Un hombre de familia

Un hombre de familia

Anónimo

Despertó de pronto en la intemperie luego de haber sufrido una pesadilla. No tenía frío. Lo primero que vio a su alrededor fueron aquellos grandes árboles que lo acompañaban en la cálida mañana de un domingo de verano. Largas y apacibles nubes flotaban en el cielo azul como si el tiempo no transcurriera. El hombre estaba arropado con gruesas cobijas, sábanas y edredones floridos que lo separaban un poco del césped húmedo en que estaba tendido como un vagabundo. Y estaba solo. Pero esto no supuso ningún problema. El problema era su pesadilla. Entonces se quedó quieto, relajado, intentando recordar tenazmente el sueño que acababa de tener antes de despertar y cuyo despertar, hacía que lo olvidara efímeramente. 

Se vio de nuevo a sí mismo con las cobijas, las sábanas y los mismos edredones floridos de su cama matrimonial, pero tendido en el suelo de una sala de enfermería abandonada. Todo estaba hecho casi polvo. Era un pequeño cuarto de paredes óseas, opacas y afeadas, como los muros que aún se mantienen de pie luego de haber sufrido un bombardeo aéreo. El entorno era una penumbra diluida, recóndita, absoluta, donde nada encuentra la suficiente nitidez. En uno de los muros, bien arriba, había un hueco enorme con la forma de una ventana circular, a través de la que podía verse un día caliginoso y deprimente. La puerta era de vidrio y todo en su interior estaba desahuciado en el más simple vacío: ningún mueble, símbolo, rastro u objeto que hicieran de la vida presente un hecho familiar. El hombre se veía como un cavernícola intentando encender el fuego en una gruta pretérita, sobreviviendo con desdicha a los asaltos finales de un tiempo agónico. De pronto escuchó el sonido de un helicóptero que sobrevolaba. Las hélices sonaban sin parar, y no precisó en qué momento, detrás de la puerta de vidrio por donde se podía vislumbrar un asfalto ceniciento, barriles quemados, basura regada, brotes marchitos de una peste, una ciudad convertida en ruinas, vio a un grupo de militares que se acercaban con firmeza. El hombre se sobresaltó y puso en pie de un brinco, crispado, sin dejar de agarrar con sus dedos trémulos las cobijas que le arropaban. Los militares entraron estrepitosamente, lo rodearon, hicieron una pausa ceremonial y lo interrogaron, no sin hostigamiento. El hombre hacia lo posible por mantenerse mudo y evitar cualquier tipo de respuesta indiciaria. Uno de los militares lanzó un escupitajo al suelo y miró al hombre, ofreciéndole un cigarrillo. «¡Son de veneno!», chilló el hombre con cara de indignación. El militar lo miraba con una sonrisa tétrica, buscando el aura cómplice de sus compañeros. Después entró una mujer voluptuosa, de uniforme negro. Usaba guantes y en el brazo derecho lucía un escudo con la insignia de un cóndor. En su cara fina habitaban unos ojos oscuros y unos pómulos marcados. Los otros policías seguían las órdenes de esta mujer, que dictaba sentencias con señas faciales a los demás. «Necesitamos información», dijo ella muy seria y con una postura recta. «Investigamos los últimos sucesos y sabemos que usted vio algo». El hombre agachaba la cabeza evitando las preguntas; quería hacerse pasar por un loco. La mujer lo miraba apaciblemente con las manos cruzadas por la espalda y decía: «Si no colabora, vamos a torturarlo. Nunca más volverá a ver la luz del sol. Deseará estar muerto. Le recordaremos que el cuerpo humano es una máquina inagotable de sentir dolor. No olvide lo que pasó con su familia». El hombre lanzó un quejido y luego se acurrucó en un rincón del cuarto, sin parar de llorar. «Yo no sé nada», decía. «Yo no sé nada». La mujer lanzaba un suspiro largo, miraba su reloj de muñeca y se retiraba a paso firme por entre las puertas de vidrio. Los demás militares, antes de seguirla, tomaron las cobijas y edredones que envolvían al hombre, decomisándolas. Lo dejaban en el puro pellejo de sus huesos endurecidos por el hambre…

Que sueño más horrible, se dijo. Se acomodó sobre su costado contrario, entre las cobijas. Detrás de la tienda de dormir que cubría su cuerpo tendido, en el césped rociado por la llovizna, se escuchaban murmullos cargados de risa, transeúntes que paseaban. «¿Cómo vine a parar a este parque?», se preguntó el hombre. Las campanas de una iglesia sonaron desde muy lejos llamando a la misa de las diez. «Aquí estoy libre», dijo con voz somnolienta y recordando los últimos vestigios de su sueño, que se evaporaba como burbujas de humo. Así volvió a moverse entre el nido de cobijas. La sensación de pereza y dejadez lo envolvió por completo. Su estómago lanzaba quejidos. «Al menos aquí estoy libre y protegido», volvió a decir para sí mismo. Recorrió su cuerpo con la mirada, tendido en el césped y embutido entre las cobijas, recordando su vida pasada en que era un padre de familia: tenía una esposa que lo esperaba con la cena caliente y un hijo pequeño que jugaba con sus dedos, como si descubriera lombrices inocentes. El niño ya daba sus primeros pasos y dominaba varias palabras del vocabulario. Lo tenía todo y nunca había sido consciente de lo que eso significaba. «Me he convertido en un vagabundo», dijo esta vez con la voz entrecortada por un sollozo. Mientras se resignaba, una brisa movía las hojas de los árboles, haciendo que cayeran pequeñas volutas de algodón seco encima de su cabeza, enredándole las fibras onduladas de su cabello. Volvió a quedarse dormido. 

Apretó la almohada con ambas manos sin dejar de compadecerse. El hombre abrió los ojos de nuevo, todo había cambiado fugazmente a su alrededor: una tenue luz se arrastraba por entre las cortinas verdes y las paredes de ladrillo encerado; le rodeaban estantes atiborrados con libros y un escritorio de caoba, sobre el que yacían manuscritos desparramados. Sintió la cabeza pesada, los sentidos vacilantes, el aliento de su respiración se hizo casi inexistente. Volvió a abrir los ojos con suma inquietud. Pero los grandes y macizos árboles continuaban allí; el día en el parque, la tienda de dormir, las pesadas cobijas y sábanas sobre su cuerpo… «¿Esto es el sueño o era lo otro?», se preguntó. Parpadeó y en seguida la imagen nítida de la antigua habitación habitación que compartía con su esposa volvió a desplegarse ante su vista. Observó los cuadros de pintura colgados en la pared, el clóset de madera, la lámpara de porcelana, la escultura de la Venus Pazardzik y el portarretratos con la fotografía de su esposa e hijo el día en que visitaron el zoológico de la ciudad. 

El hombre acomodó su cuerpo entre las cobijas. «¡Pero qué dicha!» dijo en voz alta, no sabía si estaba despierto o no. «Puedo decidir cuál es mi realidad». «Puedo elegir dónde y con quien habitar». «Puedo ser quien quiera ser a partir de ahora». Aquel pasaje de tránsito inacabado le pareció un ejercicio divertido, transportándose de un lugar a otro con solo abrir y cerrar los ojos. «No soy un vagabundo, no soy un vagabundo», pensó sintiendo un transparente alivio que recorría cada una de sus venas. «Soy un hombre de familia». 

En esas estaba, ¡feliz!, cuando las campanas de la iglesia lejana volvieron a sonar intempestivamente y una ráfaga fantasmal lo eructó hacia el orden de la vigilia, la verdadera vigilia ignota. «¡Levántenlo del piso!», dijo la mujer de negro, niquelando entre sus guantes un enorme machete de acero. «Es hora de la purga». Los militares lo levantaron del suelo violentamente como si fuera un muñeco de trapos usados.

Este cuento fue sometido a prueba en mi sección La tallereada. La versión final que estás por leer, antes fue expurgada ante mis tallerícolas durante el proceso de evaluación. Conoce el proceso completo que concluyó con la versión final del cuento.