Una familia feliz

Esta obra ganó el primer Premio Tallerícola al mejor Cuento, convocado por mi Taller de Escritura Creativa. Se publica según lo anunciado en la primera resolución del premio.

Fue seleccionado entre cincuenta y ocho obras procedentes de Colombia, Estados Unidos, Argentina, Alemania, México, Francia, Panamá, República Checa y España. Se destacó entre el resto de obras concursantes por su calidad, su falta de pretensión y su capacidad para apelar a la emoción, haciendo un tratamiento sencillo de un tema complejo: la muerte.

El cuento será incluido en una antología que se publicará bajo el sello de mi Taller de Escritura Creativa. Así mismo y próximamente, será divulgado en versión audio a través de mi canal de YouTube.

Manuel Toranzo Montero es profesor de bachillerato, vive en Carmona, Sevilla.

Una familia feliz

Por Manuel Toranzo Montero

Habían pasado dos años desde la muerte de su madre. Sentado en el salón, Alberto pasaba las tardes entre los libros de la biblioteca. Tenía en sus manos una edición antigua de Anna Karenina y llevaba unas semanas releyendo sus primeras líneas: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Dejó el libro sobre la mesa y se preguntó por el tipo de familia que era la suya. No buscaba compadecerse, era otra cosa. Odiaba esa sensación de conmiseración: las miradas compasivas de los vecinos al cruzar la calle o al encontrárselos en el supermercado, las formulaciones hipotéticas, el “si tu madre estuviera aquí, seguro estaría orgullosa”, y luego un gesto de lamento teatral, la contracción del rostro, un apretón de manos, un golpe de consuelo en la espalda.

Alberto no cambiaría a nadie de su familia: papá, mamá, el hermano, el perro —tuvo un canario y una tortuga cuando era muy pequeño, aunque él siempre quiso un rinoceronte—, los primos, los tíos, la abuela. Miraba hacia atrás, cuando no se piensa en los finales, en que nada vuelve, que todo es único, y luego uno se fija en los huecos que quedan y nota las ausencias, los asientos vacíos, un rastro de olor por los pasillos.

Alberto apagó la luz del flexo que utilizaba para leer y el cuarto quedó alumbrado únicamente por ese resplandor tibio que traen las tardes de invierno. Su mirada se fijó en los cuadros que adornaban la habitación, pruebas de un pasado remoto, inaccesible. Pensó que quizá su familia había tenido peor suerte que otras. Pensó que la muerte llega a todas, aunque no con la misma tenacidad.

Antes de lo de su madre, había vivido dos muertes: el tío Pedro y la abuela Rosario. Hubo entierros, un cura, ceremonias, trajes negros en la casa de campo, los tíos de Barcelona que sólo aparecen en los funerales, amigos que llevas años sin ver, curiosos del barrio, el termo de café, lluvia, ¿siempre llueve cuando alguien muere?, el sonido de las campanas, la iglesia, esa penitencia macabra e inútil en la que todos pasan por delante, en fila, te dan un abrazo y dicen “lo siento, avisa si necesitáis algo, cuenta conmigo para lo que quieras”.

Pero aquellas no las sitió: los viejos mueren, es normal, natural. Y el tío Pedro no estaba nunca en casa, vivía fuera, Alberto lo recordaba de traje blanco en una boda, con su bigote y su sonrisa de mafioso italiano. También que en su comunión le regaló un montón de juguetes. Apenas notó su muerte. Derramó alguna lágrima en el tanatorio, poco más. Honestamente, el tío no le importaba demasiado. Y no es que le diera igual la ausencia de la abuela Rosario, pero era mayor. Le tocaba. Con su madre fue otra cosa.

Escuchó unos pasos tras la puerta. Alberto siguió sentado en el sofá y por un momento pensó que podría ser ella, no perdía nada por pensar que su madre estaba a punto de entrar en la habitación. Mamá abriría la puerta y diría: “¿estudiaste para el examen de mates del miércoles?” O “acuérdate de ordenar el cuarto”. Pero era un ruido de la calle, tal vez su imaginación, su deseo.

Su madre había muerto hacía dos años. Alberto se obligó a llorar durante el velatorio para demostrar el cariño que sentía por su madre, para hacer palpable su dolor. Le dolía ver a su madre sin vida, tumbada en la cama, pero él ya se había dado cuenta de que eso no era la muerte, eso todavía no lo era. La muerte viene luego.

A los años uno empieza a entender lo que es la muerte de verdad. Es encontrar la letra de su madre en la agenda de teléfono, en los libros; ver cómo los botes de perfume se van secando en el ropero o los abrigos que nos regaló en Navidad se deshilachan por las mangas. La muerte es buscarla en los rostros de los transeúntes, aunque sepas que es imposible, que no la verás más, buscarla pensando que quizá esté ahí, que lo mismo la encontrarás, porque no tienes nada que perder, porque ya la has perdido.

La muerte es la venganza del tiempo, una sensación de irrealidad, una angustia transparente que se queda en los dormitorios, cada silencio que se comprime, el tabú, la transacción de los nombres, la búsqueda de otro término, la omisión. La muerte es sentarse en el sofá a esperar que esos ruidos sean sus pasos, creer que puede ser ella quien abra la puerta y saber que no será. Las ropas de su armario: ridículas, sin que nadie se las pongas, convertidas en trapos para limpiar el polvo o alfombras para el perro, sombras de tela que se amontonan en la cama, en los armarios; un reloj viejo de pulsera sin pilas, fotos, cajones vacíos, la memoria de su olor, el rostro triste de papá, sentado en el sofá, viendo la tele sin decir palabra, cambiando los canales; la indiferencia de los muebles, el polvo interminable en los azulejos del cuarto de baño, el caldo de pollo en cantidades industriales, la claustrofobia del apartamento en la playa. Todo eso es la muerte y Alberto lo sabe mientras salta entre las páginas de Anna Karenina.

Vuelve a la primera página y relee: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Cierra el libro, lo deja sobre el sillón y se acerca hasta quedar delante de un cuadro de la habitación que contiene tres fotografías: en una sale su madre con una sonrisa inmensa, es un retrato; en otra su madre y su padre están disfrazados de Reyes Magos; en otra, la familia está en Sierra Nevada, a punto de esquiar, su madre usa un gorro con un personaje de dibujos animados. Alberto tuvo que dejárselo, no recuerda bien por qué, quizá ella olvidó el suyo en el hotel, o en casa antes de hacer las maletas, o simplemente él sugirió que ella lo utilizara, le quedaría bien, para hacer la broma: mamá con un gorro de dibujos animados, es tan gracioso. Alberto sonríe, una lágrima resbala por su mejilla. Sí, piensa, mi familia es una familia feliz.


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manueltoranzo

manueltoranzo

Nací en Carmona en 1990 y a lo largo de mi adolescencia me empezó a interesar la literatura. Estudié filosofía en la Universidad de Sevilla, donde me atrajo especialmente la obra de José Ortega y Gasset. Después de terminar la carrera, hice el Máster de Profesorado (MAES) y el Máster de Filosofía y Cultura moderna, ambos en la Universidad de Sevilla. Durante mis años de carrera, mis referencias literarias fueron Antonio Machado y Milan Kundera, para posteriormente interesarme en la literatura hispanoamericana y en la obra poética de autores como Ángel González o Luis García Montero. En 2016 aprobé las oposiciones para profesor de Enseñanza Secundaria. En el año 2020 me fue otorgado IX Premio de Poesía Noches del Baratillo. Ese mismo año, me fue otorgado el tercer premio del XXIX Concurso Regional de Cuentos y Poesías Isabel Ovín.

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1 Comentario

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  1. Hermoso, me gusto mucho me hizo recordar a mi madre quien trascendio ya hace varios años y me ayudo a entender muchos de los problemas que tengo al escribir y encontrar que la sencillez es mas valiosa que ninguna otra cosa.

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