Cientos de meteoritos cayeron sobre los árboles

Cientos de meteoritos
cayeron sobre los árboles

Por Ramón García Pérez

La tormenta sobrevino mientras Emilio se tomaba una taza de café en el bar de su calle. Su rostro se reflejaba en la ventana con el contorno deformado, debido a las gotas de lluvia en el cristal. Los recuerdos de su hijo invadían sus pensamientos. No paraba de contar las horas que quedaban para volver a estar junto a él. Desde el divorcio solo se habían visto en dos ocasiones. ¡Cuántas ganas tengo de besar tu carita, Francesco!, rumió con los ojos humedecidos.

Emilio se había refugiado en su trabajo —operario del matadero municipal— echando horas extras. Su labor era sacrificar animales. Los maullidos que hacían antes de morir le ponían nervioso, pero no le quedaba otra. Cada vez que ejecutaba a uno, se le venía a la mente el gato que le arañó en el mentón cuando era un crío.

No se había acostumbrado a vivir solo y lo evidenciaba el hecho de que llevara a diario la misma camisa, el pantalón arrugado como dedos en remojo y la cabellera sucia, cual fregona que absorbe la mugre. Dejó de afeitarse durante mucho tiempo. Tampoco se cuidaba la barba. Nadie sabía decir si su dejadez era consecuencia de su divorcio o provenía de la herida producida por el abandono de su padre. 

Un día su padre, Augusto —que era carnicero— después de un largo tiempo rehabilitándose en un centro para alcohólicos, apareció por su casa al atardecer. Abrazó a Emilio con urgencia y atropello, el niño se quedó estático, sintiendo palpitar su corazón. Augusto ansioso y tembloroso, soltó al niño y corrió hacia el cuarto de baño para refrescarse con agua fría. Se mojó la nuca y la cabeza. Cuando levantó la cara se miró en el espejo y la luz que entró desde la ventana, atravesando la oscuridad —en la penumbra del baño— hizo que sus ojos brillaran. Una ola de pánico recorrió sus venas.

Salió despavorido y buscó a su mujer, se acercó para abrazarla y ella se mostró distante. A pesar de la frialdad, el padre de Emilio imploró que le escuchara. Ella se negó primero. Pero ante la insistencia de su marido —y para evitar una trifulca delante de Emilio— finalmente accedió. Augusto apretó las manos de su esposa y suplicó que le ayudara. La mujer, interrumpió las lamentaciones y ordenó: «¡Apártate de mí, borracho!» La incredulidad de su esposa hirió sus sentimientos. Acumuló tanta cólera que, de forma impulsiva, salió disparado de la casa. Al marcharse dejó la puerta abierta y Emilio corrió tras él, pero al mirar el rellano gritó: «¡Mamá, un gatito!». Y el gato entró a la casa y Emilio lo persiguió por todas las habitaciones. El gato, que se había escondido detrás de las cortinas del salón, al ser descubierto, se asustó y abalanzó sobre Emilio, arañándole la barbilla.

Aquella mañana, aunque la borrasca castigara la región, las ansias de abrazar a su hijo Francesco le motivaron con entusiasmo. Poco antes de arrancar, sintonizó su emisora de música preferida. Decidió circular por la carretera comarcal rodeada de bosques, donde apenas había tráfico. Quiso conducir con más seguridad que apremio. Subió el volumen de la radio, llevando el compás con el pie, al mismo tiempo que daba golpes con los dedos en el lateral del asiento. Sonreía como lo hacen los infelices. Unos truenos perturbaron su idilio con Queen. La lluvia taladraba el asfalto con metrallas de agua. 

El coche de Emilio se tambaleó de un lado hacia el otro de la carretera. Apenas tuvo visibilidad. Puso la calefacción al máximo sin conseguir que el vaho se diluyera. Del capó del coche comenzó a salir humo. El testigo con el símbolo de un termómetro en color rojo parpadeó de forma constante. Estacionó el auto en el arcén. A Emilio le tiritaba el cuerpo: cientos de meteoritos, del tamaño del granizo, cayeron sobre los árboles como catapultas. El impacto produjo un intenso electromagnetismo que fue expandiéndose a través de ondas. Como consecuencia, a Emilio le entró un dolor en la cabeza con pulsaciones intermitentes, volviéndose sensible a la luz. El humo del motor desapareció. Los meteoritos cesaron con la misma velocidad con la que aparecieron. Emilio salió del coche conteniendo la respiración. El silencio cubría la zona. Volvió al vehículo y continuó el trayecto. Al cabo de unos kilómetros el motor del coche emitió chirridos. Las luces de los testigos se encendieron y parpadearon. Emilio tuvo que detenerse. Al abrir el capó, giró la cabeza para que el humo no cegara sus ojos. Al secarse el lagrimal, observó una señal que indicaba que el próximo municipio estaba cerca. Reanudó la marcha y consiguió llegar al pueblo, no sin dificultad. Bajó del coche y caminó por calles vacías. Entró en un bar y se extrañó cuando vio que el televisor que colgaba del techo tenía la pantalla rota. Aún continuaba encendido pero desintonizado. Las mesas y las sillas se encontraban amontonadas unas encimas de otras. En las paredes, infinidad de marcas de arañazos cubrían toda la sala. Aunque estuviese abierto no había rastro de la clientela, pero había platos llenos de comida sobre las mesas y tazas de café aún humeantes. No había gente en ninguna parte, ni en el supermercado, ni en la parroquia. Tampoco en las casas de los lugareños. Aquel silencio fue interrumpido cuando un trozo de uralita cayó desde uno de los tejados. Emilio, se dio la vuelta con tanta brusquedad que se golpeó la mano contra una farola. Miró hacia todos los lados y no vio a nadie. Deambuló un par de minutos manteniendo una actitud vigilante. Los vellos del brazo se le erizaron como espinas de pescado.

El sonido de unas voces irrumpió aquel mutismo. Por la intensidad del volumen de las voces, supuso que estaban cerca. Emilio echó a correr por las callejuelas del pueblo para averiguar quiénes eran. «¡Oigan, oigan! ¿Dónde estáis?», gritó mientras se secaba el sudor que le resbalaba por la sien. Se quedó paralizado ante lo que vio; un grupo de gatos rodeándole. Las manos y las rodillas le temblaron. Uno de los felinos salió de la manada y se situó delante de los demás. Comenzó a hablar sin miramientos: 

—Fijaros en la barbilla, es él —los demás gatos asintieron—. Con que te ganas la vida matando gatos, ¿eh? ¿Te gustaría que hiciéramos lo mismo con tu hijo?

Emilio no se atrevía a decir nada. Haciendo un sobresfuerzo, titubeando, pudo soltar sólo una palabra:

—Yo…

—¡Cállate! Te hemos estado observando desde que eras un crío.

—¿Qué?

—¡Silencio! Tienes suerte de ser el elegido.

—¿Elegido para qué?

—Lo sabrás en su momento.

—¿Quienes sois?

—La pregunta correcta es ¿quién eres tú?

—¿Cómo? …

Los gatos se dispersaron en un momento. Emilio, empezó a correr a tanta velocidad que se sorprendió a sí mismo. La cara se le transfiguró y empalideció. Durante el recorrido, tropezó con un adoquín y antes de golpearse la cabeza contra el suelo, abrió las manos y las piernas amortiguando la caída. Se puso en pie con una agilidad que achacó al miedo que sentía. Prosiguió el trayecto hasta llegar a su coche. Al subirse, hundió el pie en el embrague, metió la marcha, pero el auto se caló. Lo intentó de nuevo, pero nada. Puso las manos en el volante, agachó la cabeza cerrando los ojos, respiró de forma pausada y por fin logró arrancar y salir de aquel lugar. 

Fue procesando aquella situación alarmante de la que había sido testigo. Mientras tragaba saliva, con el rostro blanco, se sintió desprotegido, ansioso y tuvo la necesidad de esconderse de inmediato. Una agresividad oculta latió en su interior. Ahora más que nunca deseó abrazar a su hijo. 

Encendió la radio para escuchar las noticias. Quiso saber que decían los medios sobre los meteoritos. Ninguna frecuencia informaba de ello, como si no hubiera pasado. Una bola de nervios estalló en su estómago. Buscó el móvil para ponerse en contacto con su exmujer. Marcó los números mientras apartó los ojos de la carretera. Un camión de mercancía de grandes dimensiones tocó el claxon de manera inesperada, pero Emilio reaccionó dejando caer el móvil y dando un golpe en el volante esquivando la colisión. Frenó en seco echándose a un lado de la carretera. Al intentar coger el móvil de nuevo, se le resbaló de las manos y antes de que cayera tuvo el reflejo de cogerlo con destreza, a pesar de los nervios. Dio un suspiro prolongado e intentó recuperar la calma. Pulsó de nuevo las teclas y al escuchar la voz de su ex preguntó con ansiedad: «¿Cómo está Francesco? ¿Os ha ocurrido algo?» «Estamos bien, ¿por qué lo preguntas? ¿No vas a venir?», respondió la ex. «No, por nada —Emilio cambió el tono de su voz para disimular— Es por saber. Dentro de un rato llego», concluyó. Los latidos del corazón le golpearon los oídos. Empezó a sentir un hormigueo por los brazos. No dejó de mirar a través del retrovisor esperando que algún gato apareciera en los asientos traseros. Pensar en ello le produjo un escalofrío que recorrió toda su espina dorsal, encorvándolo. Los ojos se le engrandecieron, en estado de alerta, por el terror que invadía su mente. Tenía la garganta seca. Llamó a la policía. Cuando le cogieron el teléfono y preguntaron qué podían hacer por él, inmediatamente preguntó los meteoritos de aquel pueblo sobre la carretera comarcal, pero los policías no supieron a qué se refería. Se mostraron preocupados por él y le preguntaron dónde estaba. En lugar de responder, Emilio colgó el teléfono y entró en pánico.

Intentó alejar los pensamientos que le asaltaban, pero los nervios podían con él. Paró el coche en un centro comercial, se propuso comprar un regalo para su hijo esperando que hacerlo le quitase de la cabeza lo que había vivido. Pensó que se trataba de una pesadilla, que no pudo haber sido real o, quizás se estaba volviendo loco. Intentó despejarse paseando por los establecimientos y al pasar frente a una tienda de mascotas, notó cosquilleos en las fosas nasales. Olfateó el ambiente, sintió un impulso y sin pretenderlo intentó lamerse la nariz, sorprendiéndose. Una fuerza que no supo explicar le llevó a entrar a la tienda de mascotas, y dirigirse a la zona de los gatos que, al verle, arquearon el cuerpo, erizaron la cola y aplanaron las orejas. Sintió miedo. Los observó con detenimiento y se irritó. Al comprobar que ninguno de los gatos hablaba ni podía hacerle daño se obligó a seguir su camino, contra la fuerza que le había llevado hasta allí. Al pasar delante de los perros empezaron a ladrar enfurecidos. Y los pájaros revolotearon atemorizados, piando sin cesar. Se extrañó tanto como los dependientes de la tienda. Apretó los puños y miró fijamente a uno de los felinos que llamó su atención. Se atrevió a cogerlo. Quiso levantarlo, el gato maulló violentamente e intentó soltarse. Emilio gritó: «¡Joder!» Entonces los dueños de la tienda de mascotas, al atestiguar la revolución que produjo Emilio, se acercaron y le pidieron, no sin sentirse inquietos y confundidos, que se marchara de la tienda.

Emilio volvió al coche sin un regalo para su hijo. Llamó a su exmujer para decir que llegaría pronto. Antes de salir del automóvil, pensó: respira, contrólate, tío. Te la estás jugando. Libraba en su interior una batalla entre el amor hacia Francesco y el temor a perderlo. Al llegar finalmente a casa de su exmujer entró en el salón con una sonrisa temblorosa; ella acostumbrada a verlo nervioso y descompuesto, simplemente lo dejó entrar encogiendo los hombros y advirtiéndole: «Tienes sólo unos minutos, sigues siendo el mismo.» 

Al ver a su hijo se quedó quieto. El corazón de Emilio era un oleaje de ternura que chocaba con las murallas de su propia inseguridad. Francesco corrió hacia su padre para besuquearle y fundirse en un abrazo «¡Te quiero, papi!», dijo el pequeño. «Y yo, mi vida. Nunca dejaré de quererte», respondió Emilio con la mirada puesta en el suelo. Francesco pidió a su padre que fuese a jugar con él. Emilio notó que el corazón se le aceleraba. Se puso tenso y sin querer arañó la tela del sofá. «Quédate donde estás. Ahora vuelvo», ordenó a Francesco y se dirigió a la habitación de su mujer, pero antes de entrar se arrepintió y terminó por entrar a la de su hijo. Cerró la puerta. Un calor de una intensidad angustiosa invadió su cuerpo. Un manantial de sudores goteó por su frente. No comprendía lo que le estaba sucediendo. Francesco fue en busca de su padre y al abrir la puerta de su dormitorio, se encontró con un gato. El animal elevó la cola. Francesco se acercó con lentitud. Cuando intentó acariciar la cabeza del felino, de repente el gato se abalanzó sobre él, arañándole la barbilla. 


“Ramón García Pérez terminó el Curso de iniciación escribiendo la versión final de este cuento que, sin duda, se convirtió en su mejor trabajo desde que arrancó su proceso formativo. Lo comparto con todos ustedes porque me parece un cuento muy chulo. Detrás de este trabajo narrativo hay muchas horas de arduo trabajo y es símbolo del proceso formativo de un autor que se adentra con fuerza en el oficio narrativo. Que lo disfruten mucho.”

Israel Pintor