
Viaje en carretera
Por Israel Pintor
Cuando terminaron las clases decidimos marcharnos a pasar unos días en algún sitio caluroso y solitario del sur.
Mamá seguía en Bombay o en Marruecos. No sé. En algún sitio donde conseguiría enriquecer su alma y ganar las millas de vuelo que le hacían falta para sacarse gratis un recorrido por Latinoamérica. Volvería en octubre. Papá, en el trabajo, como siempre, sin mí y también muy lejos, aunque por entonces salía poco de la ciudad. Alicia, por otra parte, días antes de terminar el curso en la universidad, se iría a Colombia para la boda de una de sus sobrinas. De no haberme ido con Andrés, de haber sido otro el plan, habría preferido hacerme acompañar por Alicia. Ella estaba al tanto de lo que me pasaba y no hizo hasta lo imposible por retenerme. No me hizo prometer, frente a la foto de una de sus tantas vírgenes, que no iría con Andrés. Me percaté de ello mucho después.
La acompañé al aeropuerto. Mamá la llamó para desearle buen viaje. Papá le dejó una nota y un sobre en la cocina. Llegamos un par de horas antes. Nos sentamos a esperar que anunciaran el abordaje de su vuelo mientras nos bebíamos un café. Charlamos un poco de la situación.
–¿Ese muchacho te quiere? ¿Estás segura? –preguntó.
Era martes por la mañana, no había muchos viajeros congestionando las barras de cafetería.
–Yo lo quiero a él –contesté–. Tú no te preocupes por mí. Ve con tu sobrina y disfruta a tu familia. Estás de vacaciones. ¡Diviértete!
–Me gustaría ir con mis hermanas a Tolima para la romería de la Virgen del Carmen, le quiero rezar.
–Procura hacer eso por mí también, ¿sí?
Alicia me acarició el pelo. Nos quedamos calladas un rato, sorbiendo el café. Ella miraba a la gente pasar y me miraba a mí, sonreía. Yo hojeaba una revista. Anunciaron el abordaje de su vuelo. Nos levantamos, entonces la abracé y le dije:
–No te acongojes, ¿eh? Voy a estar bien. ¿Dónde tienes el pasaporte?
Se dio unas palmaditas en el bolso y agarró sus maletas. La acompañé hasta la entrada de la zona de tiendas libres de impuestos donde se hacía una fila. La abracé otra vez, fuerte, le di un par de besos en cada mejilla y me despedí.
–Cuídate, hija –lloró un poco.
De camino a casa vi mi reflejo en los escaparates inmensos de una tienda, me veía sola, tensa y, como siempre, pasada de kilos. La casa estaba vacía. Comprobé en los espejos de todos los aseos, de todas las habitaciones, en el reflejo de la televisión apagada, que el traje de baño de una pieza que recién me había comprado disimulaba muy bien mis curvas. Me veía tan rubia y blanca como siempre, casi transparente.
Tres días antes de la partida de Alicia reservé una habitación doble, por una semana, en un hotel de Playa del Carmen. Veinte días atrás conocí a Andrés.
La mañana misma en que él fue a recogerme, empaqué ropa sexy. No iba a pasarme lo mismo: la primera noche que dormimos juntos, la misma en que nos conocimos (Andrés es muy guapo y yo se la puse fácil), traía puestas las bragas anchas para reducir abdomen y levantar nalga. Las miró un instante y, sin pronunciar palabra me las quitó.
Lo conocí en el BabyRock, yo bailaba con mis amigas y él me miraba y sonreía desde un rincón. Iba solo. Después de un rato y varias cubas, se me acercó. Charlamos, nos besamos. Nos besamos mucho. Mis amigas se aburrieron y nos dejaron
solos. Hicimos el amor poco antes del amanecer en el asiento trasero de su Camaro amarillo.
–1958 –me dijo antes de abrirme la puerta del coche.
La luz tenue de la luna se filtraba por las ventanillas del auto. Vi mis pies desempañar los vidrios. Sentí mis piernas temblar. Andrés estuvo torpe, nervioso y torpe. No fue la mejor de las primeras veces que una chica podría desear.
Seguimos viéndonos prácticamente todos los días después de esa noche. Andrés me emocionaba. No era el chico guapo y rudo que aparentaba ser, con esa chamarra de cuero, ese rostro liso sin poros ni brillo, esas argollas diminutas que le colgaban en cada oreja y ese cuerpo atlético de hombros anchos y piernas firmes. Andrés es muy guapo, me hacía sentir bonita. Cuando caminábamos juntos me tomaba de la mano, me abrazaba; me regaló música, flores y chocolates. No atendía llamadas telefónicas cuando estaba conmigo. Cada tanto me decía:
–Me alegra haberte conocido.
Andrés me emocionaba.
La noche de fin de curso, fuimos al cine para celebrar la entrada de las vacaciones. Mientras mirábamos la cartelera, un chico pelirrojo, tanto o más atractivo que Andrés, pecoso y esbelto, claramente enojado, nos abordó, o más bien le dijo a Andrés, mirándome a mí:
–¿Qué bien estás, no? –Andrés se sonrojó, frunció el entrecejo y me miró avergonzado. Yo no entendí, simplemente sonreí.
Andrés dejó de abrazarme, lo agarró por un brazo con fuerza y se lo llevó de allí. Me dijo a señas que volvería pronto, con una expresión en el rostro que pretendía despreocuparme pero consiguió totalmente lo contrario.
Los seguí hasta la entrada del cine, donde los vi desde lejos discutir sin enterarme qué cosas se decían. Andrés tardó un par de minutos en volver.
–Se llama Paco –me explicó nada más regresó a mi lado.
Andrés fue determinante, le pidió a Paco lo dejara en paz, fue lo único que entendí y lo único que Andrés no tuvo que explicarme. Las caras de ambos reflejaron tristeza. Pero Paco lloró y Andrés no. Paco se fue. Antes de hacerlo miró a Andrés entrar de nuevo al cine y entonces nuestras miradas volvieron a cruzarse. Paco me miró como quien deja en manos ajenas un bien preciado, casi como Alicia me miró cuando se fue.
Andrés me dijo que Paco era un amigo de la universidad al que saludaba en los pasillos de vez en cuando. Recién había salido del clóset. Estaba en crisis con su familia y a esa crisis se le sumaba la muerte de su mejor amiga.
–No me importó cuando me lo dijo, tampoco me importa ahora, pero… un día Paco me besó –dijo Andrés viendo al suelo–. Está devastado por lo de su amiga… Yo no lo quiero así, somos amigos.
–¿Estás molesto con él? –pregunté.
Él encogió los hombros y se quedó en silencio. Me abrazó. –¿Y por qué no me habías contado nada, nene?
–Supongo que tarde o temprano se arreglarán las cosas
–me besó y así cerró el tema.
Esa misma noche, después de ver Sex & the City 2, Andrés me propuso ir a Cancún a pasar unos días. Atravesar el país entero en su Camaro amarillo.
Hicimos nuestra primera parada en Caborca por ahí de las tres o cuatro de la tarde. Nos abrumaba un calor que desafiaba los poderes de cualquier horno de microondas. Teníamos hambre, tanta, que olvidamos en el coche nuestras carteras cuando nos estacionamos al pie de una cuesta.
Ya en el restaurante de hamburguesas, habiendo ordenado cada uno hamburguesa, papas y refresco grandes, nos dimos
cuenta del olvido. Escuchamos a un niño decirle a su padre que él sólo quería el muñeco de la cajita. Reímos.
Hurgamos nuestros bolsillos y pudimos completar unas monedas para comprar un combo-pareja, sugerencia del cajero sonriente al otro lado del mostrador que, fastidiado, canceló nuestra primera orden. Aunque el combo restaba un paquete de papas y en vez de refrescos grandes incluía pequeños, nos conformamos, las hamburguesas eran sustanciosas y no estábamos dispuestos a volver a bajar y subir la cuesta.
Mientras yo masticaba intentando no acumular comida entre los braquets, Andrés me dijo:
–Lo del combo-pareja debe ser una buena señal.
–¿Una buena señal de qué? –le pregunté, un poco distraída. –Simplemente un buen augurio –me contestó–. Hemos
hecho bien en detenernos a comer aquí. Me alegra que hayamos venido.
Asentí con la cabeza y sonreí. Él se quedó un momento mirando la hamburguesa, pensativo, y luego le dio un mordisco.
Casi a la media noche llegamos a Los Mochis, buscamos un motel en el centro. No tuvimos suerte sino al cuarto intento.
–Un festival de rock atrajo a muchos jóvenes de los alrededores –nos informó el recepcionista calvo del primer motel.
El lugar donde finalmente nos hospedamos, un sitio oscuro y maloliente, estaba prácticamente igual de atestado de huéspedes. Pero le quedaban dos habitaciones individuales que Andrés no dudó ni un minuto en reservar. Lo miré fija e inconformemente mientras él proporcionaba nuestros datos al recepcionista, no coincidieron nuestras miradas, ni entonces, ni el resto de la noche. Sólo permaneceríamos allí unas horas. No dije nada.
Cada uno se fue a su cuarto. Nada más entrar, solté la maleta en un rinconcito sobre el suelo y fui directo a la ducha. Me lavé del cuerpo un calor pegajoso y mientras lo hice se me ocu-
rrió que Andrés y yo podríamos ver juntos una película antes de dormir.
Me afeité las piernas y las axilas. Cepillé dos veces mis dientes. Me perfumé y me puse el baby-doll azul debajo de una bata.
Llamé a su habitación y la puerta se abrió. Andrés yacía sobre la cama, todavía mojado, boca abajo, con la cara viendo al muro. Le rodeaba la cintura una toalla ajustada. Ni recostado en esa postura perdían volumen o forma sus nalgas. Me quité la bata y la colgué detrás de la puerta. Encendí la televisión y me senté a su lado. Él no se movió.
–Estoy cansado –lo escuché decirme.
Suspiré. Hice zapping, no transmitían películas y no había canales de televisión por cable. A los pocos minutos Andrés comenzó a roncar. Le acaricié el pelo hasta que a mí también me dio sueño. Volví a ponerme la bata y me fui a dormir a mi habitación.
A la mañana siguiente me despertó un fuerte aroma a café. A los pies de mi cama había una bandeja con el desayuno recién hecho, decorado con una rosa. Andrés estaba sentado a mi costado, fumaba un cigarrillo y terminaba de beber su taza de café.
–Bonito pijama –me dijo sonriendo y viéndome al pecho. Me dio los buenos días con un beso.
Llegamos a Mazatlán, quizá, a las dos de la tarde de ese mismo día. Después de comer, decidimos caminar por entre las calles del centro. A pesar de que el calor hacía sudar nuestras manos, Andrés procuraba no soltarme. Lerdo, limpiaba mi mano y la de él, de vez en cuando, deslizándolas sobre la mezclilla de su pantalón. No me atreví a decir que sostenerle la mano sudada me repugnaba.
Recorrimos las tiendas. Me regaló un sombrero ancho y unas gafas de sol. Yo le regalé unas sandalias y un traje de baño porque apenas empacó un par de playeras blancas, calzoncillos y calcetines. Compramos algunas artesanías. Al atardecer, montados en el Camaro a gran velocidad, rompimos el viento del malecón más grande del mundo.
En Tepic, Andrés me dejó al volante, tenía sueño. Durmió las ocho horas siguientes. Atravesé Jalisco sin problemas, escuché muchas veces el disco de Carla Morrison. Memoricé algunas canciones.
Llegamos a Guanajuato rayando las tres de la madrugada. Debíamos llegar a Acámbaro. Me perdí. Lo desperté y él se enojó un poco. Quiso fumarse un cigarro y no quedaban ya, se los había terminado. Se enojó otro poco. No me dijo nada.
Pronto encontramos un motel. Andrés detuvo el coche fuera. Me dolía la espalda, necesitaba ducharme y dormir. Hacía calor.
–Baja y pídenos un cuarto, voy a comprar unos cigarros –dijo Andrés sin apagar el motor.
El recepcionista me sonrió deliberadamente. Era apuesto, quizá unos años mayor, pero apuesto igual: bigote recortado, pelo en pecho, alto, fornido. Le avisé que Andrés llegaría pronto y sonrió más todavía. No fui capaz, entonces, de permanecer tan seria como iba. Me llevó hasta la habitación, una fresca, con ventiladores, tina de baño y televisión por cable. Solté la maleta.
Encendí la televisión. Un canal local transmitía una película mexicana que jamás había visto. Casi no reconocí a la actriz que corría por las callejuelas de un pueblo desolado, era Jacqueline Andere, muy joven. Gritaba: “¡Andrés, Andrés!”, se cubría la espalda con una especie de reboso gris y se enjugaba las lágrimas de la cara con las palmas de las manos, usaba un vestido azul. La película se me antojó de los años setenta. Me senté sobre la cama con el control remoto en la mano. Jacqueline Andere vio a lo lejos, al final de la calle que transitaba, un Camaro amarillo estacionado, justo como el de Andrés. Abrí mucho los ojos. Jac-
queline Andere lo alcanzó, corriendo como iba, melodramática, y al asomarse por la ventanilla encontró a un hombre gordo fumando en el interior, horrendo, con barriga y pelos en las orejas, muy moreno. Se asustó y puso cara de imbécil. Jacqueline Andere me aburrió y cambié de canal.
Echaban Ghost en Cosmopolitan; Patrick Swayze aún era guapo y no moría de cáncer. Demi Moore todavía no secuestraba a Ashton Kutcher. Entré al baño. Comenzaban a marcárseme dos franjas verdes bajo los ojos. Puse a llenar la tina con agua tibia, me bañé. Me afeité las piernas y las axilas. Me perfumé. Cepillé dos veces mis dientes. Me puse otro baby-doll, esta vez negro.
Terminó la película y Andrés no llegaba. Me puse una bata y bajé a la recepción. No había nadie. Intenté llamarlo. Su teléfono estaba fuera del área de servicio o no estaba disponible. Volví a la habitación. Me recosté. En otro canal comenzaba Pretty Woman. Julia Roberts se veía igual de simple que siempre. Hermosa y simple. No supe cuándo me quedé dormida.
Me despertó el ruido de la puerta al abrir y cerrar. Andrés entró, apagó el televisor, se quitó los tenis y se acostó a mi lado.
–¿Dónde estabas?, nene. ¿Qué hora es? –le pregunté.
–Es difícil encontrar cigarros a esta hora en un pueblo minúsculo de Guanajuato –contestó, seco.
Andrés no me dijo que mi pijama era bonito.
Amanecía. Nos quedamos en silencio. Lo escuché roncar pocos minutos después. Volví a quedarme dormida.
Me habré despertado a eso de las nueve de la mañana. Sobre mi mesita de noche estaba servido el desayuno, frío, sin rosa. En la mesita de noche del otro lado de la cama estaban las sobras del desayuno de Andrés, junto a ellas, su billetera y tres cajetillas de cigarros apiladas.
Me asomé por la ventana de la habitación que daba hacia la calle, Andrés lavaba el Camaro, charlaba con el recepcionista. Desayuné, recogí nuestras cosas y me les uní quince minutos después.
Retomamos el camino. Andrés ya no parecía molesto. Habituados al calor, con las ventanillas del Camaro totalmente abiertas, cantamos y reímos a carcajadas hasta llegar al Distrito Federal, donde nos detuvimos para almorzar unos huevos rancheros en una cafetería del Centro Histórico. Esas tres o cuatro horas fueron las más nutritivas del viaje. Descubrí que también Andrés fue fan de la Onda Vaselina y que una de sus primeras y escasas lecturas era El fantasma de Canterville y otros cuentos, de Oscar Wilde. Su color favorito, por supuesto, era el amarillo canario, pero también le gustaba el verde y el azul. No le gustaban las aceitunas y escuchaba con devoción el último disco de Natalia Lafourcade. Prefería el vodka y la cerveza clara.
Dos horas después de salir de la Ciudad de México, Andrés me dijo que pararíamos en un lugar que deseaba mostrarme.
–Se llama El mirador, está en un municipio de Puebla –me explicó–. Desde allí podemos ver el atardecer y cenar unos sándwiches.
La idea me gustó. Hicimos una parada express para comprar pan de caja, jamón york, mayonesa, un six de coca-colas y otro de cervezas.
Un letrero oxidado en el mirador anunciaba que nos encontrábamos a dos mil setecientos ochenta metros de altitud y que desde allí podíamos ver las casas grises de mil ciento setenta y dos habitantes de un municipio impronunciable.
–Me alegra haberte traído aquí –me dijo con la vista perdida en el paisaje.
–Es bonito, nene –lo miré de reojo, tuvo la mirada perdida un buen rato.
El sol desaparecía en el horizonte. Ya no hacía calor. Andrés me abrazó. Vimos completa la desaparición del sol detrás de unas montañas.
–¿Preparamos los sándwiches? –le pregunté.
Asintió con la cabeza. Encendió la radio del coche, una locutora decía no sé qué cosas sobre el desempleo. Andrés dejó en mis manos la hechura de los sándwiches, me abrió una lata de coca-cola y se abrió para él una de cerveza. Escuchó a la locutora un minuto o dos. Luego navegó entre las frecuencias de la banda FM hasta encontrar una emisora de jazz.
–Quizá sea buena idea pedirle a mi papá un trabajo en la empresa –dijo de pronto–. ¿Te parece buena idea?
Me lo pareció.
Terminamos los sándwiches y nos tumbamos sobre una manta a ver brillar las primeras estrellas del cielo.
–Deberíamos acelerar el ritmo, Andrés. A este pasó nunca llegaremos a Playa del Carmen –le dije; apoyaba mi cabeza en su abdomen.
–¿No te diviertes? –preguntó con un dejo de ternura.
–No es eso, nene –contesté inmediatamente–. Sólo quiero llegar, relajarnos. Dejar de pensar que al día siguiente miraremos pasar kilómetros y kilómetros de carretera por debajo del coche.
Andrés me abrazó. Nos besamos.
–He pensado en que podemos llegar directamente a la playa, antes que al hotel. Pasar allí todo el día. Bañarnos, beber un cóctel y tomar el sol. Comer unos mariscos por la tarde. Luego sí entrar al hotel, dormir una siesta, quizá, tomar una ducha, vestirnos elegantes. Salir a bailar; terminar con una cena romántica en nuestra habitación y pasar el resto de la noche acariciándonos en la cama.
Andrés me besó otra vez.
Por delante había casi veinte horas de carretera. Andrés las redujo a trece horas y cuarenta y cinco minutos. Él no durmió, fumó todo el camino. Cruzamos la frontera de Quintana Roo poco después de las ocho de la mañana.
Una hora después, Andrés dormía con la boca abierta frente a las aguas turquesa del Caribe y yo me bebía un cóctel de mango a su lado, ambos bajo una palapa. No le acaricié el pelo.
Nos bañamos, tomamos el sol. Le puse bloqueador solar por todo el cuerpo, me temblaron las manos. Luego él me puso a mí en la espalda y las piernas, le temblaron las manos.
Por la tarde comimos mariscos según el plan. Caminamos un poco por la costa. Pensativo, Andrés me dijo sin soltarme de la mano:
–¿No te parece este el mar más bonito del mundo?
Quedaban un par de horas para que cayera la noche. Volvimos a echarnos bajo la palapa. Él se volvió a quedar dormido y yo me pedí otra copa, esta vez, un vodka doble en las rocas. Me lo sirvieron con una sombrillita de colores que hice añicos nada más verla. Me bebí la copa de un par de tragos. Andrés seguía dormido.
Miré alrededor. A unos veinte metros de distancia, más allá de una pareja de ancianos que se acariciaban y reían, una mujer vendía cigarrillos. Fui hasta ella y le compré una cajetilla.
Cuando volví, Andrés aún dormía. Poco después yo también me dormí.
Desperté cuando el sol terminaba de sumergirse en el agua y el mar brillaba como un diamante. Quedaba poca gente en la playa. Desperté a Andrés con unas palmaditas en el pecho. Su mirada, aunque modorra, todavía parecía la del chico que creía que ese mar era el más hermoso del mundo.
Acorde al plan, fuimos por fin al hotel. Nada más llegar a la habitación, Andrés entró al baño. Lo escuché hacer pipí, luego abrir la regadera. Se dio una ducha larga, muy larga. Vi en la televisión medio capítulo de Los Simpsons.
–Se me acabaron los cigarrillos anoche –me dijo al salir de la ducha, con la toalla muy bien enrollada en la cintura.
–Lo sé, nene –contesté–. Hay una cajetilla en mi bolso.
Me dio las gracias sin sonreír.
–¿Iremos a bailar como querías? –me preguntó mientras se aplicaba desodorante.
–Pensé que te gustaría pedir la cena a la habitación –le contesté–. Después de todo me has complacido el día entero.
Le sonreí. Sólo entonces lo hizo él también.
Me duché. No me afeité las piernas ni las axilas. Me cepillé los dientes sólo una vez. No me perfumé. Salí del baño totalmente desnuda.
Él no estaba en la habitación.
Me encerré en la recámara el resto de la noche. Lo escuché llegar luego, entrada la madrugada. Permaneció una hora o dos bebiendo y fumando sin entrar a la recámara. Luego entró, se acostó junto a mí. Suspiró. Me acarició el pelo, luego la espalda. Me besó el cuello.
Hicimos el amor.
A la mañana siguiente hice las maletas y me llevó en el coche al aeropuerto.
–Nos veremos pronto –me dijo cabizbajo luego de sacar mis maletas de la cajuela.
–Muy pronto –hice una pausa–. Deberías llamar a Paco. Andrés me miró sin parpadear.
–Adiós, nene –le dije, extendiéndole los brazos.
–Me alegro de lo que pasó anoche. Fue buena idea venir –me dijo.
Nos abrazamos y nos despedimos.
Al llegar a casa me encontré con un mensaje de Alicia en el contestador. Estaba feliz. Entre llantos, me dijo que iba a quedarse a vivir en Bogotá, que mis padres ya lo sabían. “Eres ya toda una mujer y confío en que sabrás cuidarte sola, hija”. Me pidió que la disculpara por no haber tenido el valor de decírmelo antes de partir. Esperaría noticias sobre lo mío con Andrés. Me invitó a visitarla pronto. “Siempre serás mi Blanquita, no te olvides de eso. Si me necesitas, llámame.” Terminó así el mensaje. Al desempacar en mi habitación, me vi reflejada en el espejo y no me hizo falta comprobarlo en otros espejos de la casa: tenía un bronceado perfecto y había perdido un kilo o dos. Lloré un poco.
Me complace compartir el más reciente número de la revista mexicana Mitote, donde colaboro con un capítulo-cuento de mi primera novela: Las puertas del paraíso, una obra que se vale de la técnica propia del cuento para novelar las aventuras de un chico del norte de México en busca de la posibilidad de amar y ser amado en una relación larga, fructífera y llena de sexo animal. Un cuento que reclamará la atención del lector y lo llevará a participar en la obra como creador y no sólo como intérprete.


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