidentales que aún se llevan.

Me pongo con lo mío: en la pantalla de mi puesto reviso las variantes de menú que debo preparar hoy. A un lado veo genotipos y prevalencias, y al otro su traducción a alimentos específicos dentro de un rango manejable. Contra la carencia de Vitamina A son recomendables la escarola, el atún o el tofu; pero si el cliente además necesita cinc y ácidos grasos monosaturados, entonces mejor escoger el atún. El concepto del Ikigai es innovador, pero nos obliga a trabajar a destajo y enseguida siento el sudor bajo el delantal y la mascarilla.

Cocineros, camareros y pinches nos desplazamos de un lugar a otro guardando la distancia, pero con la armonía y economía de movimientos de un ballet profesional. Cuando llega la hora de abrir al público la actividad se vuelve frenética, el comedor está lleno. Me alegro por el chef Watanabe, pero más por Danielle y por mí: con el Ikigai como referente culinario de Francia tendremos el impulso definitivo para abrir nuestro propio restaurante, después de tantos años ahorrando.

Busco a Danielle con la mirada, no he vuelto a hablar con ella en toda la mañana. Toda su atención está en la pantalla. Es cierto que es la cocinera con más talento del restaurante, pienso orgulloso. Me acerco para gastarle alguna broma, pero me he distraído y no veo llegar a un pinche con una fuente de vieiras. Lo esquivo, aunque a costa de perder el equilibrio y meter la mano en un fuego. Chillo y la saco enseguida, pero trastabillo y tropiezo con algo detrás de mí.

Es el chef.

No escogí japonés en el colegio, así que no entiendo nada de lo que me grita. Me apunta con el dedo, fuera de sí, incapaz de cambiar al francés. Al principio pienso que es porque tendremos que pasar por el engorro del formulario de contacto físico, pero luego veo como no para de señalar también el líquido azul que le he hecho derramar por el suelo, y me pongo pálido: es el Loto Azul.

Cada vez grita más fuerte, está como loco, y Michel, uno de los cocineros con más experiencia, me aparta de allí.

—Anda, métete aquí hasta que se le pase un poco —me dice mientras me lleva al refrigerador industrial del extremo de la cocina.

No va a olvidarlo pronto: el Loto Azul es la infusión enseña del restaurante, la nota de genialidad en el rígido esquema kaisekide nuestra cocina. Cada vez tengo más frío, aunque lo peor es el dolor en la mano. Mañana tendré una ampolla terrible. Voy al fondo del refrigerador y hundo la mano entre las bolsas de hielo mientras busco una vacía donde meter unos cuantos cubitos y envolverme la mano. Cuando aparto varias cajas y recipientes, un reflejo azulado me llama la atención.

Es una fiambrera transparente, llena hasta los topes del concentrado con el que el chef prepara el Loto Azul. Pensaba que lo guardaba bajo llave en la nevera de su despacho, pero este recipiente tan grande no debe caber.

No sé por qué lo hago, quizás porque se ha puesto como un energúmeno, o quizás simplemente porque es imposible convertirse en un gran chef sin ser curioso. El caso es que abro la fiambrera y tomo un poquito con mi cuchara. Es una especie de pasta, como un foie-gras. En la boca su textura es flexible y quebradiza, me recuerda a la de algunos pescados. Paladeo con atención y enarco las cejas. El sabor es inconfundible: umami. Esto sí es raro: en la cocina kaiseki solo se utilizan cinco sabores, y ninguno de ellos es el umami. 

Cuanto más lo saboreo, mejor me encuentro. La mano ya no me duele, tampoco siento el frío. Pero estoy un poco mareado. Salgo del refrigerador. Tropiezo con la puerta, pero no noto el golpe. Me dejo caer en la misma banca donde pensábamos cenar Danielle y yo esta noche. Los fluorescentes que cuelgan del techo parecen oscilar, como si estuviera en un barco.

—¿Qué haces aquí? —alguien grita muy cerca de mi oído.

Es el chef que me mira fijamente con los ojos entornados y los dientes rechinando. Parece un cerdito, un puerco remoloneando alrededor de Danielle. Abro la boca para comentárselo antes de que se me olvide, pero apenas puedo balbucear mientras agito ante su nariz la cuchara aún manchada de azul. Una chispa de comprensión cruza por los ojos del chef:

—¿Estás drogado? —Su francés es estupendo cuando se esfuerza—. ¡Fuera de mi restaurante, estás despedido!

Salgo de la cocina por la puerta de atrás y me apoyo en el muro del callejón. En los grafitis, las consignas anti-orientalistas de los terroristas de Les Citoyens se enroscan y se retuercen mientras su firma, el médico de la peste, me persigue intentando clavarme su picuda máscara.

Danielle aparece corriendo detrás de mí.

—¿En qué demonios estás pensando? —otra que me grita—. ¡Me lo prometiste!

Parpadeo hasta que las múltiples Danielles se agrupan en una sola. Quiero que comprenda que nada es culpa mía, así que le explico todo lo que ha pasado con detalle, empezando por la incorporación de Marsella a la corona de Francia en el año de Nuestro Señor de 1481. Es tan buena oyente que no dice ni mú. En el portal de casa el sensor no reconoce mi huella, seguramente porque como no se está quieto no puedo apoyar bien el dedo. Danielle y yo no estamos dados de alta en la misma burbuja de convivencia, no hay manera de que entremos si no acierto. Ojalá esto la convenza para mudarse aquí. ¡Ah! Si le iba a pedir matrimonio. Rebusco en los bolsillos el estuche, pero Danielle vuelve a gritarme. Mejor lo dejo, creo que no está de humor. Vuelta al sensor. Guiño un ojo y levanto una pierna para apuntar mejor y, bazinga, la puerta se abre con un zumbido.

En cuanto entramos en casa me derrumbo en el sofá y me quedo dormido como un tronco arrullado por los imaginativos y malsonantes insultos de Danielle.

+

Me despierta la luz entrando por la ventana. Lo primero que veo es mi mano vendada y de golpe recuerdo la quemadura, al chef, el Loto Azul, el portal, Danielle.

Danielle. Me levanto de golpe.

Está sentada en la cama de la habitación, aunque cuesta reconocerla sin mascarilla y con la cara congestionada de tanto llorar.

—Danielle, lo siento —No me atrevo a pasar de la puerta—. No entiendo qué me pasó. Tienes que creerme, estoy limpio.

Para mi sorpresa, no hay gritos ni reproches. Niega con la cabeza, sigue llorando y me señala un papel en el que hay algo garabateado.

—Me han llamado de la biotech. Un trastorno neuromuscular. Mi muestra de ayer. Del restaurante. Miastenia —Danielle balbucea y se atraganta con las lágrimas. Me siento junto a ella. “Miastenia” es la única palabra en la hoja de papel. Se sorbe la nariz antes de hablar, tan bajo que casi no la oigo—: Harán un contraanálisis, pero no me han dado muchas esperanzas.

Con la última palabra vuelve a quebrarse y rompe a llorar.

—Superaremos esto, Danielle. Nosotros podemos. —Pero la siento rígida bajo mi abrazo.

—Hablaré con el chef, le pediré que te readmita. El tratamiento es caro.

La suelto. Sueno más frío de lo que pretendo:

—¿El chef? —Me resisto por pura inercia—. Tenemos los ahorros para el restaurante.

—¡No! Los ahorros son nuestro futuro —Se limpia las lágrimas con la mano y levanta la barbilla—. Serge, no puedo seguir así, no puedo estar pendiente de ti.

—Estoy limpio —Sostengo su mirada.

—¿Por cuánto tiempo, Serge? —Suspira—. Da igual lo que pasase ayer. Lo único que sé es que te has quedado sin trabajo cuando más falta me haces —Vuelve a suspirar—. Hablaré con el chef. Tú mantente alejado hasta que se arregle. Y ahora, déjame descansar un poco.

—Siempre el chef, ¿eh?

Me muerdo la lengua, pero es demasiado tarde. Su mirada es tan dura como su tono:

—Tienes mucho que aprender de él, Serge. Madura.

Su portazo pone fin a la conversación.

2

Me agarro una mano con la otra para que dejen de temblar. Sigo las pautas: inspiro fuerte, contengo el aire, dejo que me llene, exhalo. No ayuda mucho. Al diablo. Mejor salgo.

En el recibidor, mi padre me mira desde la foto que Danielle insistió en colocar junto a la puerta. Si bajo ahora terminaré comprando en la esquina de la Castellane. Le he dicho la verdad: llevo seis meses limpio.

La mano vendada me pica mucho; la rasco con violencia, ojalá pudiese atravesar la tela. Si no hago algo voy a volverme loco. ¿Y si los de la biotech se han equivocado? ¿Y si los ha entendido mal?

Voy al salón y enciendo el ordenador de Danielle, puedo acceder a los informes desde la nube, la he visto hacerlo. Pide una contraseña, pero ella usa la misma para casi todo. En la carpeta de ayer destaca Danielle, marcada en rojo. Leo con atención; no hace falta ser médico para darse cuenta de que tiene mala pinta. Me limpio las lágrimas mientras navego por los ficheros, abriendo informes al azar, buscando algo de esperanza: un error de interpretación en el pasado, un diagnóstico corregido. Sigo rascándome la mano. Los ojos me pican cuando por fin encuentro un comentario sobre la “sorprendente evolución en la carencia de calcio” de un cliente. Otro “ha dejado de mostrar señales de acidosis metabólica desde la anterior visita”. Cuanto más habituales son los clientes, más frecuentes se vuelven este tipo de anotaciones. Pronto, la evidencia es obvia: todos los clientes asiduos están curándose de sus dolencias.

Bueno, es justo lo que vendemos en el restaurante: salud gracias a nuestros menús ajustados genéticamente. Pero los resultados son sorprendentes, no hay más que ver el tono de los comentarios de la biotech. Y solo hay un alimento en el que coincidan todos esos clientes: el Loto Azul. Reviso los informes de Danielle, pero la infusión no aparece en su ficha. Debe de ser un error, todos los cocineros iniciamos el día con una taza, es un ritual.

No hay manera de concentrarse, la venda me molesta cada vez más. Con un cuchillo de la cocina rompo un extremo y la deslío. La mano queda al descubierto, sonrosada y sana. No hay quemadura. Ni rasguño. Ni ampolla. Nada de nada. Se ha curado como si nunca hubiera existido.

+

Mientras corro al restaurante, pienso que es una locura.

Cuando llego es tarde y está cerrado, pero he cogido las llaves de Danielle, las de la puerta trasera que da directa a la cocina. Me lanzo de cabeza al refrigerador. Tiro todo, cada balda, cada repisa, lo reviso de arriba abajo hasta que ya no siento manos ni pies de puro frío. No hay ni rastro de la fiambrera ni del concentrado, el chef debió llevárselo ayer. La nevera de su despacho también está vacía. 

Al volver a entrar en la cocina veo brillar, sobre el suelo, una sombra azul profundo. Es la mancha del Loto Azul que derramé. Cualquier otro día, con la lejía y el gel desinfectante, no quedaría ni rastro, pero parece que el chef tenía mucha prisa por cerrar, su despacho tampoco estaba cerrado con llave. Tengo una idea. Froto con un trapo hasta que se tiñe de azul y luego lo pongo a hervir. El agua adquiere un color azul mate, turbio, nada que ver con el brillante cobalto del Loto Azul. Pero es lo que hay. Vierto el agua sobre una planta de menta mustia y tristona que Danielle tiene junto a su pantalla. Me siento en el suelo a esperar un milagro.

La planta me recuerda a mí: yo también languidezco junto a Danielle, pese a sus cuidados. Ella es mi única esperanza de recuperación, ¿qué ha pasado para que sea yo el que esté preocupándome por ella? Mi lamento rebota en las ollas, las sartenes y las campanas extractoras, que me lo devuelven distorsionado, metálico, deshumanizado, como si el destino se burlase de mi esperanza. El segundero retumba en mi cabeza con cada minuto que pasa. Agacho la cabeza, me muerdo las uñas hasta llegar prácticamente al hueso. Estoy sudando, me falta el aire. No puedo más. Recuerdo haber visto a Michel guardar pastillas en la taquilla. Con un cuchillo debería poder abrirla. No puedo comprobarlo porque cuando me levanto veo la planta. 

Resplandece como recién comprada, fresca, sanísima.

Es hora de pedirle el chef que me explique algunas cosas.

3

Podría decirse que el chef Watanabe se había hecho rico gracias al colapso de América, tras la décima ola, cuando la Unión Europea cedió el control de la crisis sanitaria a los únicos que habían sido capaces de manejar la pandemia: China, Japón y Corea. El furor por todo lo oriental que se desató a continuación llenó día tras día y noche tras noche el Ikigai, un remanso de equilibrio y tradición basado en la cocina kaiseki, donde el precio de cada plato iba en función de la música ambiente y de la vajilla sobre la que se servía, y donde solo se utilizaban cinco colores, cinco sabores y cinco maneras de preparar los alimentos. El orden y el equilibrio absolutos en mitad del caos que había traído la pandemia.

Ese dinero era el origen de la impresionante casa aislada sobre un promontorio, cerca del Parque Nacional de Calanques, en la que estoy llamando al interfono. Oigo su respiración al otro lado. Digo: “Loto Azul” y no tardo en escuchar pasos tras la puerta. El chef abre y me mira con detenimiento antes de indicarme que lo siga. El salón se abre a un jardín que cae prácticamente a pico sobre el mar. Da la sensación de que uno se encuentra flotando entre el cielo y el agua. Un telescopio de madera orientado a las estrellas termina de poner un toque mágico.

El chef saca una botella de Yamazaki y se sirve un buen vaso, sin hielo.

—¿Quiere un whisky? —me ofrece, pero su tono es cortante.

Sí que quiero, pero le digo que no. Llevo todo el camino ensayando, pero ahora todo me parece ridículo, soy incapaz de hablar, así que él continúa: 

—¿Cómo se ha sentido, Serge?

—¿Cuándo se dio cuenta?

—Aunque no hubiese agitado la cuchara ante mis ojos, los síntomas eran inconfundibles. Chewie los sufrió antes que usted.

—¿Chewie?

—Mi perro —Se sirve otro vaso—. No le sentó muy bien. Es peligroso si no se maneja con cuidado.

—¿Peligroso? He visto los informes de los clientes. ¡El Loto Azul los está curando! Y mi mano, ¡mire! Ayer la metí en un fuego: no hay ni rastro de la quemadura. Así que no me venga con historias de que es peligroso.

El chef niega con la cabeza y le da un largo trago al whisky.

—No entiende usted nada, Serge. Si sabe lo que le conviene, se mantendrá alejado de esto. Está mucho más allá de sus capacidades culinarias.

—Necesito el concentrado —mi voz tiembla cuando le contesto—. Para Danielle. Está muy enferma.

El chef se queda con el vaso a medio camino.

—¿Danielle? ¿Ella también lo sabe?

—Ni siquiera sabe que estoy aquí —Aunque no me sorprende, me molesta cómo ha cambiado de actitud en cuanto he nombrado a Danielle—. Por última vez, necesito el concentrado.

—¿O qué? —Se pone en pie y sus ojos se clavan en los míos, pero yo sostengo la mirada—. En lugar de amenazarme, haría bien en preocuparse por usted. ¿Se ha fijado si le han salido manchas azules?

—¿Manchas? ¿De qué demonios está hablando?

Por toda respuesta, el chef saca una foto de una carpeta abierta sobre un escritorio y me la pone delante de las narices. En ella hay un enorme labrador, debe de ser el tal Chewie. Su pelaje está salpicado de manchas de un brillante azul cobalto.

—¿Quiere decir que está así por comer del concentrado? —Se me doblan las rodillas—. Pero… los clientes se curan.

—El perro comió de la piedra directamente, de donde saco el concentrado. Los clientes solo beben la infusión, está muy diluida. Como todo, es una cuestión de equilibrio. 

—¿Me está diciendo que voy a volverme azul?

—No lo sé, dígame usted: ¿se siente bien? —pregunta, sin entonación.

—Sí —Pero tengo que esforzarme para que mi voz suene firme—. ¿Puedo servirme un poco de ese whisky ahora?

—Claro —me contesta, aunque yo ya estoy casi junto al mueble bar. Él sigue hablando a mi espalda.

El golpe me llega por detrás. Antes de poder pensar siquiera en lo que está pasando, tengo al chef sobre mí. Algo rodea mi cuello. Él aprieta, las venas marcándose en sus brazos, y con cada tirón mi tráquea se bloquea un poco más. Boqueo, pataleo, todo se nubla a mi alrededor. Veo aparecer a mi padre un momento, pero cuando pienso en Danielle, vuelvo a abrir los ojos. Grito y agito las manos, que chocan con una pata metálica. Empujo con mis últimas fuerzas y el telescopio cae con estrépito. El tubo golpea al chef, lo que le obliga a soltarme. Inspiro aire, y consigo darle una patada en la ingle que lo hace doblarse. Tanteo a mi alrededor y cuando toco algo metálico lo blando instintivamente. Ni siquiera grita cuando le hundo el afilado cortaplumas en un ojo. Recupero el aliento mientras el chef, con un último espasmo, se queda inmóvil. Está muerto.

4

Estoy mareado. Menudo cabrón. Respiro profundamente hasta que empiezo a encontrarme mejor.

¿Y ahora qué? Ni pensar en la policía, todos me vieron discutir con él ayer. Y, aunque pudiese explicar qué hacía aquí, nunca estaré tan cerca de algo que pueda curar a Danielle. Tengo que encontrar el Loto Azul. Debe de guardar el concentrado por algún lado.

Sin embargo, después de registrar a fondo toda la casa no encuentro nada. Vuelvo al salón y me veo de nuevo frente al chef, tirado sobre la alfombra. De todo lo que me contó, ¿cuánto era verdad y cuánto se inventó para confundirme? En el escritorio sigue abierta la carpeta de donde sacó la foto del perro; hay otra foto, de un hombre en una cama, con suero. Pese a que está demacrado, es evidente que es familia del chef, se le parece mucho.

Dios mío. Bajo el pijama asoman las mismas manchas azules que tenía el perro. No puedo apartar la vista de ellas. Con un bufido, me quito la camisa. Pero no encuentro nada, ni siquiera un puntito azul. Claro que no, suspiro aliviado. Todo esto está empezando a volverme loco.

Termino de revisar el escritorio. La carpeta también contiene una planilla con los seis cocineros del Ikigai, incluidos Danielle y yo. Junto a la foto de ella hay una palabra en un círculo rojo: “Control”. En la parte inferior de la planilla hay una lista de días de la semana que cubre los últimos meses; para cada día, cada cocinero tiene apuntado o bien “L.A.” en azul, o bien un punto rojo. Casi todo son anotaciones azules. Después de analizar mi serie comprendo que los puntos rojos corresponden a los días libres. Así que el chef apuntaba cuándo bebíamos el Loto Azul. Pero, ¿qué pasa con Danielle? Toda su columna está llena de puntos rojos, no hay ni una nota en azul. Pero ella tomaba la infusión como el resto de nosotros. ¿O no?

No. Ahora entiendo: “Control”. Nos daba a todos el Loto Azul menos a ella. Menudo bicho. Mirando la hoja, me siento como una cobaya. Ya sé que está muerto, pero me dan ganas de escupirle.

En el escritorio, no hay mucha cosa más. Un par de libros: uno, muy usado, de marketing o algo así. El otro se titula “La noche de las Gemínidas” y tiene todas sus páginas repletas de fotos con lluvias de meteoritos.

Lo único que me queda por registrar es el jardín. Abro la cristalera y vuelvo a quedarme embobado con la vista. El césped está muy cuidado, salvo por una calva negruzca que rodea una depresión del tamaño de un mango o un boniato. Parece como si algo hubiera golpeado el suelo con fuerza. Solo quedaba la huella.

En el jardín no hay nada más de interés, pero el acantilado me ha dado una idea: ya sé cómo deshacerme del cadáver.

Limpio el salón lo mejor que puedo, por suerte la herida no ha sangrado mucho. Después arrastro al chef hasta el extremo del jardín. Estoy a punto de lanzarlo al otro lado de la baranda cuando se me ocurre que el mar devolverá el cuerpo a la playa antes o después. Necesito un peso. Durante mis idas y venidas he visto una maceta bastante grande, de un ficus creo, junto al paragüero de la entrada. La saco al jardín. Al vaciar el tiesto para atarlo a los pies del chef, caen, mezcladas con la tierra, un par de piedras, de las de adorno. Una de ellas es blanquecina, pero la otra es de un azul oscuro, casi negro. He debido de pasar tres veces delante de ella al registrar la casa. “El perro comió de la piedra directamente”, había dicho el chef. La toco con cuidado y noto la misma consistencia flexible del concentrado de ayer. Solo me atrevo a olerla, sin percibir nada, pero apostaría cualquier cosa a que si me atreviese a pasar un dedo húmedo por su superficie y llevármelo a la boca sabría a umami.

+

He vuelto al restaurante. Intento entender cómo el chef transformaba esta cosa en algo comestible. Pero después de dos horas lo único que he conseguido es una pasta maloliente y de consistencia terrosa que no se parece en nada al brillante concentrado azul que busco.

Me rindo. Es inútil. No puedo. Necesito a Danielle.

Pero cuando cojo el móvil para llamarla veo que está lleno de mensajes. No me había dado cuenta de lo tarde que era. Los veo, oigo como me gritan en silencio, uno tras otro:

“¿Dónde estás?” “¿Cómo has podido dejarme sola?” “Soy una idiota por confiar en ti.” “Estás metiéndote, ¿no? Qué valiente.” “Lo único bueno de morirme será que podré dejar de preocuparme por ti.” “Ponte hasta arriba, ojalá te olvides de mí.”

Y así treinta mensajes, por lo menos.

Suspiro. Me hubiera gustado que mi padre viera que soy capaz de mantenerme sobrio. No pudo porque cuando me desperté del último colocón ya se lo había llevado por delante la decimotercera ola. Ni siquiera me enteré de que se había contagiado. Estoy LIMPIO.

Vuelvo a dejar el móvil.

Media hora después estoy tumbado en el suelo. Mi cabeza está a punto de explotar, pero una idea empieza a tomar forma. El chef se vio obligado a romper dos principios básicos de su cocina con el Loto Azul: el color y el sabor no estaban dentro de los admitidos. Con su pomposa obsesión por el orden y el método, por la perfección del número cinco, ¿y si hubiera intentado recuperar el equilibrio a través de la tercera regla de la cocina kaiseki: solo cinco maneras de preparar los alimentos? Estoy tan desesperado que no sé si es una inspiración o una estupidez, pero no me queda nada más por intentar. Así que raspo cinco limaduras de la piedra, intentando que sean lo más parecidas entre sí. Coloco una, cruda, en el fondo del mortero, y preparo cada una de las otras: una la frío, otra la cocino al vapor, la tercera a la plancha y la cuarta la cuezo. Añado al mortero las cuatro porciones que he cocinado y las machaco junto con la quinta que dejé cruda.

Poco a poco, la masa se liga y no tarda en aparecer el brillante azul cobalto, la textura flexible y quebradiza. Llorando, me dejo caer de rodillas sobre el suelo de la cocina. ¡Chúpate esa, Watanabe!

+

Dos meses después, Danielle silba mientras remueve el risotto. A mí no me ha dejado preparar nada, “a saber lo que harías”. Nos hemos reído.

La ocasión lo merece. Estrenamos la cocina de nuestro restaurante y además, celebramos que los últimos análisis han vuelto a dar negativo. La miastenia ha desaparecido. El doctor y Danielle piensan que ha sido un milagro.

El Ikigai cerró. La policía sospecha que el chef tuvo algún problema con Les Citoyens o con la mafia y no creo que tarden en dejar de buscarlo. Por si acaso, yo había eliminado toda huella de mi paso por la casa, incluyendo cualquier referencia a la piedra y a los experimentos del chef. Siempre me quedará la duda de si, después de saber que Danielle estaba enferma, él le hubiera dado la infusión “buena” para curarla. Ya no tiene importancia.

A ella nunca podrá contarle nada de lo que pasó, pero me guardo una pequeña satisfacción. Dentro de unos días la desafiaré a replicar la receta del Loto Azul: nos ayudaría a atraer a muchos de los clientes del Ikigai. No podrá resistirse. Estoy deseando ver su cara cuándo yo lo consiga primero.

Pero todo eso es el futuro. Hoy vamos a cenar, a soñar y a bailar abrazados. Con el café, sacaré el anillo. Será la noche perfecta.

Me acerco y la beso en el cuello. 

Mi sonrisa se esfuma cuando veo la mancha azul que surge, brillante, bajo su moño.

angelvperez

angelvperez

Empecé a escribir con ocho años, una obra de teatro que mi maestra de entonces tuvo a bien hacernos representar en clase. Supongo que quería animar mi vocación, pero algo falló: seguramente yo. Aunque desde entonces nunca dejé de escribir, nunca me lo tomé lo bastante en serio. Decidí cambiar eso y ahora, con Israel, trabajo para expresarme mejor y poder compartir mis sentimientos con más gente.

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16 Comentarios

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  1. Muchas felicidades, Ángel. Me encantó el cuento: la prosa es ágil, el personaje principal está bien delineado y la trama bien construida. Denota, además, ciertos conocimientos culinarios que le agregan verisimilitud al relato. Me gustará seguir leyéndote. Muchos saludos desde Nueva Zelandia.

    • Muchísimas gracias, Alejandro. Qué bueno que la historia llegó tan lejos. Te agradezco mucho el tiempo de comentarlo, me ayuda mucho, ya sabes. Abrazo

    • Muchas gracias, Ares. Me alegro que te gustase. Se agradece mucho que te tomases el tiempo de comentarlo, además del de leerlo. Ayuda mucho.

    • Muchas gracias, David. Se agradece mucho el comentario y sobre todo que lo leyeses. Me alegro que te gustase.

  2. Muy bueno!!! Ágil y verosímil, los giros en la trama son creíbles y me mantuvo entretenida hasta el final. ¡Saludos desde Argentina!

    • !Muchas gracias, Graciela! En serio, se agradece mucho el tiempo que dedicaste a leerlo y además a comentar. Me alegro que te gustase y lo que me dices me sirve de mucho. Un abrazo de vuelta desde México.

  3. Enhorabuena Ángel! Lo he disfrutado hasta el último punto. Un lenguaje ágil, casi febril. La atmósfera es única, envolvente y a la vez muy verosímil. Tal vez si no hubiéramos vivido está pandemia me resultaría más extraño, pero ya me puedo esperar cualquier cosa. Felicidades! María

    • Eso que dices creo que es el mayor efecto de la pandemia: a partir de ahora, cualquier cosa es posible. Esperemos que no tanto como para más de trece oleadas. Muchas gracias por la lectura y la retro.

  4. Muy interesante y ameno el relato!….
    Está cargado de hechos , matices , que te mantienen atento a lo que va aconteciendo a medida que vas leyendo.
    Felicidades.

  5. Enhorabuena Ángel. Una historia que te mantiene en vilo de principio a fin. No decae, no cansa al lector. Más bien lo contrario. Muy original y de tremenda actualidad. ¿Visionaria? Esperemos que no. Más que nada por las numerosas oleadas que aparecen en tu ficción. Pero quien sabe… Miedito da. :) ¡bravo!

    • Muchas gracias, Ramón, por leerlo y por comentar. Esperemos que sí, que solo sea un ejercicio de ciencia ficción. Jaja

  6. Muchas gracias, Leandro. Me alegro que te gustase. A mí «La burbuja» me encantó, se me hizo muy creíble por cómo conseguiste darle una voz y personalidad propia al protagonista, era como estar con él mientras me contaba su historia. Tengo pendiente «Como témpera seca». Se nota la pasión que le pones.

  7. ¡Espectacular, Ángel! Un cuento excelso. Me ha encantado el personaje del chef; he trabajado en un hotel con varios «Watanabes» y si algo los identifica a la perfección es su complejo de superioridad y los ataques de furia.

    ¡Saludos!