Uno de los méritos de esta novela está en el riesgo formal que asume, un riesgo formal que podía haberle costado no ganar el premio, porque el mercado parece no estar abierto a correr los mismos riesgos. Para mí lo más gratificante es encontrar autores como Israel y obras como esta, que son apuestas serias […]

Siempre es un privilegio conocer el germen de una obra. Darse cuenta de cómo algo que sólo es una idea, que puede ser una abstracción o una necesidad de contar, con base en mucho trabajo, esfuerzo y conocimiento, se transforma en algo tan concreto como una novela. Yo fui testigo del germen de Curso de belleza, amor y sexo. Un día nos reunimos unos cuantos colegas del Máster de Escritura que recién había terminado; el objetivo era compartir ideas sobre los proyectos nuevos que teníamos en mente, aunque más bien no sabíamos por dónde tirar. Y eso hacíamos todos, compartir ideas, excepto Israel, que llegaba, mochila colgada al hombro y sin quitarse el abrigo nos escuchaba más o menos impaciente, para luego sacar de la mochila un fajo de papeles y decir: «Bueno, genial. Si les parece bien yo tengo veinte páginas de lo que va a ser mi próxima novela.» Ese tipo de escritor y de persona es Israel. Aunque esta obra hable sobre lo difícil que es ponerse a escribir y dedicarse a la literatura, el ejemplo del autor lo contrasta. Una vez, Mercedes Comellas, nuestra tutora de trabajo final en el Máster de Escritura, me dijo que ella creía que Israel era un escritor de oficio. Yo también lo pienso. Es alguien que conoce la técnica, la forma y además tiene cosas que contar…