Una mañana, seguramente de domingo, recién habiéndome levantado a eso de las dos o tres de la tarde, mi marido me dijo, al preguntarle cómo había pasado la noche:
—Estuve muy inquieto —pronunció con cierta aflicción—. Casi no dormí, me desperté temprano porque me soñé a mí mismo diciéndome: eres tan vago, tan vago, que debes levantarte para así tener más tiempo de hacer nada.
Sonreí mientras me quitaba las chinguiñas de los ojos.

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