Finalidad

Finalidad

Por Felipe Teruel

De todo lo que he visto en el museo, la guillotina es lo que más me ha impresionado. No solo porque mide tres metros, ni por la madera de roble vieja de más de cien años, sino porque se construyó con una finalidad. La finalidad es importante.  

Llevo aquí dos semanas, la guillotina llegó al mismo tiempo que yo. Mi trabajo en el museo es la condición que impuso el juez. Cualquier trabajo hubiera servido, pero he terminado aquí. Lo mismo da. Ordeno el almacén, limpio las salas tras las visitas, ayudo cuando llegan cajas con nuevos objetos, no me quejo, podía haber sido mucho peor. Podían haberme puesto en un andamio o a picar piedra. Mi abogado dijo que me enviarían a un barco de pescadores, pero se equivocó.

Creo que la justicia no es una cosa muy seria. Yo hubiese sido más duro. Lo maté como a un perro. Podía no haberlo hecho, pero cuando tuve la oportunidad de elegir, elegí matarlo y la verdad, ni me importa ni tengo pesadillas ni nada de eso. En el juicio dijimos que sí, que me arrepentía muchísimo y que todo fue porque estaba drogado y porque el otro me provocó y no sé cuántas cosas más. Sí que me drogaba, hasta en el juicio estaba drogado. Pude no matarlo, pero me dio la gana hacerlo. Por eso digo que la justicia no vale gran cosa y que cualquiera puede engañarla si le dice lo que ella quiere oír.

Todo lo que tiene que ver con la guillotina me interesa. Monsieur Fourcade, que es el director, lo sabe todo sobre el museo. Por él me gusta la guillotina. Sabe contar las cosas. Según él, hace cien años, cuando los franceses ya gobernaban esta isla, un pescador mató a otro en una pelea. El motivo no está claro. Yo creo que no lo está porque no siempre tiene que haberlo. La cuestión es que este pescador, igual que yo, mató al otro con un cuchillo. Monsieur Fourcade añade un montón de detalles truculento: tripas y sangre. Quizá fue así o quizá no, pero al que dio la cuchillada lo condenaron a muerte, es decir, a la guillotina.

En la isla no había ninguna, así que la tuvieron que traer en barco desde el continente. Tardaron seis meses. Mientras esperaban, al asesino lo tenían encerrado, pero el hombre era bastante tranquilo y en la isla faltaban brazos, así que, de vez en cuando, lo sacaban del calabozo para ayudar a la gente en sus tareas. Corpulento y simpático, echaba una mano a todo el mundo e incluso, en una ocasión, salvó la vida de una niña que iba a ser arrollada por unos caballos desbocados. Cuando llegó la herramienta, el pueblo se opuso a la ejecución de un modo tan firme que, tras varios aplazamientos, el asunto terminó por enfriarse. Y ahí se quedó la guillotina, cogiendo polvo en un almacén del puerto, hasta que Monsieur Fourcade consiguió traerla al museo, hace apenas unos días.

Es simpático Fourcade. No estoy muy seguro de cuánto sabe de mi historia, pero no parece que le moleste y seguramente sea un hombre con fe en la justicia, que piensa que lo que hago aquí es necesario. Tiene algo que me resulta familiar.

En sus ratos libres, Monsieur Fourcade, viene a hablar conmigo y nos vamos conociendo. Yo le cuento lo que hice y por qué estoy aquí, aunque no todo, me he dado cuenta de que a muchos les desagrada. Él me cuenta cosas de su vida. Se quedó viudo. Su mujer estaba enferma de tristeza por algo. Yo eso no lo entiendo, pero por lo visto, algunos se pueden morir de pena. Su mujer había trabajado como secretaria en un juzgado, creo, que por eso, no le gusta que me ría de la justicia. Lo mismo da.

Todo lo que hay en el museo tiene una finalidad. Es importante la finalidad. Si no se tiene una finalidad uno se queda a medias y la vida es como una bala de fogueo, un quiero y no puedo. A mí me interesa la guillotina. Ella y yo llegamos a la vez y me parece una casualidad increíble, sobre todo si pienso que tiene más de cien años y atravesó el océano atlántico. Es un objeto con una finalidad y eso me gusta.

Monsieur Fourcade dice que se la encargaron a un fabricante de clavicordios, será verdad si él lo dice. Creo que todos somos capaces de hacer cosas que, aunque nos parecen odiosas, terminamos disfrutando. En cualquier caso, lo hizo muy bien, el de los clavicordios, quiero decir. Pasó de la música a cortar cabezas y lo hizo a conciencia, pensó en cada detalle. Como el cepo, que es donde se mete el cuello y se bloquea con una madera para que no se escape. Muy necesario, porque no creo que haya muchos que se queden ahí esperando tranquilamente a que les caiga la cuchilla.

Los días pasan y Monsieur Fourcade y yo hablamos. A veces, cuando hablamos, una sombra nubla su cara. Estoy acostumbrado, a la mayoría le parece horrible, y eso que no saben que lo volvería a hacer, si tuviera oportunidad. O quizás hablar de la muerte le recuerda a su mujer. No sé, pueden ser muchas cosas, nunca conocemos del todo a nadie y menos aún lo que oculta. Me hace preguntas.

Todo el mundo siente una curiosidad morbosa por los detalles. Cada vez quiere saber más, quiere saber por qué lo hice. Creo que quiere entender por qué actué de ese modo. Como si hubiera un porqué. Dudé si decírselo. Parece un hombre normal que no podría comprenderme. Pero tampoco quería mentirle como a todos. Al final le di una versión entre los dos extremos, ni todo verdad ni todo mentira y no volvió a preguntar.

Hoy le he pedido a Monsieur Fourcade que me haga una fotografía con el cuello metido en el cepo. Mi petición le ha perturbado, pero ha terminado por aceptar. Lo haremos al final del día, cuando se hayan marchado los visitantes. Es mejor así, porque si no, todo el mundo querría hacer lo mismo, dijo. Lo he visto nervioso.

Estoy entusiasmado por lo que vamos a hacer. Siento una auténtica fascinación por esta máquina y no dejo de pensar en cómo se han cruzado nuestros caminos. No puede ser casualidad, tendrá que ver con el destino o los planetas o algo. Tengo que poner el cuello ahí, sentir la madera, imaginar. Cuando estoy en posición, Monsieur Fourcade bloquea el cepo y en ese momento lo veo con claridad. Está muy alterado. Ya sé por qué me resulta familiar. Lo mismo da. Aunque sea cien años después, la finalidad es importante.

«Este cuento fue escrito casi al final del curso de iniciación de Felipe Teruel. El título original era: “Como si hubiera un porqué”; me he permitido cambiar el nombre en el proceso de edición de la obra, de cara a su publicación.» Israel Pintor.