El mundo está mal. Todos lo dicen. Se quejan siempre. Me quejo siempre: el mundo está mal. Quejarse es muy fácil. Es depositar en los demás cualquier responsabilidad. El mundo está mal. Alguien debería arreglarlo. Pero ¿quién, cómo, cuándo, de qué manera? Y ¿por qué decir “alguien debería arreglarlo” y no simplemente “debería arreglarlo”?
Cambiar el mundo, asegura mi padre, es cosa de soñadores que no tienen los pies en la tierra. ¡Claro! Mi padre, tan preocupado como cualquiera porque su hijo no muera de hambre o asesinado, en el intento de arreglar el mundo, ha preferido siempre que me deje de andar por ahí de artista, manifestante, quejumbroso e inconforme. Me acusa: ¡pesimista!
Gandhi, Picasso, Einstein, Galileo, Da Vinci, son sólo un puñado de gente que transformó su realidad. Genios de la historia que han sabido ganarse la memoria global por su valentía y fuerza de voluntad, pero sobre todo, por su garra e inteligencia frente al imperativo ideológico, económico y normalizador que todo lo rige. No pretendo compararme, ni muchísimo menos, con semejantes personalidades. Las traigo a primera fila, supongo, para contradecir a mi padre, pero sobre todo para recordarme que si ellos lo hicieron, cualquiera puede; no le está negada a nadie la posibilidad de cambiar el mundo. O no debería.
¿Riesgos? ¿En qué ámbito de la vida no los hay? Recuerdo, no sin un poco de vergüenza, que durante mis años de infancia le preguntaba a mi madre: ¿qué puedo ser de grande? Ella, entusiasmada y llena de fe, me abría un panorama amplio de posibilidades; no siempre las más acertadas, pero al fin variadas. Puedes ser futbolista, me decía, bombero, policía, médico, arquitecto, abogado, empresario. Y mi siempre recurrente pesimismo, ya latente desde entonces, me hacía pensar: los futbolistas se rompen las piernas, los médicos, si se equivocan, pueden matar a alguien, o matarse ellos mismos si pillan un trágico virus de quirófano; los bomberos se mueren quemados o aplastados, los policías a balazos y los arquitectos, abogados y empresarios, se mueren de aburrimiento. Por aquél entonces, no sabía muy bien qué significaba ser arquitecto, abogado o empresario. Pero sonaba fatal. ¿Qué te gustaría a ti ser de grande?, me preguntaba mi madre, resignada, pues ninguna de sus sugerencias conseguía interesarme. Menos aún cuando me decía: sea cual sea tu elección habrás de entender que, al final, todo conlleva un riesgo.
No supe responder a esa pregunta hasta muy entrado en la adolescencia, o sea, casi ayer. Pero siempre, por muy lejana e incomprensible que me pareciera la respuesta a esa pregunta, me imaginaba frente a la gente, conversando. Me lo imaginaba mientras practicaba, tercamente, mi caligrafía sobre un bonche de hojas blancas. Imaginaba charlar, no como quien se imagina poseedor de una conversación digna de aplausos y reconocimiento, sino como quien ve en el acto de dialogar, una oportunidad para recordar, para revivir y, por lo tanto no olvidar. Como quien ve en el acto de platicar una estrategia para entender el mundo.
Quizá el padre de Gandhi (primer ministro de la ciudad hindú de Porbandar, perteneciente a una casta de astutos mercaderes), se habría muerto del susto, de no haber muerto antes, al enterarse de que su hijo, quien había estudiado abogacía en Londres durante su juventud, se estuviera muriendo de hambre, literalmente, en pro de sus ideales. Quizá, de haber estado vivo, el padre de Gandhi habría hecho lo posible por impedir que su hijo anduviera por ahí de proclamador de la paz, desatando la violencia de quienes no lo entendían. Quizá habría intentado impedir que un joven hindú lo asesinara a balazos y hoy Gandhi no sería Gandhi.
A Galileo, por otra parte, lo asesinó la iglesia. Sustentar la teoría heliocéntrica de Copérnico y con ello sostener que la tierra no era el centro del universo, fue demasiado transgresor para su tiempo. Puso al mundo de cabeza, cimbró las mentes, cuestionó la autoridad religiosa. Y, aunque luego se retractó e hizo pasar por falsos sus descubrimientos para salvar la vida, no consiguió salir del problemón en que lo habían metido sus inquietudes científicas. Ignoro si los padres de Galileo, o cualquiera de sus familiares, intentaron ayudarlo. Pero de haberlo hecho y conseguido, quizá hoy Galileo tampoco sería Galileo. Ni el mundo sería el mismo en el que hoy vivimos.
Gandhi y Galileo corrieron con el riesgo de ser ellos mismos y hacer lo que debían y querían hacer. Y así cambió el mundo en consecuencia.
Ambos, muy a mi pesar, le dan a mi padre la razón, en parte. Frente a ello, no me queda más que admirar la sabiduría de los tres. Reconozco que hay genios que han cambiado al mundo, a pesar de sí mismos y corriendo con riesgos tan gruesos como los de éstos dos personajes. Soy demasiado cobarde para eso. Pero, para mi fortuna pesimista y, para consuelo de mi padre, no todos los que han cambiado el mundo tuvieron el mismo destino.
Picasso murió de un edema pulmonar, calientito en su casa y acompañado por su familia, después de una vida artística que lo convirtió en el pintor español más importante del siglo XX. Einstein murió de un infarto cardiaco consecuencia de la complicación de una bronconeumonía pulmonar, es decir, por abusar del tabaco, después de decirle al mundo que el tiempo y el espacio son una chusquería. Y Da Vinci murió de viejo en un castillo italiano, sin saber que se había convertido en el personaje más genial e innovador de la historia.
Cuando tenía dieciséis o diecisiete años y me preparaba para entrar a la universidad, me resultó inevitable recordar esos pensamientos sesudos de mi infancia sobre los contras de ser bombero, policía o médico. Descubrí que no me servían de mucho para resolver una duda que por entonces me atormentaba: ¿debo elegir la carrera de informática y, por lo tanto hacer un bachillerato que me disponga para ello?
De no haber sido porque tuve dos profesoras muy buenas que me supieron enamorar del periodismo y la literatura en esa etapa de mi vida, quizá hoy no estaría escribiendo estas líneas y habría perdido el asco por las matemáticas. Y ya puesto a sumar peros: quizá también, de haber sido informático, sería muy infeliz y aquellas imaginaciones mías sobre conversar con los demás se habrían vaporizado, pues no eran más que una borrosa nube de pensamientos.
Me decidí, pues, por la literatura, después de estudiar comunicación social y periodismo cultural, probablemente porque me parecía poco factible eso de morirse escribiendo, pero también porque fue la profesión que me permitía hacer lo que desde niño imaginé: conversar, comunicar.
Hoy, después de varios años comprometido con mi formación literaria, totalmente convencido de haber encontrado mi vocación, eso que mucha gente llama “la pasión” de la vida; se me cruzan en el camino varias preguntas aún más difícil de responder que la de qué iba a ser de grande. Preguntas que seguramente han puesto a sudar a más de una persona y esclavizado muchas. ¿Par qué escribo? ¿Qué aspectos del mundo me parece están mal y deberían cambiar? ¿Con qué aspectos de la vida no estoy de acuerdo? ¿Qué postura debo tomar ante ello como creador literario o periodista?
No pienso meterme aquí en el berenjenal de la función social del periodismo. Está claro: cuando de periodismo se trata, mi compromiso es social. Basta con decir eso. Periodísticamente hablando me siento comprometido con “la verdad”, por trillado y poco concreto que eso suene.
Pero quizá sí vale la pena desarrollar brevemente el tipo de compromiso que elijo tomar como creador literario, al tiempo que expongo, como si se tratase de una declaración de intenciones (quizá apresurada, pero honesta), cuáles son los principios e ideales que hoy me interesa defender a través de la literatura.
No busco crear vanguardias, romper moldes, o transformar la visión del mundo con mi trabajo literario (aunque debo confesar que, muy al inicio de mis incursiones en la narrativa, sobre todo en el terreno de la investigación, soñé con proponer a la técnica del cuento un cambio tan importante como lo hiciera Edgar Allan Poe en el siglo XIX, y hasta me dediqué a investigar el cuento mexicano de la segunda mitad del siglo XX con la esperanza de encontrar rasgos “evolutivos” que pudieran guiarme hacia esa meta).
Tampoco busco hacer historia y ganarme la memoria global por mi valentía o fuerza de voluntad y, no soy quien para combatir el imperativo ideológico, económico y normalizador que todo lo rige. Sobre todo, porque aspiro a pagar la renta y comprar comida con los beneficios de mi trabajo literario, porque quiera o no, mi literatura siempre se verá influenciada y puede corresponder a una o varias ideologías, y porque hay un aspecto de mi realidad social que sí me interesa “normalizar”, es decir, ayudar a convertir en norma (lo expondré más abajo).
Me cuesta trabajo creer que Galileo, Gandhi, Picasso, Einstein o Da Vinci hayan dedicado sus mejores días a cambiar el mundo, así, de manera tan abierta y comprometida. Sin duda alguna, todos ellos se dedicaron simplemente a lo que debían y querían hacer. Y se comprometieron única y exclusivamente consigo mismos y sus principios, trabajos e ideales. Luego, algunas veces con más fortuna que otras, esos trabajos o dedicaciones tuvieron consecuencias que transformaron el mundo, o mejor dicho, que cambiaron la forma en que los demás comprendían el mundo. Pero esa consecuencia poco o nada, a mi parecer, tuvo que ver con sus motivaciones o intenciones.
Parto de esa idea para delinear el primero de los principios que hoy por hoy defiendo a través del ejercicio literario: el único compromiso que establezco es conmigo mismo y con mi trabajo. Es decir, antes de comprometerme con cualquier fin, ajeno o externo a la creación, no me comprometo con nada ni nadie más.
El segundo de mis principios, en íntima relación con el primero, es el siguiente: más allá de buscar que los demás transformen su modo de entender el mundo, me interesa mostrarle a los demás, a los interlocutores con quienes deseo conversar, cuál es mi modo de entenderlo, de verlo, y así luego, escuchar sus propias formas de percepción y organización, para nunca salir del sistema de intercambio de ideas que hace tan rica, emocionante y sorprendente la vida.
Finalmente, el tercero y último de los principios con los que actualmente me comprometo, es: defender y luchar por los derechos humanos, sexuales y reproductivos, cuando esta lucha no interfiera o condicione mi creación literaria.
Soy orgullosamente gay. Estoy casado con un hombre maravilloso con el que deseo compartir el resto de mi vida. Hasta hace muy poco tiempo, en mi país de origen, México, no se permitía el matrimonio entre personas del mismo sexo. A pesar de que el Distrito Federal dio un gran paso en materia de derechos humanos al modificar su código civil, las parejas no heterosexuales del resto del territorio mexicano no pueden optar por el matrimonio en sus propias localidades, restringiendo así los derechos y garantías que tal efecto jurídico tiene como consecuencia en los cónyuges.
En España no hace muchos años que la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, permitió, en mayor o menor medida, una respuesta social positiva frente al incremento de familias diversas conformadas por personas no heterosexuales, teniendo esto como consecuencia, un decrecimiento de los crímenes por homofobia y una disposición más respetuosa y tolerante frente a la diferencia.
Me interesa que la realidad en la que vivo, parecida a la de millones de personas en todo el mundo, unidas bajo un modelo de familia no convencional, se normalice, se convierta en norma. Estoy cansado, como mucha gente, de ser un ciudadano de segunda, de sufrir, a veces más, otras menos, la ignorancia y discriminación de los otros. Por eso acojo ésta como causa o principio.
Hubo un periodo de mi adolescencia temprana en que, en efecto, intenté cambiar el mundo. Hasta que me di cuenta de que esa tarea, aunque no le está negada a nadie, me quedaba demasiado grande. Sí me interesa, en cambio, escribir, y a través de la escritura comprometerme con algunos ideales o principios. Si debido a ello, un día, el mundo cambia, bien habrá valido la pena el esfuerzo, porque más de una persona habrá conseguido utilizar o aprovechar mi trabajo. De momento, me basta con ser yo mismo quien le saque partido.
Me siento avocado a los principios e ideales que hoy me motivan y estaré siempre dispuesto a correr los riesgos necesarios para defenderlos, sean los mismos toda mi vida o, como probablemente suceda, cambien. Nadie en este planeta piensa igual toda su vida.

Espero leerte . Saludos
Hola, legrosbouton: gracias por pasarte por mi blog. Seguro estamos en contacto. Déjame preguntar: ¿cómo llegaste a mi blog?
Saludos.
Por una chica crossthevoid
y demás por que uno siempre para aumentar sus fronteras .
Saludos.
Siempre hemos oído, incluso pensado, que la Verdad, con mayúsculas, debiera regir nuestras vidas. Desde nuestra infancia, padres, maestros y curas nos sermonean, injertándonos en nuestros pilares educacionales , una rama florida llamada verdad , pues según ellos , es la única de cuyos frutos podremos nutrir una vida plena e íntegra . Sin embargo, la historia y el devenir vital, nos advierte que ese dogma no es nada pragmático. Atiendan si no…
Hace 2400 años a un genio llamado Sócrates, le obligaron a beber cicuta. Su delito: ser íntegro y defender su verdad.
Cuatrocientos años después, un tal Jesús, iba pregonando que todos los hombres éramos iguales a los ojos de Dios. , que había que amar al prójimo, perdonarle…El pago a tanta evidencia, fue la crucifixión entre dos delincuentes.
En pleno Renacimiento, Girolamo Savonarola era un fraile dominico que en la plaza de la Signoria de Florencia, destapaba a voces la corrupción y el vicio del clero romano, capitaneado por el Papa Alejandro XI y su familia, los Borgia. Tanta elocuente veracidad, fue premiada quemándole vivo en la misma plaza donde mitineaba.
A Galileo Galilei le vilipendiaron por aseverar que los planetas giraban alrededor del sol y no al revés.
Darwin, fue tachado de hereje por deducir que procedíamos del mono (hay verdades que duelen demasiado). Ghandi y su no violencia, se atrevió con aquella franqueza de que la India no debía rendir pleitesía a los antecesores del príncipe orejón. Murió a balazos. Al premio nobel de 1964, Martin Luther King, le costó la vida difundir a las masas aquella evidencia de que todos somos iguales, independientemente del color de nuestra piel o raza. Víctor Jara, por cantar aquella otra verdad de “el derecho de vivir en paz “, murió a manos de los sicarios de Pinochet (que casualmente vivió muchos años más que Víctor, como hombre cauto
por no decir ninguna verdad ) .
Y hoy mismo, los movimientos Antiglobalización o Greenpace, son recibidos a palos por los gobiernos democráticos de medio mundo, por recordarnos obviedades, como el enriquecimiento de unos cuantos y sus multinacionales están desertizando el planeta. Y que nuestros hijos y nietos, heredarán ríos y bosques contaminados. Verdades vertidas a lo largo de más de dos milenios, pagadas, ¡y de qué forma! Y tú, defiendes la verdad…? Pues dísela a Hacienda, “so valiente”. Ah… que eso no es rentable… Total, vuelvan al titular… lo que yo les decía…
(La verdad, la sinceridad, el vivir de acuerdo con tu conciencia, puede que, muchas veces no sea rentable, Isra, pero ¿y vivir con miedo, o escondido, o simplemente sin quererte a ti mismo? Por eso, decidir entre la rentabilidad y la dignidad, es la cuestión.
Hermosísimo texto, que me hizo recuperar la memoria de éste, perdona el atrevimiento)
Manolo Martínez
Mi queridisimo Isra, primeramente me disculpo contigo por no haber acudido al encuentro en el barcito del centro al que habías convocado para celebrar tu visita por estos lares, ya te contaré las que he pasado, seguidamente escribo para expresarte la admiración que siento al leer tus lineas me gusta mucho tu estilo y creo yo, desde una perspectiva muy fumada, que estas herramientas que proporcionan los blogs, pueden no dar la fama del tamaño de Picasso pero quien sabe en unos cien años, estos podrían ser objeto de estudio antropológico para algún interesado en el pensamiento de quienes osan abrirse al mundo sin esperar mucha respuesta de este. En fin querido Isra te dejo abrazos, besos, y mucho calor humano.