Finalmente, después de que hace unos meses Enrique Vila-Matas presentara en Sevilla su más reciente novela Aire de Dylan, me di a la tarea de atrincherarme en casa y leerla. Debo decir, terminado el atrincheramiento, que la obra me deja un buen sabor de boca y me hace reflexionar sobre el arte, en particular el literario, y la época posmoderna en la que vivimos.
La novela cuenta la historia de un escritor (raro en Vila-Matas) que planea dejar de escribir, radicalizando su postura hasta el mutismo, pues a lo largo de su vida también había hablado hasta por los codos. El escritor, arrepentido por todos los libros que escribió y publicó durante su prolífica carrera literaria, analiza el contexto que lo rodea tanteando los pros y los contras de llevar a cabo su plan: callar.
Una carta procedente de Suiza que lo invita a participar en un congreso sobre el fracaso, lleva al escritor a toparse de frente con Vilnius, el joven hijo de otro escritor afamado que ha muerto recientemente y cuya única virtud, en contradicción al éxito literario del padre, es parecerse físicamente a Bob Dylan.
Vilnius, sin pudor alguno, hace público durante el congreso del fracaso que sus últimos días lo han convertido en un ser miserable, debido a que Lancastre (así se llama su padre el escritor famoso) se le cuela en la cabeza por momentos, infiltrándole recuerdos sobre su vida.
Los planes del escritor radical que pretendía callarse para siempre, se truncan cuando conoce la disparatada historia de Vilnuis, quien además de soportar las intrusiones mentales de su padre, se dedica sin prisas a completar un Archivo General del Fracaso, de cuyo resultado planea hacer una película y, sin planearlo demasiado, termina fundando la infraleve sociedad Aire de Dylan, cuyos ligeros miembros intentarán desenmascarar a los asesinos de Lancastre, a través de una representación teatral con cara y cuerpo de narrativa.
Vila Matas cuenta así la relación de un padre y un hijo que personaliza el duro contraste entre la cultura del esfuerzo y el creativo arte de encogerse de hombros y no hacer nada.
Entre otros aspectos, la obra de Vila-Matas me hizo pensar en lo difícil que es escribir narrativa, en las diferencias que hay entre crear poesía y crear narrativa, para ser exacto. Un diálogo de Vilnius en la novela me hace detenerme en este pensamiento: “¿No sería mejor tratar de vivir en un «estado poético»?”
La otra tarde le escuché decir a José Carlos Carmona, profesor de la Universidad de Sevilla que actualmente imparte un taller de escritura creativa al que asisto, que la poesía te llega pero a la narrativa hay que buscarla. Será así, pienso, porque la poesía es una especie de consecuencia inevitable de experimentar emociones o sentimientos y la narrativa es la consecuencia evitable de pensar, imaginar y construir una historia: para cuyo ejercicio hace falta mucho más que experimentar emociones o sentimientos. En ese sentido, vivir en un estado poético para Vilnuis, en términos literarios, es vivir a la espera de que todo te llegue, como cuando las musas te susurran al oído y de una sentada escribes un montón de páginas en prosa que hablan sobre sentimientos y emociones pero sin drama, argumento o dirección. Una espera que podría, o no, terminar en la fructificación de una idea y su consecuente transformación en un producto literario, llamémosle poema.
Sí, quizá sería mejor vivir en un estado poético. Mejor por fácil, porque esperar no te obliga a nada. Es cruzar las piernas, los brazos y sentarse a contemplar cómo el tiempo transcurre, hasta que de un momento a otro algo pasa y puedes, o no, reaccionar ante ello. Vivir en un estado poético podría ser fuente de felicidad para el mundo, como lo es para el personaje de Vila-Matas, pero en definitiva esperar es aburrido y cobarde.
¿Qué puede ser más aburrido que postrarse frente al tiempo a esperar que algo suceda? Quizá postrase frente al tiempo a esperar, incluso sabiendo que nada pasará…
Este libro me recordó que en arte, el creador tiene la obligación de perder el miedo al fracaso porque, de no hacerlo, tarde o temprano llegará a la parálisis: en el mejor de los casos enmudecerá, en el peor se vestirá de artista famoso y andará por allí jurando que trabaja en un proyecto muy interesante y ambicioso, tanto que podría decir durante toda su vida que trabaja en ello, sin temor a fracasar o ser juzgado. El colmo, en el caso de Vilnius, el personaje de Vila-Matas, es pregonar que tu proyecto creativo es un Archivo General del Fracaso.
Si una de las características de los tiempos posmodernos que corren es que para ser artista o literato hay que ser un auténtico huevón, por no decir fracasado-wannabe, me declaro moderno, o anticuado, ya no sé.
Y ahora los dejo porque desde hace tres semanas intento hacer cuajar las ideas que podrían convertirse en mi próximo libro de relatos, ideas que yo solito me impido aterrizar porque tenía el compromiso moral de terminar de leer Aire de Dylan y el compromiso irreal de pelear a muerte contra un queso de soja gigante.
Cierro esta nota con aires de reseña y auto castigo, con una cita del narrador de Aire de Dylan (me refiero al personaje que escribe la novela y no a Vila-Matas —aunque tal vez la diferenciación sea innecesaria):
“Ellos lo habían pensado bien y no tenían tiempo ni querían pertenecer a la cultura del esfuerzo […] Preferían tener una idea por día y ser infraleves como el aire y vivir tranquilos y cambiar todo el rato de pensamientos en medio de la atmósfera cultural vacía de su país, balancearse en la nada y no cometer el error de encadenarse durante meses o años a la elaboración de un libro, de una sinfonía, de una película. Querían tener una idea por día y normalmente ni siquiera llevarla a la práctica, tenerla y dejarla abandonada, catalogarla como un fracaso más en el Archivo General del Fracaso.”

Para los que no pudieron asistir a la presentación en Sevilla, aquí les dejo la grabación de la presentación de “Aire de Dylan” en la Biblioteca Provincial Infanta Elena. Por cierto, si quieren se la pueden descargar.
Autor de las imágenes: Marco Colin
Un honor el “Me gusta” de Vila-Matas. ¡Mola!, como dicen los españoles.