Hubo una vez un cuento…

Para mi mamá, Juana E. Morales B.

Hubo una vez un cuento que, al ser leído, provocaba la muerte. La leyenda atribuye su autoría a un hombre rico de Escocia, habitante de un castillo opulento, a mitad del siglo XIX. Compartía, eso dicen, el suntuoso lugar con algunos sirvientes.

Cada palabra del cuento componía excelsas melodías. Era fresco, novedoso, diferente. Muchos, sin saber de sus efectos fatídicos, lo leyeron de inicio a fin; atrapados en su adictiva prosa. Cuando pronunciaban la última palabra del texto, sus ojos ennegrecían y caían como dos bolsas llenas de tinta.

El conjuro del cuento era suave como un soplo de viento: invisible y efectivo; delicado como el papiro, fulminante y horroroso como un verso, el mejor de todos. Su construcción, perfecta, planteaba un hecho breve, intenso como hilo a punto del desgarro.

Toda Escocia conoció la intención del autor porque otros leyeran su historia. Pero no había historia por conocer, decían. Este legendario escritor de piernas largas, cuerpo esbelto y barba recortada, fue ganándose la fama de asesino, de monstruo. Fue construyéndose el dicho de su maldad, el decálogo para odiarlo, la obligación de temerlo.

Lo culparon por la muerte de su esposa. Más se habló de la tenebrosa muerte de su hijo: víctima de un cuervo hambriento que le sacó los ojos a picotazos. Ambas historias se desdijeron con el tiempo. Pero a él, nada parecía afectarle. Era introvertido, retraído. Vivió rodeado de miedo, inseguridad, hastío; se encerró en los libros hasta ser uno de ellos. Guardó rencor por todos. No comía o dormía, sólo se dedicó a escribir, para su familia, un único, mágico, fastuoso cuento.

La lectura del texto fue rechazada por los más soberbios intelectuales de su época. A nadie le gustaban las historias fúnebres y creían que la de él era una. Después de su invención, el cuento recorrió, en manos de la servidumbre, algunos rincones del castillo donde vivió su creador, quién, desde entonces, comenzó a morir lentamente: perdió la vista, las fuerzas, el color.

La noche en que murió, una nube de cuervos azotó el cielo. Se hicieron umbríos los caminos, la gente se escondió bajo los techos de sus casas. Los ojos del hombre ennegrecieron y resbalaron hasta caer. Nadie veló el cadáver, nadie excepto una pequeña sombra: aparecía y desaparecía con el ir y venir del tiempo.

Todas las pertenencias del aborrecido personaje fueron desalojadas del castillo. Lo demolieron para hacer un gran jardín. En él nada floreció, nunca cantó un ruiseñor y sólo creció una rama alta, muy alta, filosa, sin hojas.

Una de las sirvientas del castillo, encargada de limpiar el salón de estudio y biblioteca, se llevó una caja con gordos cigarros de papel oscuro, largas plumas negras de punta fina para escribir, un par de tinteros y unas hojas usadas para no manchar su ropa con las gotas restantes en los tinteros. Las hojas eran el cuento que pronto empezaría a matar.

La mujer, sin poner atención, acomodó en una repisa de su casa los cigarros, las plumas y los tinteros. Dejó caer las hojas en un rincón y las olvidó. Atendió la sopa, los gritos de sus gatos, el polvo en los cojines del sillón, bajo el ruido de una lluvia tempestuosa.

Esa noche, como de costumbre, llegó su amante. Un joven panadero que le obsequiaba biscochos los domingos. Apenas cruzó la puerta el buen mozo, se lanzó sobre la sirvienta, directo al labio inferior de su boca. Unas horas más tarde, la luna anunciaba el inminente amanecer. Dispuesto a volver a casa, el joven amante vio las hojas tiradas. Imaginó importantes documentos.

Nunca leyó tan ávido. Se dejó llevar como se escribe una letra tras otra, como se escribe una coma, un punto, un acento. Mientras leía, una ola de intenso placer penetraba los poros de su piel. Sintió los ojos pesados, inflados, a punto de estallar. Pronunció la palabra final del texto y vio el papel oscurecer. El suelo recibió dos impactos; minúsculas lágrimas negras se esparcieron sobre él.

Un instinto provisorio, inoportuno, alertó a la mujer. Estiró el cuello, escuchó… sólo había silencio en el aire. Ninguna puerta azotó, ninguna llave chasqueó. Se incorporó sobre la cama, luego sobre el piso terroso. Se acercó al cuerpo inerme de su amante. Gritó, acabó con la tranquilidad de su casa. Desolada, apenada, curiosa: leyó. Rodaron cuatro ojos en el suelo.

El pueblo entero vivió aterrado, una extraña plaga le arrancaba los ojos a la gente. Mil dichos impregnados de miedos corrieron entre las calles, las tiendas y los viñedos.

Un niño, hijo de un zapatero, presenció cuando recogían algunos de los cuerpos inertes. Observó cada vez, las hojas regadas, o sostenidas aún entre las manos del difunto.

Sumaron cincuenta muertos. Ese día, un detective, muy en su arrogante papel de héroe justiciero, escrutó varios ojos rodantes en el suelo, secos y duros, como piedras de río sin lavar. También leyó poco a poco el contenido de las temidas hojas. Usó dos cirios, los clavó: uno al enfrente y otro detrás, en la tierra, para mejorar su vista.

Un grupo presenció por primera vez el fenómeno de la lectura mortífera. El detective atenazó sus pezones para que el dolor lo mantuviera en la realidad, comenzó a leer. Un cirio se apagó. Todos murmuraron. El detective interrumpió la lectura y despegó la vista del papel para mirar hacia donde chisporroteaba la otra luz. Creció el murmullo, nació un alegato de gemidos desilusionados. No murió el detective, sí la intriga del público observador.

Encendió el cirio y se hizo, resplandeciente, otra vez la luz. Todos se fueron. Sólo esperaba el intrigado niño, un final diferente. Después, a pesar de su ego escénico; ignorando absolutamente su entorno, el detective leyó, hasta terminar el texto.

Y murió, sin lugar a dudas, a pesar de las pinzas en los pezones, ante la mirada estupefacta del niño que confirmó sus sospechas: el texto no mata si no se acaba de leer.

Como a todas las víctimas, antes de caérsele los, ennegrecieron: corrieron, aún frescos, viscosos, entre los maletines con sus inútiles herramientas de trabajo. Finalmente, una sombra pequeñita pasó, como ráfaga de viento, entre los cirios. Los apagó.

Pálido, balbuceante, prácticamente entumido, el niño salió corriendo hacia su casa. Inútilmente intentó atraer la atención de su padre, quien no paraba de recocer las suelas de unas botas largas y gruesas. Lo mismo pasó con su madre, quien atendía sin cesar el zurcido de un calcetín.

Unas horas más tarde se hizo pública la muerte del detective. La alarma entre la gente creció. El niño guardó el secreto, no como tesoro, sino como un horroroso y antiguo muñeco de trapo. Imaginaba al pueblo, sin anclas, desbocado en un abismo de ojos negros y duros.

Diez días después lo inundó la desdicha. Se llenó su casa, su jardín, de margaritas y olor a cera derretida. Víctima de la curiosidad, murió su madre. El niño gritó, en medio de docenas de adultos -Sé cómo detener las muertes. Un abrupto silencio le extendió los brazos, lo invitó a llorar.

Esa misma noche, apenas terminado el velatorio, tres decididos hombres se reunieron con el niño para escucharlo atentamente. Así se enteraron de lo que no vieron por incrédulos, cuando el detective terminó su lectura.

Se miraron entre sí, intentaron confiar. Negaron con la cabeza, en silencio. Algo por dentro los trastornaba, también los alegraba. El niño, vuelto llanto, dijo firmemente: háganlo, deben creerme.

Uno de los hombres sucumbió ante la seguridad del niño, le creyó. -Sean más los lectores y no uno, conservaremos la vida; sabemos la forma de detener la plaga. Repartieron el texto en tres partes. Uno de los hombres guardó distancia. Tartamudo, sudoroso, comenzó a leer la primera parte del texto en voz alta…

Los tres hombres sonrieron, el niño soltó un grito de alegría, de alegría por la vida.

Prosiguió el segundo. Su lectura era continuación de la primera parte. Los otros le miraron incrédulos, temerosos. Concluyó. La felicidad del niño y los hombres no tuvo comparación, ávidos, victoriosos, miraron y escucharon al último leer:

-Todos reconocieron la genialidad del escritor. Esto permitió la prevalencia del texto y su leyenda hasta nuestros tiempos. Termino de leer. ¿Aún tiene ojos, lector?

Jun08