Encuentra el libro en un puestecillo del metro, de esos en los que sólo venden clásicos y libros de autoayuda. Lee en la contraportada: “Cuatro libertinos, representantes del poder en Francia –y de los cuatro temperamentos humanos–; el duque, el obispo, Durcet y el presidente Curval, se aíslan en una fortaleza inaccesible en medio de la Selva Negra para disfrutar sin testigos de un libertinaje desenfrenado, al tiempo que se entretienen con las hazañas eróticas narradas por cuatro «historiadoras», cuatro putas expertas conocedoras del amplio abanico de delicias y perversiones sexuales humanas. Y para dar buena cuenta de tan extenso como oscuro repertorio, Sade recurre a la historia –los relatos de Suetonio y Tácito sobre los excesos de los emperadores–, a las memorias y biografías de actrices galantes, así como a la tradición erótica y libertina o a los recuerdos escritos de hechos reales ocurridos en casas de citas.” Ráscate la nuca. Excítate. Mira la hora. Saca de la cartera un billete de veinte pesos, paga el libro y corre o te perderás la conferencia de prensa.
Sabía que al terminar los estudios me dedicaría al periodismo, finalmente para eso había estudiado cuatro años, y suponía que podría dedicarme a la narrativa en los tiempos muertos (ese tipo de suposiciones sólo las puede hacer un individuo que se niega a reconocer que debió estudiar literatura) y para ello necesitaba un plan que me permitiese aprovechar los tiempos muertos. No sabía entonces cuánto tiempo y esfuerzo requiere la creación literaria, a pesar de que los talleres de escritura a los que asistía me permitieron hacerme una idea. Los tiempos muertos jamás llegaron. Para alguien que no vive sólo de escribir lo que quiere, un tiempo muerto dedicado a la escritura es casi tan valioso como lo fue tener un canal gratis de porno en televisión por cable durante los años noventa. Toda mi atención se la llevaban las dos o tres noticias que cubría diariamente, para las cuales debía recorrer Ciudad de México (a veces de punta a punta) y arreglármelas para escribir a toda prisa y luego enviar los textos a la redacción, en años en los que la Internet móvil 3G sólo se la podía permitir Slim y el Wifi gratis estaba restringido a unos cuantos locales comerciales.
Pregúntate si deberías leer ese libro en público. Observa el interior del vagón. Sólo viajan hombres. Pregúntate si el título del libro (Las 120 jornadas de Sodoma), al ponerlo a la vista de aquellos hombres, facilitará en alguna medida que te miren también a ti. Observa a los pasajeros; nadie lee. Se obligan inclusive a fijar la vista en la oscuridad subterránea que envuelve al tren. ¿Con qué fin? Pregúntate si el interior del libro será más interesante que el exterior, que esos hombres. Hojéalo un poco, cierra los ojos y huele la tinta de sus páginas nuevas. Observa tu interior, empezando por la oscuridad traslúcida que producen tus párpados. ¿Te obligas a fijar la vista en la oscuridad que te envuelve? ¿Hay algo aquí?, pregúntate. Abre los ojos y descubre a uno de los pasajeros mirando a las putas semidesnudas de la portada. Pregúntate si deberías leer a ese hombre en público.
Vivía en casa de mis padres, muy lejos de todo, a dos o tres horas de distancia de aquellos puntos a los que debía acudir con mi libreta de reportero en mano. ¿Tiempos muertos? ¡Ja! Si tenía tiempo libre lo usaba para dormir. Me pegaba unas jornadas asquerosas, y lo digo sin referirme a las jornadas de Sade. No, las mías eran verdaderamente terribles. Salía de casa a las siete de la mañana y volvía a la media noche. Comía fatal. Perdía mucho tiempo esperando la llegada del siguiente evento (en una ciudad tan grande es impensable volver a casa). No follaba. En fin. Fueron tiempos difíciles en los que me obligaba a pensar que, tarde o temprano, encontraría una forma de ejercer el periodismo que me llenara de satisfacciones y restara inconvenientes.
Lee: “El duque, medio borracho, dijo que sólo quería beber la orina de Zelmire, y tragó dos grandes vasos que le obligó a mear haciéndola subirse a la mesa, en cunclillas sobre su plato. «¡Vaya gracia, dijo Curval, beber meados de virgen!» y, llamando a Fanchon, le dijo: «Ven, zorra, yo quiero beber en la fuente misma». E inclinando su cabeza entre las piernas de aquella vieja bruja, tragó golosamente los chorros impuros de la orina envenenada que ella le lanzó al estómago. Finalmente, la conversación se animó, se habló de diferentes temas de costumbre y de filosofía, y dejo al lector que piense si salió bien parada la moral. El duque emprendió un elogio del libertinaje y demostró que estaba en la naturaleza, y que, cuanto más multiplicasen sus extravíos, mejor la servían. Su opinión fue unánimemente aceptada y aplaudida, y se levantaron para ir a poner en práctica los principios que acababan de quedar establecidos. Todo se hallaba dispuesto en el salón de las orgías…” Saca la nariz del libro y comprueba: debiste bajar hace dos estaciones y el hombre que miraba a las putas de la portada ya no está en el vagón. Consulta la hora. La conferencia de prensa ha comenzado sin ti.
Estaba recién graduado, era una obligación chambear duro y en condiciones terribles con tal de darse a conocer, adquirir experiencia y abrirse un poco las puertas de los medios. La verdad es que no me fue tan mal, aprendí mucho y escribí un montón de notas y entrevistas que fueron publicadas en una de las agencias culturales más importantes del país. Me divertí, incluso, con la vida a veces glam del reportero cultural. Pero seguía inconforme, buscando el momento en que pudiera sentarme a escribir narrativa. Tan inconforme estaba que en dos ocasiones me atreví a escribir notas periodísticas o entrevistas con harto tufo a cuento. El Jefe de Redacción se lo tomó a broma la primera vez, debió pensar: demos gusto al escuincle, y la publicó. La segunda me tachó de pedante y me exigió reescribir. Y es que, a pesar de que trabajaba para una agencia cultural de noticias, allí no había espacio para el Nuevo Periodismo, y menos si lo escribía un becario recién llegado. La inconformidad que sacudía mi fuero interno, la imposibilidad de escribir ficción era tanta, que en sólo seis meses conseguí ganarme la antipatía del Jefe de Redacción, sin siquiera verle la cara. Le bastaba con leerme. Lo que más me jodía no era la imposibilidad de escribir ficción. En realidad, la espina metida en el culo era que escribiendo periodismo estaba respaldando siempre un discurso ajeno, es decir, comunicaba lo que otros querían que dijera. El periodismo es así, siempre tiene una postura política y representa una ideología determinada. No se me mal interprete, no es que me moleste construir un discurso político o respaldar una ideología a través del ejercicio periodístico, eso es un gaje del oficio. No. Lo que me jodía era mucho más simple. Antes he dicho que me resistía a reconocer que debí estudiar literatura. Pues bien, me resistía porque yo soy y he sido siempre un cotilla, y los cotillas, si de algo servimos, es para chismear, lo que implica la transmisión de mensajes si hablamos con propiedad. Por eso no fue un error haber estudiado comunicación. Lo que no me daba el periodismo y jamás me lo dará, es la libertad de comunicar lo que a mí me da la gana, lo que yo tenga que decir. Y esa es la razón por la que quise convertirme en comunicador, irónico, ¿no es verdad? Quería poder decir cosas, aunque esas cosas no siempre fueran trascendentes o importantes para muchas personas, al menos serían mías, no de otros. Tendría voz propia y no sería la marioneta de nadie. Lo que no sabía cuando empecé a estudiar periodismo, es que realmente el periodismo, aunque me iba a permitir escribir, no me iba a dejar comunicar a mis anchas.
La verdad es que le tenía miedo a la literatura. Pensaba que eso era sólo para gente muy culta que llevara toda la vida leyendo y escribiendo. Yo lo único que quería era estudiar una carrera que me dejara seguir escribiendo y me permitiera edulcorar mi vida con lecturas deliciosas, que me llevara a disfrutar del goce supremo de tumbar teclas y llenar de letras una hoja en blanco de Word. Quizá pueda llamar a eso vocación. No lo sé. Tal vez sólo pueda llamarse egolatría o gula.
En el salón donde se lleva a cabo la conferencia hay apenas un puñado de periodistas. Todos ellos toman nota en sus libretas y extienden la mano que sostiene una grabadora en REC, lo hacen con la misma diligencia y aparente concentración con la que un cirujano trasplanta un hígado. El encargado de comunicación te entrega el presskit y obsequia una copia del libro presentado; lee el título: El excremento en la Baja Edad Media. La inmundicia sagrada y las fecopoéticas de Chaucer. Comprueba por qué el Jefe de Redacción no te dice a veces el tipo de noticia que irás a cubrir. Escucha a la autora, que sólo habla inglés y por eso utiliza la traducción simultánea de un intérprete, exponer durante veinte minutos sobre el estudio de los reflejos en el excremento de la literatura inglesa medieval. Reprímete, allí nadie se ríe aunque el estudio de los reflejos en las mierdas medievales sea un trabajo de mierda. ¿Y mi trabajo qué?, pregúntate. Al terminar la presentación, después de haber tomado las notas suficientes, come tantos canapés y bebe tanto vino como seas capaz, sin hacer evidente que mueres de hambre.
No necesité mucho tiempo para confirmar que el periodismo no sería el oficio que nutriera mi pasión por escribir. Sí, aprendía mucho y poco a poco empezaba a vincularme con medios, personalidades e instituciones. Pero, ¿quién trabaja sin cobrar? ¿Quién, en su sano juicio, dedica tiempo y esfuerzo para trabajar en algo que NO le da de comer? De canapés y vino no se alimenta nadie. Sólo alguien que ama su trabajo está dispuesto a ello. Y yo no amo ni amaba tanto el periodismo. Tampoco es que esperara hacerme rico dedicándome a escribir narrativa, pero si me iba a dedicar a escribir, ¿no era mejor idea escribir lo que a mí me daba la gana, comunicar lo que yo quería y seguir pasando hambre con satisfacción? Porque no iba a salir de jodido, eso estaba claro, pero si encontraba el valor suficiente para reconocer que yo en realidad quería ser narrador, mis esfuerzos podrían rendir al menos frutos de autorrealización. ¿No era mejor escribir sobre mierdas medievales en la literatura inglesa, que escribir sobre una mujer inglesa que vende su libro de mierda medieval? Una sutil, pero significativa diferencia.
Rumbo al siguiente evento que vas a cubrir en el extremo norte de la ciudad, también en el metro porque sólo puedes permitirte ese medio de transporte, pero sobre todo porque es el único medio de transporte de la ciudad que, al mismo tiempo, es un putero descontrolado de maricones cachondos, lee, ya menos preocupado por el exterior, es decir, por los pasajeros del vagón: “El obispo, cuyas pasiones estaban cruelmente excitadas por los obstáculos que había encontrado para desfogarse, se apoderó del culo sublime de Antínoo mientras Hércules lo enculaba a él, y vencido por esta última sensación y por el servicio importante y tan deseado que Antínoo sin duda le prestaba, terminó vomitando unos chorros de semen tan precipitados y tan acres que se desvaneció durante el éxtasis. Los humos de Baco vinieron a acabar de encadenar unos sentidos que embotaba el exceso de lujuria, y nuestro héroe pasó del desvanecimiento a un sueño tan profundo que se vieron obligados a llevarlo a su cama. El duque también se entregó de lleno. Curval, recordando la oferta que la Martaine había hecho al obispo, la conminó a cumplir el ofrecimiento y se atiborró mientras lo enculaban. Mil horrores más, mil infamias más acompañaron y siguieron a éstas, y nuestros tres valientes campeones, ya que el obispo no era de este mundo, nuestros valerosos atletas, digo, escoltados por los cuatro jodedores del servicio de noche, que no se encontraban allí y que vinieron a recogerlos, se retiraron con las mismas mujeres que habían tenido en los canapés, durante la narración. Desgraciadas víctimas de sus brutalidades, a las que es más que verosímil hicieron más ultrajes que caricias y a las que sin duda dieron más repugnancia que placer. Así fue la historia de la primera jornada.” Volviendo la atención fuera del libro, buscando entre los rostros de los hombres que, aburridos de ti porque no respondes a sus insinuaciones, ligan entre ellos, pregúntate: ¿alguno de estos hombres será tan frío y vulgarmente sexual como lo son los protagonistas de la novela?, ¿será posible que las personas, como Sade representa en esta obra, separen tan fácilmente las prácticas sexuales del sentimiento?, ¿será el amor indisociable del sexo? Piensa en Sade y en su mente perversa, en tu mente perversa. En la posibilidad de que las mentes perversas de dos individuos se encuentren y flirteen, y que de ese flirteo nazca un follaje frondoso de puterías. Piensa en la irrelevancia de probar al mundo que el amor y el sexo son indisociables, en lo absolutamente inútil que es decirle eso al mundo, en lo absolutamente necesario que de pronto, te resulta hacerlo. Piensa en Hércules el enculador y en el obispo, enamorados de Antínoo, en Hércules celoso del obispo; en el duque y en Curval ocultando al grupo una aventura en la que se esconden para hacer el amor, porque a los ojos del resto lo normal es el libertinaje y la lujuria. Pregúntate: ¿es esto una premisa?

Acepté que el periodismo y la literatura, por muy delgadas que sean las fronteras que los separan, son y serán siempre territorios distintos en los que se cumplen finalidades comunicativas igualmente distintas. Y así, entre cachondo e ilusionado, mientras me dejaba embriagar por la prosa sexualmente neurótica de Sade, comencé a buscar un título para dar a ese primer libro malo, maldito, mejorable, el libro de prueba, el inmaduro; el libro que me arrebataría por siempre del periodismo y me obligaría a reconocer que yo, más que periodista, soy narrador; el libro que me vistiera de puta experta, conocedora del amor y el sexo: ¡dulce difraz! Y surgió en mí la idea: magníficamente vestido a la manera de las putas elegantes de París, me imaginé a mi mismo sentado a los pies del trono, sobre un canapé colocado allí para ese propósito, y me dispuse a contar como narradora del mes, con una bata muy ligera y muy elegante, con mucho carmín y diamantes, tras colocarme esnifando un poco de Popper, la historia de los acontecimientos de mi vida inventada, en la que debía introducir el pormenor de la primeras pasiones, designadas bajo el nombre de Pasiones simples.
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