«Víctor Pérez Cantó empezó mi Coaching literario hace más de un año, llegó con un proyecto de novela que promete, pero se ha dado la oportunidad de afinar su destreza con la construcción dramática y ahora escribe cuentos para hacer callo. Recientemente culminó su primer ciclo de clases y terminó escribiendo este gran cuento que se merecía publicación. Esto es lo que me gusta hacer con los textos de mis alumnos destacados. Cuando un texto es bueno, necesita lectores. ¡Que aproveche!» Israel Pintor.

La magia del gran Merlín
Por Víctor Pérez Cantó
El público del Opera Comique comenzaba a impacientarse. En la sala los abucheos subían de tono y algún espectador enardecido se montó a su butaca, de paño granate. El pianista aporreó las teclas con la intención de que se escuchase la música, que se ahogaba bajo las risas, los comentarios en voz alta y los insultos, cada vez menos contenidos. Al fondo de la sala, los acomodadores asomaron las cabezas tras las ventanas redondas de las puertas de acceso a la platea, entre miradas cómplices y sin plantearse intervenir.
—¡Estafador, inepto! —se oyó desde un palco.
—¡Sigue, sigue! —clamó alguien entre carcajadas.
En su butaca de la primera fila, John Brumby asistía atónito al espectáculo de aquel patán de mago, aunque aún no llegaba a entender si todo aquello iba en serio o era pura comedia.
Con la pajarita ya desanudada y un pico de la camisa asomando por fuera del pantalón, el gran Merlín, mago entre los magos, paró el último número para pedir calma y dar una explicación; quiso colocarse el sombrero de copa, pero ya no lo encontró por ningún lado. Debió desaparecer en el número anterior, cuando se escapó la paloma, que seguía revoloteando entre los palcos, tras haberse cagado sobre la condesa de Warwick. El espectáculo de magia continuó y, por si la situación se complicaba, el regidor hizo llamar a la policía. A través del silencio nervioso del público, el gran Merlín retomó el espectáculo con el último número, el del arcón serrado, para lo que embistió una gran espada de doble filo.
—¿Lo ves, querido? ¡Qué bien hemos hecho en venir! ¿No te diviertes? —susurró la señora Brumby a su marido, mientras le pellizcaba la mejilla, recriminándole lo enfurruñado que había estado toda esa tarde.
*
John Brumby, gerente de Brumby Twins Ltd., había llegado a casa justo antes de la hora del té. El mayordomo le abrió la puerta y lo saludó con naturalidad:
—Buenas tardes, señorito Paul.
—¿Cómo que señorito Paul? —gritó el señor Brumby. —¿Estás tan viejo que ya no reconoces al señor de la casa, Higgins?
—¡Oh, señor Brumby! Por favor, acepte mis más sinceras disculpas —suplicó el mayordomo, doblando repetidamente el espinazo—, es que, con esa ropa, tan habitual en su hermano, cuesta diferenciarles—, se excusó y cerró la puerta.
—¡Tendría que haberle dejado a usted donde le encontré, cretino; en casa del muerto de hambre del barón Bloomberg! —vociferó el señor Brumby y se dirigió hacia la salita junto al comedor— Y no mencione a mi hermano, ¡por dios! —masculló para sí—: Por suerte tardaremos en volver a verle. —Arrojó el abrigo con hartazgo al mayordomo y preguntó al aire, elevando la cabeza—: ¿Queridaaaa? ¿Dónde está mi venus rubia?
Desde el interior del salón respondió Clarisse, su esposa, una de las damas más bellas de la alta sociedad londinense.
—En la sala, Johny querido, esperándote para el té.
—Como debe ser, preciosa —dijo al desplomarse en la butaca—. ¡Ah! La hora del té lo arregla todo —resopló, se pasó un pañuelo blanco por la frente y se quitó los zapatos sin desatarlos siquiera.
—¿Acaso has tenido un mal día, Johny? No me cuentas nada —se quejó Clarisse.
—¿Y qué te voy a contar, si tú no entiendes nada? Solo falta que te cuente y encima te pongas de parte de tu cuñado.
—Pero qué tonterías dices, Johny. Yo siempre te apoyo. ¿No fui yo quien consiguió que el menor de los Rothschild te avalase el crédito? ¿Quién te recomendó que comprases acciones de Capital and Counties Bank?
—Bueno, bueno, la cuestión es… Paul va a echar a perder la venta de la compañía.
—¿Y por qué se opone?
—Por sus malditos remilgos éticos. Siempre hay que limpiar un poco los números y él dice que no se puede engañar a la gente, y que además tiene un plan para salvar la compañía.
—¿Y por qué no le dejas que pruebe? —comentó Clarisse mientras elegía una tartaleta recién traída de Maison Bertaux.
—¡Que pruebe! ¡Que pruebe! ¿Ves como te pones de su parte? — golpeó la mesita con un puñetazo y tiró al suelo su taza de té—, menos mal que se larga a Australia.
—¿Australia?, ¿qué se le ha perdido allí? No deberías dejar que se marche —dijo Clarisse, desviando la mirada a su marido.
El señor Brumby agarró con fuerza a Clarisse por los brazos y, mirándola de frente, la amenazó con voz grave:
—No sigas por ahí, ¿estamos? Yo también hago cosas importantes. Si vuelves a repetirlo, os arrepentiréis.
La soltó, dando dos pasos atrás; la miró con ojos desorbitados, llevándose las manos a la boca.
—Perdona, cariño, no me hagas caso. No he querido hacerte daño. ¿Te he hecho daño?
—No, Johny, no ha sido nada. Ya conozco tus prontos —dijo, tomó de nuevo su taza, sin dejar que el vestido mostrase las marcas rojizas con la huella de los grandes dedos de su marido—. Ahora mismo te pongo un brandy.
—Bien.
Instantes después el mayordomo entró para anunciar la llegada de Paul Brumby. El portazo del mayordomo al salir de la sala hizo que el señor Brumby se tirase la mitad del brandy por la camisa.
—¡Maldita sea, Higgins!
—Sube a cambiarte, querido; y tranquilízate, que has venido hecho un normando —dijo Clarisse mientras desabrochaba con zalamería los primeros botones de su camisa— Y apura el brandy, anda.
Clarisse dejó la copa vacía de su marido sobre la mesita de las pastas y se acercó hacia su cuñado, quien le tomó la mano para besarla. Pero ella, con un gesto de exagerada indignación, la retiró.
—¿Qué es eso de que te vas a Australia, botarate? —dijo la señora Brumby mirando a su marido.
—Es evidente que no todos piensan como tú, querida cuñada. Y dado que mi punto de vista es en extremo contrario a las decisiones que se están tomando, me alejo. No quiero ser testigo de la debacle que traerán.
—Pero estas cosas se hablan y se arreglan, Paul —le dijo, agarrándole por el antebrazo—. Y tú sube y cámbiate ya —ordenó cariñosamente a su marido—, las entradas de la función son magníficas.
—¿Otra vez al teatro? —se quejó el señor Brumby, ya medio descamisado y subió la escalera hacia el dormitorio, con la cabeza gacha, farfullando frases ininteligibles.
Una vez perdió de vista a su marido, Clarisse se abrazó a Paul, rodeándole el cuello y ocultando su rostro contra la pechera de la chaqueta.
—¿Tiemblas? —preguntó Paul con dulzura— Esto es difícil de sobrellevar, pero no hay otra salida. Mi secretario tiene el billete y el barco parte en dos horas.
Un grito, que provenía desde las habitaciones superiores interrumpió a Paul y sobresaltó a Clarisse, que de un brinco se separó varios metros de su cuñado y secó, con el puño de la blusa, las lágrimas que resbalaban sobre sus mejillas.
—¿Dónde está el smoking?
—En el armario grande de la derecha —respondió Clarisse, intentado aclarar la voz que le carraspeaba por la congoja.
John Brumby se cambió en un par de minutos y entró a toda prisa en el salón de té, allí terminó de colocarse los gemelos en las mangas de la camisa. Paul se sirvió un jerez y preparó otro para su hermano.
—Bebe, Johny. Brindemos. Podrás descansar de los quebraderos de cabeza que te causo. Despidámonos bien…
Paul apuró la copa de un solo trago y mantuvo la mirada a su hermano gemelo, a la espera de que hiciese lo mismo. Este, dubitativo, haciendo recuento de las dos pintas que se había tomado antes de llegar a casa, el brandy que no cayó sobre su camisa y ahora ese jerez, no se sentía demasiado bien, pero se lo bebió de un trago y se sirvió otro. Tras un primer paso, tambaleante, se acercó a su esposa para tomarla con firmeza por el brazo y dirigirse juntos hacia la salida.
—Que tengas buen viaje, hermano.
Paul no contestó. El portazo le sacó de su ensimismamiento y también él se fue a toda prisa de la mansión.
En el carruaje, tras mirar las entradas que guardaba Clarisse, John Brumby ordenó al conductor:
—A Covent Garden.
*
—Señoras y señores, estimado público, ruego se calmen y vuelvan a sus butacas. Les pido disculpas, pero si me permiten continuar con el espectáculo les aseguro que no les defraudaré. Con el gran Merlín, nada es lo que parece y todo lo que sucede no está pasando.
La señorita Freesy, ayudante con mejores piernas que talento, se tumbó en la caja, dispuesta a ser fileteada como un roast beef. Una vez encerrada y horizontal, de ella solo asomaban los pies por un extremo, su oxigenada cabeza por el opuesto y las manos por el centro, a través de unas aberturas laterales. El piano comenzó un crescendo que anunciaba la llegada del clímax en la actuación; momento lamentable que se produjo cuando la espada que iba a serrar a la asistente se dobló, fláccida como la cáscara vacía de un plátano maduro.
La tensión contenida estalló en una descontrolada carcajada del público, tan potente que la ayudante, dentro de la caja, se puso a reír también. El gran Merlín negó con la cabeza, sus hombros cayeron derrotados hacia adelante.
—¡No tienes vergüenza! ¡Más te valdría encomendarte a San Juan Bosco! —aulló el señor Brumby.
El gran Merlín se revolvió ante la amenaza y, templando los nervios, proclamó:
—¡Señoras y señores! ¡Tenemos aquí a un amable espectador que se ofrece voluntario! Demos una calurosa ovación al señor…
—¡Brumby! —gritó Clarisse entusiasmada. Su marido la observaba sin dar crédito.
—¡Que salga! ¡Que salga! —coreó el público desde el gallinero; toda la platea inició un aplauso lento, rítmico y al unísono para animar al voluntario, con tal de alargar la juerga en que aquello se había convertido.
La señora Brumby miró a su marido con ojos de gata, arrugando el morrito, lo que hizo más visible aún el excitante lunar junto a la comisura de sus labios. Esa mirada y ese lunar hicieron que John Brumby caminara, indeciso, hacia el escenario sin dejar de mirarla, con los ojos ya bastante vidriosos por la bebida y el desconcierto.
Ella se puso de pie, le lanzó un beso con la mano y, vocalizando, histriónica, dijo:
—Dale su merecido.
Se puso a aplaudir con un entusiasmo tal que contagió al público, que cambió el aplauso rítmico previo por una estruendosa ovación. Espoleado por su bellísima esposa, el señor Brumby se dirigió al escenario moviendo los brazos como si espantara una avispa y dispuesto a partirle la crisma a aquel mago mequetrefe. Era palmo y medio más alto que Merlín y, a medida que Brumby subía las escaleras, el mago retrocedía, como buscando dónde protegerse. Se resguardó tras la caja que contenía a la señorita Freesy, que había pasado de la carcajada sin sentido al susto. Si Merlín amagaba hacia la derecha, John lo hacía a la izquierda para cortar el paso.
Merlín tropezó con la espada de serrar. La cogió del suelo y con un gesto rápido y seco la herramienta volvió a enderezarse, rígida como el acero. En ese instante, sin tiempo para reaccionar, el señor Brumby se abalanzó sobre él y ambos cayeron rodando al suelo. En el teatro se escuchó un gran gemido, que se fundió con el alarido horrorizado de la señorita Freesy; al mismo tiempo, dos bobbies entraron en el patio de butacas corriendo hacia el escenario. Al llegar allí vieron que Merlín se levantó del suelo, tembloroso y estupefacto. Miraba hacia la concha del apuntador, junto a la que yacía John Brumby con la espada de serrar clavada en el abdomen.
Cuando el público se percató, una mezcla de espanto y angustia recorrió la sala. Tras tomar el pulso a la víctima, uno de los bobbies cogió la gran lona que cubría la jaula de las palomas y la echó encima del cuerpo del señor Brumby. La condesa de Warwick se desmayó.
El otro agente, con las esposas en la mano, se dirigió hacia el mago cuando este, recobrando el ánimo y con una exultante sonrisa en la cara, se adelantó al límite frontal del escenario y proclamó:
—Señoras y señores, dije que no les defraudaría. Nada es lo que parece y todo lo que sucede no está pasando. Vean ustedes de lo que es capaz el gran Merlín. Esta noche será recordada en los anales del teatro.
Acompañado por una marcha triunfal de piano, se acercó presuroso a la tela abultada del suelo. Con un ágil y elegante estirón levantó la lona para mostrar al público que allí, donde unos instantes antes yacía destripado el señor Brumby, ya no había muerto, ni espada, ni nada.
El asombro se apoderó del local, sin poder atinar los presentes si debían aplaudir o no. Tal era el pasmo que nadie se dio cuenta de que la tela que quitó Merlín fue a caer encima de la caja serrada, cubriéndola por completo. En ese momento, el Gran Merlín, en tono triunfante dijo:
—Amado público, están ustedes pensando que no cabe mayor asombro, ¿verdad? Pues sepan que con el gran Merlín la sorpresa nunca tiene límite, el espectáculo está garantizado.
Y retrocediendo dos pasos, rápido y preciso, volvió a quitar la lona, dejando al descubierto la caja de serrar, donde hacía unos segundos la señorita Freesy se desgañitaba a gritos.
—¡Bravo! ¡Bravísimo! —aplaudió Clarisse, frenética.
El estruendo de la aclamación, los gritos de incredulidad y los estremecedores aplausos hicieron que el pianista, con la frente sobre las teclas, dejase por fin de tocar. La conmoción que supuso en la sala ver al señor Brumby, sonriente en un lado de la caja y moviendo los zapatos en el otro, no tenía parangón en ningún otro espectáculo que se recordase en la ciudad.
Interesante. Paul los acompañó al teatro después de todo.
Efectivamente.
Se están juntando unos cuantos buenos cuentos en la web. Cada vez me dan mas ganas de hacer una nueva antología.