Como témpera seca

Como témpera seca

Por Leandro Puntin

Pocas cosas me sacaban de la mierda como pintar frente a la tele. Hasta me atrevería a decir que ninguna otra. Quizás, eso empezó a mis cinco años, ese gélido sábado de diciembre, cuando papá me regaló mis primeros lápices acuarelables, y unas cuantas horas después, fue asesinado en una redada a un aguantadero. Fuera como fuese, dos años más tarde, había dominado el arte de las témperas y el realismo de las frutas; y ahora, con diez, me dedicaba a los acrílicos: retrataba, casi a la perfección, a las víctimas de los programas sobre casos criminales que devoraba durante la tarde.

Mi madre también era policía y mientras ella patrullaba los barrios pobres de una ciudad cercana, yo volvía del colegio, relevaba a mi nono —un gaucho analfabeto que siempre sonreía debido a un derrame cerebral— y le cambiaba los pañales a mi hermana antes de prepararnos el almuerzo a los tres. Después del mate cocido, el nono, rengo además, volvía a su rancho en las afueras, a pesar de que teníamos una cama para él en el comedor y yo me quedaba a solas cuidando a la Vale hasta que mamá regresaba a medianoche. Apenas la oía entrar en la casa, le arrojaba desde el pasillo a la beba en pleno histeriqueo y me iba a dormir. Sin mirarla. Sin intercambiar un saludo. Porque al día siguiente tenía que volver a cuidar a su hija después de la escuela; a la que casi siempre llegaba tarde porque el nono no aparecía a tiempo (ni cambiaba pañales). Un dato de color: con los años llegué a adorar a la Vale —semilla de un hombre que jamás conocimos— pero en aquel entonces, la cuidaba bajo coersión. Si no hacía el esfuerzo siquiera de aceptarla como parte de la familia, se terminaban el cable, los materiales de pintura y la moneda de los domingos.

Vivíamos en un pueblo chiquito y como en todo pueblo chiquito, una no era quien era ni resaltaba por sus habilidades —aunque fueras una promesa de la pintura—. Una era la experiencia más traumática que tuvo o el hecho más chistoso que le sucedió frente a otros (así nacieron después los sobrenombres pegadizos. Y las crisis de identidad). Por lo que a mis diez años, y desde los cinco, me seguían identificando como «La Huérfana de Mierda». No importaba que mi padre hubiera muerto de un infarto o en un tiroteo… Yo era la pendeja diferente que no tenía a quién darle ese regalo de mierda que nos obligaban a fabricar —todos los putos días del padre— en Educación Plástica. Aquel era un día que odiaba. Un día que no solo me recalcaba la ausencia de mi padre y exacerbaba mi vacío interior, sino que me volvía el centro de las burlas más dañinas.

Incluso la maestra era horrible conmigo: todos los años intentaba decirle que me sentiría menos incómoda haciendo otro trabajo, quizá un paisaje realista para algún concurso provincial, en vez del puto helicóptero con palitos de helado; pero ella me callaba con un reto, diciéndome delante del curso que todos debíamos hacer lo mismo; que las coronitas solo eran para las princesas de los cuentos. Para terminar, aseveraba con desprecio casi siempre, que de seguro yo tenía algún abuelo, un tío, o algún padrastro por ahí dando vueltas a quien darle mi regalo. Como si fueran lo mismo… 

Ya me había hartado de la actitud y el trato de mierda por parte de todos. No quería pasar otro día del padre sufriendo extra por culpa de los demás. Si no accionaba, seguiría siendo una víctima. Tal como esas nenas en los programas de crímenes; pobres inocentes que se quedaron quietas cuando debieron reaccionar.

Por lo que, cuando vi mi chance, a dos días del próximo día del padre, reaccioné: dejé el bloc de dibujo a un lado y busqué una libreta con renglones. Volví a sentarme de piernas cruzadas frente al televisor, y al mismo tiempo que le sacudía la barriga a mi hermana, acunada entre almohadones junto a mí, tomé nota de un caso que me voló la cabeza.

Era sobre un adolescente en el Sur que había baleado a sus compañeros de clase.

Me cautivó porque compartíamos el mismo problema. Y si bien no compartía su solución extremista de acribillarlos a todos —la negrura en la que aún flotaba desde el velorio de papá no se la deseaba a nadie—, sí me interesaron los modos empleados previos al tiroteo.

Me animó ver, por primera vez, a alguien como yo defenderse. Un vapuleado que tomaba el control de la situación. Sin darme cuenta, me hallé masticando el lado equivocado de la birome y pensé: ¿y si yo pudiera hacer lo mismo sin que se me fuera de las manos? A fin de cuentas, lo único que quería era asustar a mis compañeros para que dejaran de molestarme. Y sabía por mi madre, después de tantas amenazas fallidas, que no podían meterme presa por mi edad. Eso de la policía llevándose niños a la cárcel no era más que una leyenda urbana para asustarnos y que no robáramos golosinas en los kioskos.

¿Qué era lo más difícil? ¿Conseguir un arma? Yo sabía dónde conseguir un arma.

***

La tardecita anterior al día del padre, después del mate cocido, me saqué el guardapolvo, preparé mi mochila y le dije al nono que lo acompañaría un trecho. No recordé lo lerdo que era, por lo que me arrepentí enseguida de haberme traído a la Vale en brazos en lugar de en el cochecito. Varias cuadras antes de lo planeado, me despedí de él con un beso en el cachete rasposo y corté camino por la canchita de fútbol junto a la iglesia.

Con sudor en el flequillo, los miembros temblorosos y mi hermana upa, entré a la juguetería y pedí una pistola.

La vendedora, una doña tan entusiasta como perfumada, salió contoneándose del mostrador y volvió unos momentos después con un armatoste plástico de colores chillones.

Le aclaré, por si necesitaba un ajuste en la graduación de los lentes, que eso era una pistola de agua. Yo necesitaba una de las que parecían reales y disparaban cebitas.

Ella frunció las delineadas cejas detrás de los marcos, y ya sin señas de amabilidad, me clavó una mirada severa, como si le hubiera pedido un paquete de Marlboros: esos juguetes eran —y juro que lo deletreó— «solo para varoncitos»; y acentuó el «s-o-l-o» con incisivos golpeteos de uña sobre el vidrio del mostrador. Irritada por el discurso, dejé a mi hermana en el suelo, saqué la guita de la mochila y se la planté enfrente, al alcance de sus postizas uñas laqueadas: una lata de duraznos repleta de monedas de veinticinco centavos. ¡Que me alcanzaban de sobra para comprar un armamento! Sin embargo, la demostración de mi riqueza le chupó un ovario. La doña levantó el tubo del teléfono junto a la caja registradora —sus pulseras de oro tintinearon como copas en un brindis— y me exigió saber el número de mi casa. Yo sabía que nadie atendería, pero me incomodaba que retuviera mis datos. Volví a alzar a la Vale, la reacomodé contra mi hombro y comencé a mecerla, acompañando el movimiento con ojos desesperados; intentando encontrar alguna excusa. Era la única juguetería del pueblo y ya me había convencido a mí misma de que mañana sería el último día del padre que la pasaría mal. Quizá no fui consciente de la fuerza con que sacudía a mi hermana, pero ella eructó y una baba gelatinosa se me apelmazó entre la nuca y el vestido. La doña arrugó la nariz empolvada y se impacientó; sus intensos labios rojos se fruncían ahora en un gesto rarísimo, como si quisiera enfurecerse, y al mismo tiempo, tirarme un beso. Entonces, en el mar de estanterías y colores saturados, noté los rollos de papel de obsequio junto al mostrador.

Fingiendo una voz avergonzada, le confesé que era un regalo para un noviecito de la escuela. Y enseguida oculté el rostro detrás de la Vale, como para acentuar la timidez.

«¡Ay, mi vida! Hubieras arrancado por ahí», resopló la vieja ortiva, devolviendo el auricular al aparato. Así conseguí entonces el revólver y una caja de cebitas.

Pero mi emoción no duró mucho. Luego de desgarrar el paquete en la bañera —mientras mi hermana chapoteaba a los gritos, cubierta de jabón— me decepcioné ante lo poco realista de la pistola. En realidad, creo que me decepcioné conmigo misma por no haber previsto algo tan obvio. Si bien el juguete se parecía al revólver reglamentario de la policía provincial, nadie se comería el amague.

Necesitaba algo que asustara de verdad. 

Y mientras vestía a la Vale, la solución más obvia me hizo chasquear los dedos: necesitaba el revólver de mi madre.

Por lo que acosté a mi hermana en su cuna, y a pesar de que no paró de berrear en ningún momento, me quedé pintando frente al televisor el resto del día. Esta vez, prestando obsesiva atención a la intensidad y alternancia cromática de los brillos y las sombras de la composición.

Solo descubrí que ya era medianoche porque el hedor rancio del uniforme de mamá, una mezcla de sudor, cuerina y tutti fruti, me arrancó de mi obnubilación artística. Sentí de pronto la espalda y el cuello adoloridos. Las uñas me sangraban por apretar tanto los pinceles.

Giré la cabeza sobre el cuello trémulo y chasqueé la lengua para saludar, como pocas veces, a mi ojerosa madre.

Ella, deformada detrás de mí por la oscuridad y el destello sanguinolento de la tele, me devolvió un asentimiento exhausto de cabeza. Me preguntó, con un tono suspendido entre lo irritado y lo sepulcral, si estaba todo bien. Afirmé con otro chasquido, señalándole la paleta con pintura, y oculté los dedos rojos debajo de los muslos. Luego, con cara de tonta —que habrá pasado por somnolienta—, me quedé mirando su cintura, donde colgaba el estuche con su arma. Ella, exigiendo una respuesta más que preguntando, quiso saber si veía algún agujero en su uniforme. Yo negué enseguida: clac, clac. Y me fui a mi cuarto.

Desde la puerta entreabierta de mi habitación, la observé ir hacia su pieza, donde estaba la Vale, y luego, con el pelo suelto y la camisa abierta, volver a la cocina a prepararse un sándwich; escena pobremente iluminada por el fulgor ocre de la heladera abierta. Terminó de comer, cerró la heladera y se quedó unos minutos allí en la oscuridad, aferrándose la cara, apoyada contra el horno. Estaba tan quieta que por un momento sentí que me miraba por entre los dedos, que me había descubierto espiándola. De la nada, se agachó dándome la espalda y la perdí de vista culpa de la puta cama del nono en el comedor. El corazón me latió con fuerza y di un respingo cuando, un minuto después, la vi reaparecer de entre las sombras en dirección a mí. Me llevé ambas manos a la boca. ¡No estaba haciendo nada malo! Me preparé a gritar. Pero para mi alivio, a mitad de la sala, mi madre cambió de rumbo hacia el baño. Entró, cerró silenciosamente la puerta y luego escuché el sonido opacado de la ducha.

Aún vestía el uniforme. ¿Pero se había quitado el cinturón con el arma? Culpa de mi miedo, concentrado en descifrar sus gestos oscurecidos, no pude notarlo.

Cuando la intermitencia de la lluvia me dio pie, salí de mi cuarto y fui al de mi madre. La Vale dormía como un tronco; una manito hundida en el pañal y la otra detrás de la cabeza. Sobre la cama grande hallé el bolso táctico de la policía; lo revisé. Nada más que ropa. Lo mismo en los cajones y debajo de la cama. De repente, escuché la puerta del baño y me oculté deprisa en el recoveco detrás de la cuna, entre la cajonera y la pared. Mi madre entró y se cambió en la oscuridad, tan sigilosa que temí que oyera mis parpadeos. En un momento, sentí sus pasos hasta la cuna: un grito se me atascó detrás de la lengua, impaciente por salir. Pegué el mentón al pecho y lo tragué dolorosamente, como a una medialuna vieja. Mamá al final se metió en la cama y permanecí en mi escondite durante unos quince minutos, oyendo mis propios latidos como tambores en las orejas. Hasta que dejó de moverse de forma inquieta bajo las sábanas y creí oírla roncar. No esperé más e intenté salir, pero en el apuro, di el hombro contra la cuna de la Vale y mi hermana se despertó lanzando un alarido. Me arrojé al suelo, y mientras mi madre salía despedida de la cama gruñendo exasperada, rodé bajo la cuna. Con un chasquido, el cuarto se iluminó. La claridad me oprimió las sienes. Sentí la vibración de pasos violentos en mi dirección y luego cómo me jalaban de los tobillos. La Vale berreó de un modo estruendoso y mi madre me soltó, como si el berrido hubiera sido una súplica enardecida de piedad.

Me puse en pie e intenté farfullar alguna excusa, pero mamá no quiso escucharme. Alzó a mi hermana de la cuna y comenzó a mecerla en brazos mientras, con la cadera dura, me embistió fuera de la habitación. Me cerró la puerta en la cara, y en un tono que hizo vibrar la madera, me gritó que no sabía a qué mierda estaba jugando pero que mañana hablaríamos seriamente. Acompañado de un temblor general, sentí alivio (tendría tiempo para formular una buena excusa); a la vez, un pavor extenuante. Por lo que me quedé allí plantada unos segundos, buscando calmarme. Al conseguirlo, fui directo al baño y allí no encontré más que el uniforme sucio.

Ahogué un gritito de rabia contra un toallón colgado. ¿Dónde mierda estaba la pistola? Mamá la traía encima cuando llegó, luego se fue a su cuarto, volvió a la cocina…

Era una suposición al aire, ¿la habría ocultado en el horno? Era un lugar seguro en el que jamás se me habría ocurrido buscar; una caja fuerte imposible de abrir para un bebé.

Me arrodillé frente al horno. Abrí la tapa. Suposición correcta. Si una no sabía lo que buscaba, el estuche se fundía con la negrura del fondo; y solo metiendo el brazo entero se podía llegar a palpar.

Retiré la pistola con muchísimo cuidado, como a una astilla de vidrio de la carne, y me encerré en mi habitación a ejecutar los pasos finales de mi plan.

***

Salí para el colegio una hora antes de que mamá se levantara. Lo que me llevó a esperar cuarenta y cinco interminables minutos en la plazoleta de enfrente hasta la hora de entrar a clases. Me había desvelado toda la noche, no me había bañado y mi pelo, según los susurros de unas niñas en la fila, era un nido de urracas. En la mochila traía los restos de un alfajor de hacía unos días, y lo devoré apenas me senté en mi pupitre, llamando la atención de todos con el ruido del envoltorio. Lo que quizás hizo que fuera mi culpa, al hacerme notar tan temprano, lo que atrajo el primer ataque. Vino de golpe; literalmente con la forma de una bola de papel chocando contra mi nuca mientras alguien susurraba «huérfana de mierda». Y al ratito, otra. Y otra. Y una más. Hasta que levanté uno de los bollos, lo deshice y vi el dibujo que traía dentro. Yo quería esperar. Juro que quería esperar hasta la hora de Plástica, pero aquel dibujo horrible de un policía con la lengua afuera, un agujero bermellón y chorreante en la frente, y dos equis en lugar de ojos, me detonó. Con los labios temblorosos y las comisuras ya empapadas por las lágrimas, tomé mi mochila, la abracé fuerte y enfilé hacia el pizarrón. Muchos creyeron que iba a huir como una cobarde, porque así me lo hicieron saber con sus burlas y chiflidos, pero se vieron perplejos cuando me detuve frente al escritorio vacío de la maestra y me volví hacia ellos, asomando el cañón cromado y centelleante de un arma.

La intensidad de los chiflidos y los cuchicheos disminuyó. Alguien se rió fuerte. Luego despacio. Luego silencio. Al ver que funcionaba, dejé la mochila en el piso y desenfundé la pistola en todo su esplendor; la sostuve firmemente con ambas manos y fui paseando la mira de cara horrorizada en cara horrorizada. Se sentía bien. Alguien susurró demasiado alto que yo no tenía el dedo en el gatillo. Entonces, puse un dedo en el gatillo y un suspiro grupal y ecuánime de terror me endulzó los oídos. A mi lado, la puerta del aula se abrió y la señorita de Ciencias Naturales pasó frente a mí con la cabeza hundida en la carpeta de asistencias. Sin prestarnos atención, nombró en voz alta al primer alumno que empezaba con A. Cuando no recibió respuesta, levantó la vista. Casi al mismo instante, la carpeta de asistencias cayó escupiendo hojas entre sus diminutos pies. Me giré hacia ella; sin intención de apuntarla —mi problema era con la vieja de los palitos de helado—, pero lo hice sin querer y ella empezó a gritar, un resuello agudo, al tiempo que retrocedía de lado, jorobada, cubriéndose la cabeza con los brazos. En un punto chocó contra la pared y soltó un llantito desaforado, como si fuera una sorpresa desagradable que la pared estuviera ahí.

Su histeriqueo me puso nerviosa. ¿Por qué gritaba tanto y mis compañeros no? Se sacudía contra el muro como un ratón electrocutado. Me acerqué para decirle que todo estaba bien, pero me dio la espalda profiriendo otro grito y se apretó más contra la pared, enterrando el rostro entre las manos.

Algo ya no se sentía tan bien. Las rodillas me empezaron a temblar. Las palmas, a sudar copiosamente; y entonces, algo que no preví en absoluto… La pintura comenzó a correrse y a teñirme las muñecas blancas del guardapolvo. El acrílico no se había secado bien. Uno de mis compañeros no tardó en darse cuenta de que el arma era, en efecto, falsa y se lo buchoneó a gritos a la directora, que irrumpió sobresaltada en el salón.

***

La directora logró ponerse en contacto con mamá y la citó a una reunión urgente. En la reunión, acorralada en un rincón de la rectoría, quebré en lágrimas ante estas dos mujeres embravecidas y decidí contarles todo lo que surcaba mi cabeza, aún sabiendo que no me comprenderían.

Moqueé todo: desde cuánto extrañaba a mi papá y el calvario que eran las clases hasta la decisión de pintar la réplica de un arma para asustarlos a todos. Enjugándome los mocos en el reverso de la mano, desarrugué los dibujos de papá muerto que me habían «dedicado» esa misma mañana. Uno rezaba «felis dia» y aunque el dibujo era pobre, se sobreentendía que era un pene atravesando un orificio de bala en un cráneo. Luego de expulsar toda la mierda, mis ojos, y quizá mi alma, se secaron como témpera; la reunión no se extendió mucho más después de eso. Quizá algunos minutos.

Sí, porque para mi sorpresa, mi madre fue incapaz de soportar la ineptitud e insensibilidad de los docentes; o el tartamudeo de la directora, que no supo dónde meterse cuando mi madre le preguntó cómo no fue capaz de ver algo así en un puto curso de quince estudiantes. 

Sin esperar una contestación, mamá me tomó con cariño de la mano y salimos de la rectoría azotando la puerta. Sonó el timbre del recreo. Para llegar a la calle, tuvimos que zigzaguear por el patio donde estaba el mástil de la bandera; y allí creí ver por última vez a los idiotas de mi curso, que se hallaban jugando a la bolilla, como si nada, junto a los bebederos.

A la semana siguiente mamá me cambió de escuela. Y las cosas mejoraron por un tiempo. Había dejado de recordar a papá de forma trágica. Pero recuerden que el pueblo era chiquito; y si bien contaba con una primaria pública y una privada, solo existía una secundaria. En séptimo grado, volví a encontrarme con mis torturadores.

Y esta vez, las cosas empeoraron: los chistes se volvieron insultos y los dibujos mal trazados en ilustraciones gráficas y detalladas. Incluso se habían armado esta rutina de arrinconarme los viernes en el baño y meterme mano debajo de la pollera del uniforme.

En octavo grado no lo soporté más y decidí que mi vida no podía continuar así: por lo que me propuse repetir la treta de la pistola. Solo que esta vez, la idea de acribillarlos a todos no me resultaba ajena. Ahora comprendía ciertos bombardeos emocionales que empujaron a este chico del Sur a matar a sus compañeros.

El día de la venganza, el nono llegó como siempre para vigilar a la Vale antes de que yo saliera para clases. La pendeja ya correteaba por todos lados y se metía en la boca cualquier cosa que tuviera al alcance. En especial si brillaba. Le encantaba chupar las tachas de mis pulseras o lamer las puntas metálicas de mis botas. Por lo que debí haber previsto que los nuevos pines metálicos en mi mochila llamarían su atención. Fue el nono quién me señaló, con un dedo y su perpetua sonrisa carente de alegría, que la Vale estaba desparramando mis útiles en el suelo.

Me di la vuelta (más bien, sentí que el cuarto rotó) y mi corazón llegó a ella antes que mis piernas. Pero fue tarde: mi hermana ya había encontrado el arma y la sacudía como a un sonajero. Creo que el nono intentó llamar a mi madre, que aún dormía en su habitación, pero el derrame también le había licuado el castellano; de su boca solo brotaron gárgaras. Aterrada, intenté retomar la pistola a la fuerza; y en el forcejeo, se disparó.

No fui capaz de ver el ángulo o entender la trayectoria hasta mucho después, pero al nono, la bala le abrió un surco en el cachete y le dejó una oreja bífida.

A mí, la explosión del disparo me dejó sorda de un oído. Aún mastico el aire como una endemoniada, creyendo que eso amainará el pitido constante detrás de los ojos.

En cuanto a la Vale, digamos que cada vez que tomo un sorbo de alcohol o veo un cuadro de manchas con relieves, me es imposible no volver a recordar sus interiores resbalabando y chorreando por mi pecho, mis brazos, mis dientes. O sus manitos muertas aún sosteniendo la pistola; no mucho más grande que el espacio negativo sobre su mandíbula desnuda.

7 de diciembre de 2020 / Rosario, Santa Fe, Argentina

9 Comentarios

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  1. Me encanta tu forma de escribir. Me engancha siempre. Quisiera saber si esta expresión masculina está errada o soy yo la equivocada.
    «Acompañado de un temblor general, sentí alivio»

    • ¡Hola Diosa María!
      Muchas gracias, tu comentario creo que es lo más lindo que le pueden decir a un escritor en ciernes.
      En cuanto a la expresión, yo tuve la misma duda cuando la escribí, pero si no me equivoco, creo que está bien, porque se refiere al temblor que acompaña al alivio. «Un alivio acompañado de temblor». Tanto «temblor» como «alivio» son masculinos.

  2. La única expresión que se me ocurre es un taco, así que no la voy a poner aquí. Me ha dejado sin aliento. Pero no solo el final: la historia cruda y sórdida de una vida casi invisible y el ritmo constante, sin prisa para llegar a un final inesperado pero esperable.
    Me quito el sombrero. Enhorabuena.

  3. Felicidades Leandro excelente, soy también un escritor en ciernes y es admirable y envidiable tu trabajo, me encantó tu cuento. Anécdota, estructura, simetría en la dosificación de sus partes y desenlace, quizá la imagen final podría ser aun más poderosa, se vuelve un tanto eufemística, cuando nunca lo fuiste. Cuándo anuncias la costumbre de la Vale, que es la de todo Niño en su etapa oral de llevarse las cosas a la boca, la vi claramente haciéndolo con el cañón de la pistola, en mi opinión cabe la cruda explicitud en la imagen: ella con el cañón en la boca y accidentalmente jalando del percutor. De cero a diez en mí ni muy docta opinión tienes. 9.90, gracias por tu cuento y por tu talento. El día 30 de este mes tendré mi primer clase con Israel Pintor, ojalá pudieras leer mi primer cuento que será lo primero que escribo “formalmente” y compartiré con él, y el primer capítulo de una pretendida novela. Otra vez felicidades y 1000 gracias.

    • ¡Hola, Carlos! Muchísimas gracias por leerlo. Me alegro que te haya gustado. No quise cerrar con una imagen tan gráfica porque justamente era lo esperable. Dentro de una secuencia tan predecible, quise darle otro gustito.
      Y encantado leeré tu cuento si me lo quieres compartir (mi mail aparece en la notificación de este mensaje), aunque dudo mucho que pueda darte una devolución profesional jaja al menos no de momento.

      Abrazo desde Argentina.

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