Todo lo que duele

No la miré a los ojos antes de morir. No la rodeé con mis brazos. Ni olí su cabello, ni sentí la suavidad de su piel. Con ella la muerte fue impaciente, con nosotros indiferente.

            Si lo pienso, no ha sido peor o mejor. Es igual de doloroso esperar a que la muerte se lleve a quien amas, incluso tormentoso. Podría aferrarme a las ventajas de haberla perdido de forma súbita. No lo esperaba, no sufrí anticipadamente. Nadie lo hizo. Pocos días de incertidumbre no se convierten en miedo a la muerte, sus horas constituyen el argumento de la esperanza y la sanación. «¡No va a pasar nada!», se dice uno, les dice a los demás. «¡Saldrá de esta!»

Hasta hacía un par de años la gente no moría en un santiamén. Pero pasó y fue el impacto, el crujido y el llanto. Podría aferrarme a las ventajas de haberla perdido así, sin embargo, permanezco anclado al pesar de no haberme despedido, con calma, con tiempo. O haber tenido la opción, al menos.

            «Hay que ir al hospital, mamá —insistimos—, allí te pueden ayudar.» Y con la idea fija en la cabeza de que sanaría y volvería a casa, como había pasado siempre, no se le autorizó a dejar indicaciones. Se le negó el derecho a decidir qué debía hacerse, exactamente, si no volvía. «¡No va a pasar nada, mamá! ¡No digas esas cosas!» Y ahora no sabemos qué hacer.

No estuve allí para sentir miedo con ella. Mi hermano sí, y tuvo la oportunidad de negarse una despedirla. Su relato se ha tatuado en mi mente y no me abandona. Doy vueltas en torno a él, como un perro sin sosiego. ¿Habría cambiado algo si la hubiera visto a los ojos? ¿Si le hubiera abrazado y olido el pelo? ¿Cambiaría algo ahora, si pudiera tocar su piel, una vez más, bajo la condición de que digamos adiós, hasta pronto y te amo? Lo único que sé es que da igual. Todo continúa sin ella, incluso yo. Y también eso duele.

Acabo de ver Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa. Muy española, muy potente, muy divertida y tremendamente dolorosa. No me extrañan sus tantos premios.